«Y al final un día volvimos a la gloriosa Plaza de Mayo para hacer presente al pueblo argentino en toda su diversidad« (Discurso del presidente Kirchner) «Kirchner tiene una imagen positiva del 44,5%, la regular del 20,6% y la negativa del 31,5%» (Encuesta CENM,mayo 2006) «Si un país no consintiera dejarse caer […]
«Y al final un día volvimos a la gloriosa Plaza de Mayo
para hacer presente al pueblo argentino en toda su diversidad«
(Discurso del presidente Kirchner)
«Kirchner tiene una imagen positiva del 44,5%,
la regular del 20,6% y la negativa del 31,5%»
(Encuesta CENM,mayo 2006)
«Si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre,
el Tirano se desmoronaría por sí solo,
sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él.
La cuestión no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada»
(Etienne de La Boétie, 1548)
«Demuestro cómo la lucha de clases creó las circunstancias y las condiciones
que permitieron a un personaje mediocre y grotesco
representar el papel de Héroe»
(Karl Marx, «18 Brumario de Luis Bonaparte»)
El regreso del Estado: Desfile vs. Multitud
La primer impresión era que la masa perfectamente encuadrada, cuadriculada, triste, apática, masticando alfajores gratis con el logo «Kirchner 2007» no parecía peronista. El discurso, el Líder, sin bastón de mando y sin banda presidencial, no sincronizaba con el humor de los actores secundarios. Si Hegel dice que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces, la segunda siempre es como farsa, remataba Marx. Como remedo del 17 de octubre, se pareció más a la plaza militarizada que festejaba el golpe militar en 1930; como recuperación de otro «Sí» al capitalismo popular, la convocada por Menem aquella era mucho más espontánea y menos «mussoliniana» que la de Kirchner. Algo queda claro: la «Plaza del Sí al Capital» es un conjuro a la «Plaza Rebelde» de 2001, así reconocida en el propio discurso (la obsesión en haber recuperado la Plaza para uso plebiscitario del «Capital-Parlamentarismo»: «volvimos a la Plaza de Mayo, acá estamos otra vez los argentinos»).
La conjura recurre a lugares simbólicos, a banderitas, a los espíritus del pasado, toma prestados sus nombres, sus «shibbolet», sus consignas de guerra, su ropaje (el presidente va «descamisado»), para con estas máscaras, este disfraz de vejez venerable y el lenguaje prestado representar la nueva escena de la historia del capital. El exorcismo de las clases dominantes puede ser diverso. Los teatros, los juegos públicos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, los raros peinados nuevos, las grandes exhibiciones, los banquetes populares (vinos, jamones, salchichas, chorizos criollos), las revistas militares y civiles, las cucañas y los globos (no son invento peronista), los perdedores convertidos, los torneos y mundiales de fútbol, las representaciones gratuitas, las iluminaciones y fuegos artificiales, eran para los pueblos antiguos autoconscientes los cebos de la servidumbre, el precio de liquidación de su libertad, los instrumentos toscos de la tiranía. Como decía un republicano clásico, todo tiranozuelo antes de cometer un crimen, aun el más indignante, lo hace preceder de algunas hermosas palabras sobre el bien público y el bienestar de todos. Entonces los desfiles, ceremonias de apertura (incluidas las rúbricas en los convenios colectivos, el control del precio de las chuletas de ternera o un «sketch» cómico en la franja de mayor audiencia), las procesiones, las coronaciones, los funerales les ofrecen a los grupos dominantes y a la «Nueva Clase» de los políticos la oportunidad doble de conjurar el pasado resistente, purgar las tradiciones jacobinas de la multitud, exorcizar lo revolucionario y de convertirse en un espectáculo con todas las características que ellos mismos han escogido. Para más aclaraciones, las propias palabras del Sr. Presidente: «Cuando dije volvimos a la Plaza, no lo dije por los setenta. Lo dije porque estábamos los argentinos ahí en una plaza muy distinta de la de 2001, estábamos por algo pacífico».
La Fiesta del Ser Supremo
El análisis de estas ceremonias ofrece una vista exclusiva a la «mente oficial» del neopopulismo. Los reyes de Asiria y los de la Edad Media no aparecían en público sino al anochecer, con el fin de que la plebe creyera que había en ellos algo sobrehumano. Los primeros reyes egipcios no aparecían en público sin llevar un gato (no es ninguna alusión a las extensiones de nuestra Primerísima Dama), o una rama o un haz de fuego sobre la cabeza. Y siguen los ejemplos. ¿No creó Pirro, el rey de Epiro, el mito público que su pulgar era milagroso y curaba los enfermos del bazo? ¿No realizaba el emperador Vespasiano miles de milagros, enderezar tullidos, equilibrar cojos, devolver la visión a los ciegos, con sólo escupir sobre la zona afectada? ¿Los reyes luises de Francia no curaban escrófulas? Por extraño que parezca conseguían hacerse respetar, temer y admirar por sus súbditos (lealtad de masas), gentes que por no estar tan embrutecidas o en el grado cero de la necesidad, se habrían burlado o reído.
Nuestros líderes peronistas también sembraron el candoroso suelo popular de fantasías y fetiches, como gorros frigios, monumentos y criptas, flores de ceibo, momias gloriosas, besapiés religiosos en la fuente, santas y beatos, peregrinaciones y carusitas. Si fallaba estaba la «manu militari». Aunque parecen ritos vacíos, la autodramatización de las élites combina religiosidad con mando, de manera muy parecida a la celebración de la misa, que vincula a sus participantes con Cristo, los apóstoles y con el centro político-teológico: Roma. El desfile mismo fue una versión a escala reducida y mucho más pobre y burocrática de las ceremonias peronistas de 1973. Semanas antes del rito estatal se impuso un control policial de sus accesos, se colgaron banderitas, se restauraron edificios, se pavimentaron los baches y los «homeless» fueron radiados del microcentro de Buenos Aires. A una modesta «designada» anti-multitud de cuadros, punteros, militantes retribuidos, extras ocasionales, empleados municipales, contratados («ñoquis»), burócratas sindicales, familiares se le dio pancartas, banderines, camisetas y se les ordenó acudir a las 16 horas del día acordado. En el estrado se colocaron los dignatarios en estricto orden de importancia: la capa nepotista en primer lugar (la familia es lo primero), luego la omertá kirchnerista, y así sucesivamente en un orden simbólico premeditado. Tal vez lo más asombroso de este despliegue patético de cohesión y poder asombroso es que prácticamente nadie fue a verlo excepto los que estaban en el palco oficial y los que desfilaban frente a él. El espectáculo populista era de meros actores, sin público ni espontáneos. Mejor dicho: los actores eran el público. Resultó una ceremonia que la nueva Alianza en el poder (que incluye al PJ, parte de la UCR, restos del naufragio de diversos experimentos de centro izquierda, renegados, herejes de diverso pelaje, oportunistas y fundidos, aventureros y pícaros, etc.) organizó para sí misma. La verdadera multitud, la que se apoderó de las calles y de la esperanza en una sociedad nueva, la que orgullosamente garabateaba en las paredes «Sin la UCR ni el PJ, organización y pelotas», la que hizo temblar las estructuras de uno de los países más desiguales e injustos del mundo, esa no fue invitada ni aceptó el convite envenenado.
La metáfora del desfile peronista
El populismo latinoamericano ha absorbido, en especial el peronismo, que el socialismo (si existe algo así) se diluye en la Nación y en la Patria. El desfile corporativo y el balcón como plataforma simbólica, es la lección aprendida a fines de los años cuarenta de las experiencias fascistas y nacionalsocialistas europeas. El desfile populista se parece al stalinista: un cuadro vivo de la disciplina, la jerarquía y el control centralizado por padrón. Por definición, su lógica supone que existe una inteligencia unificada que, desde el centro y desde arriba, dirige todos los movimientos de la comunidad organizada. Aunque Kirchner calificó a este ritual planificado de «asamblea popular», intentando conjurar las verdaderas asambleas de diciembre de 2001. Los líderes ocupan sus lugares en lo alto, a lo largo del gigantesco escenario, en primera línea el círculo aúlico, después detrás de abuelas y madres (ubicadas propagandísticamente en primera línea), estaban Fernández y Fernández, Parrilli, Zannini, el Apold kirchnerista Albistur, Icazuriaga y Núñez. El resto del gabinete, los gobernadores y los legisladores fueron ubicados en un palco de invitados especiales, ya que como los senadores romanos no podían participar ya que el triunfador, como César, cuyo imperium tenía que superar el de todos los demás, era dictador. A los tradicionales «tubilustra», la banda de cien hombres con trompetas de oro, se los reemplazó por Alejandro Lerner, Soledad, Teresa Parodi, Víctor Heredia y Mercedes Sosa; las carretas con el botín obtenido en la campaña fue lógicamente obviado pero se representó los enormes triunfos y las escenas más famosas de la lucha del ser nacional kirchnerista. Las víctimas sacrificiales ya no fueron dos bueyes blancos que se ofrecerían a Júpiter Óptimo, sino todo el movimiento constituyente de la multitud iniciado en 2001. Toda la escena, como imagen y demostración de poder absoluto, transmite el sentido de unidad y disciplina bajo una autoridad única, indiscutida y decidida; de una sociedad virtual a la que prácticamente el Líder del desfile, Kirchner, con su mera voluntad, hace real. Todo se realiza con esa sublime seriedad típica de la mayoría de los ritos estatales. Cualquier manifestación de espontaneidad, de creatividad de masas, de desorden, de división, de indisciplina y de informalidad cotidiana se elimina de la escena pública en el formateo populista. Si el desfile peronista no es convincente para el resto de los argentinos, sí es ideológicamente categórico para la elite dominante. En la medida que toda ideología es una imagen de cómo deberían ser las cosas, el desfile peronista es una idealización eficaz de la anhelada fusión entre el Líder y las masas mediadas, apoliticas y despolíticas a la vez. El desfile peronista es la forma más importante de reuniones «autorizadas» de los subordinados: las elites dominantes deciden de qué manera, cuando y con qué fin se deben reunir los subordinados. Cualquier reunión «no autorizada» es peligrosa y se considera siempre una amenaza en potencia (como las jornadas gloriosas de 2001). Mientras, bajo la batuta desde el atril, los subordinados, colocados en orden de prioridad del más al menos importante, aplauden, ríen o marchan en la misma dirección y al unísono, y pasan revista. El aire del desfile peronista tiene colores cesarianos: una morfología jerárquica que se parece al típico diagrama de «patrón-cliente». Las columnas ingresan como los veteranos legionarios romanos, no con portaestandartes de plata y aquilíferos, sino con baratas banderas argentinas que portan cruzado el nombre del puntero del PJ o del sindicato. Es la disciplina capitalista hecha «performance»: la ceremonia de la revista, una forma ostentosa de examen, donde se presenta a los sujetos como «objetos» para el observador de un poder que se manifiesta gracias a su mirada. Pero la pregunta es: ¿de qué sirven estos ritos del estado? Sirven para demostrar que, se quiera o no, un sistema de dominación populista es estable, eficaz y duradero. El mensaje para la multitud es básico: su única opción es obedecer. El estado de excedencia del posfordismo está aquí para quedarse: la Patria está por arriba de todo.
Desconstituir, desconstituir: el valor de uso de la hegemonía populista
«Las balas de goma rebotaban en las piernas, en los brazos, en todos lados. Mis compañeros caían al piso como muñequitos.» El 20 de diciembre de 2001, poco antes de que el presidente De la Rúa se fugara en helicóptero, Elena juró en voz alta que era la última vez que iba a pisar la Plaza de Mayo. Contó la anécdota con los mismos compañeros que sobrevivieron a la violencia estatal y hoy levantan las banderas de una cooperativa, cooptados por el estado, con unas camisetas «Made in China» que rezan «Kirchner 2007». He aquí, descarnada, el «valor de uso» de la hegemonía peronista entre los compañeros trabajadores negados por el capital (desempleados). La metáfora del desfile peronista también se ha introducido en la estructura de los microemprendimientos empresarios para los trabajadores negados por el capital: en respuesta al posfordismo el populismo crea miles de pobres cooperativas para el consumo oficial, de la misma manera que el sagaz ministro Potemkin producía aldeas prósperas y campesinos robustos y hermosos para la zarina Catalina. Se crean cooperativas por pura prestidigitación, manipuladas desde el estado como los planes sociales, reforzada con funcionarios y agencias, todos falsos. Esto en el caso de cooptación, fragmentación y segmentación del movimiento piquetero. En el movimiento obrero el regimen funciona manipulando el mercado de trabajo, estableciendo profundas divisiones entre los mismos sectores del trabajo, realizando una alianza implícita con la aristocracia obrera (ver PROKLA 9). El peligro de la resistencia no es moco de pavo: en sus tres años de gobierno Kirchner enfrentó la mayor cantidad de cortes de rutas y vías públicas de la historia de la democracia burguesa, totalizando 3.489, registrando un promedio de 99 cortes mensuales y desde 1989 tiene un promedio de 38,9 conflictos laborales por mes, siendo el gobierno con más intensidad en la lucha de clases. El fantasma de la multitud, de las masa en la calle, de la auto-organización y la autonomía, el pasaje de la fuerza de trabajo a clase, todo esto es lo que desemboca en el proceso desconstituyente de Kirchner. De lo que se trata es de volver a «unir» al otro movimiento obrero, el porvenir del proletariado con el desarrollo de la burguesía argentina, con los parámetros de ganancia establecidos en el 2001.
El discurso de Kirchner: un discurso hacia adentro de las clases dominantes
Duró 13 minutos exactos. Se equivoca la vieja izquierda al buscar en el mediocre y escolar discurso de Kirchner (donde repitió Argentina 27 veces, Patria otras 20 y «Yo» 15) alguna medida de ruptura o de justicia social. La izquierda jurásica no entiende nada del ritual de las clases dominantes. El socialismo nacional «desde arriba» (el «Endziel» de Montoneros) era un oximorón o un mal chiste stalinista, salvo que sea leído en clave de línea de continuidad de la revisión antimaterialista del marxismo pero que conforma un nacionalismo que difiere del clásico burgués. El socialismo nacional de Kirchner, como el de Chávez, el de Humala, es un pacto de colaboración de clases, donde las alabanzas al proletariado (hermanos y hermanas), igual que las diatribas lanzadas contra la burguesía argentina (ciertos grupos económicos) se van repartiendo en virtud de un criterio único: su respectivo patriotismo. Si el proletariado, una parte: la aristocracia obrera, merece elogios es porque acaba de demostrar su superioridad al «otro» movimiento obrero por lo que respecta a su capacidad de trabajar por la Patria. Se trata de temas remanidos, clásicos, la Vulgata del socialismo nacional desde los años ’20. Kirchner es un socialista nacional, anti-liberal, antimarxista pero plenamente posfordista. El peronismo implica el reconocimiento de la perennidad del capitalismo. Su «Dama de Hierro», como la ultraliberal Adelina de Viola en los ’90 («¡Socialismo las pelotas!»), repite que «el comunismo fue vencido por el capitalismo porque se corresponde con lo que la gente quiere, que es consumir». Ciudadanía es consumo, consumo es inclusión. Como en una repetición de tópicos mussolinianos oxidados, se destaca que la reconstrucción Patria grande se orientará en aumentar la productividad. La teoría del productivismo se constituye como una antítesis retórica al marxismo. Aunque se usa «trabajadores», el eufemismo populista es «productores»: sujetos que proceden de todas las clases sociales, se presentan en todas las capas y representan a la Argentina nueva. La renovación, «Queremos una Patria para todos, queremos una Patria para todos los argentinos y argentinas», exige la colaboración de clases, elemento clave del neocorporativismo. El neocorporativismo, la desconfianza histórica del populismo por la democracia liberal, lleva al bonapartismo (o como dice la derecha: «hiperpresidencialismo»): Duhalde ha gobernado a fuerza de decretos (¡10 por mes!) y Kirchner está segundo, con 5 decretos por mes. El «Capital-Parlamentarismo» y todo su sistema de representación y obligación política, el «juego de los poderes republicanos», quebrado en la médula por el proceso revolucionario de 2001, es enterrado sin pompa y a medianoche. «Capital-parlamentaristas» y neopopulistas son los dos componentes del «Partido del Orden», pero: ¿qué hacían que estas fracciones se mantuviesen separadas desde el 2001? ¿Serían las boinas blancas, el martillo y la pluma, la «V» de Churchill, el gorro frigio rojo, las camperas de cuero, los comités y las unidades básicas, Gramsci o Jauretche? No, lo que los separa es que son, cada vez menos, expresión política de la dominación de diferentes sectores burgueses. Cuando Kirchner convoca a una Argentina plural, está hablando a sus «inter pares» de que si insulta, viola, vacía de sentido a la República burguesa modelo 1994, esta limitada democracia representativa socava la base social, ya que la cesura del 2001 hace que la elite dominante se enfrente con las clases sojuzgadas. Y que esta lucha es sin ningún tipo de mediación, tal la potencia revolucionaria de las nuevas subjetividades posfordistas, que el capital ya no se puede ocultar detrás de la máscara del bipartidismo, sin poder desviar el interés general mediante sus luchas subalternas intestinas. El neopopulismo es un sentimiento de debilidad del capital, que los hace retroceder temblando ante las condiciones modernas, puras, capitalparlamentarias de su dominación de clase y suspirar por las formas más incompletas, menos desarrolladas, más burdas y brutales. Pero por ello, y momentáneamente, menos peligrosas de su dominación. Una dominación que en lo que hace a la desigualdad, es la más alta de la historia de la Patria Grande. Como informa el INDEC, treinta años atrás, el 10% más rico tenía 13 veces el ingreso del 10% más pobre y hoy la relación es de 40 veces, habiendo aumentado fuertemente la desigualdad. Pero si al 10% más rico de la Argentina se le suman los depósitos que tienen en el exterior, cuya renta gastan en el país, resulta que la relación puede ser de 120 ó 140 veces. Existen pocos países en el mundo con semjante desigualdad institucionalizada. Hoy la burguesía siente la necesidad de acabar con los republicanos pequeños burgueses, como en el 2002 había comprendido la necesidad de acabar con los trabajadores posfordistas revolucionarios. El burgués inteligente se pregunta: ¿por qué no hacemos permanentes las vacaciones parlamentarias?…
En el discurso público del Amo y del Líder los grupos subordinados se ven obligados a sacar deducciones a partir del texto del poder que se les ofrece en la Plaza, pero esto no es suficiente. El discurso de Kirchner podría tener esa función residual y sí la de una autohipnosis de los grupos dominantes para cementar su ideología, darse ánimos, incrementar su unidad, desplegar su poder y renovar su convicción en la elevada moralidad de sus intenciones, una gigantesca confirmación sociopsicológica de legitimidad. El discurso de la «Plaza del Sí» no estaba dirigido al consumo de todos aquellos que no pertenecen a la «Nueva Clase» y son ajenos a la elite. La ideología neopopulista es una fuerza para estimula la cohesión y la confianza en sí misma de la clase que tiene el interés más directo en asumirla: la burguesía argentina misma. El discurso de Kirchner es la paradoja que la rapaz clase explotadora nacional no se contenta con la felicidad de sus ganancias extraordinarias, sino que desea algo más: saber el «derecho a su felicidad», la conciencia del buen burgués de que se ha ganado su buena fortuna en contraste con la mayoría de los pobres e infelices.
En unas declaraciones, el eufórico presidente Kirchner, deleitándose de su «puesta en escena» asegura: «Yo nunca voy a dejar la política». Jamás se retirará. Lógico y razonable. Un Líder jamás piensa que su poder está del todo seguro hasta el momento en que, por debajo de él, no haya nadie con valor y poder para cuestionarle su retiro en paz. Como cuenta el tirano de Siracusa, Hierón al filósofo Simónides: «no hay nada más triste que la tiranía; pues no es posible ni siquiera renunciar a ella…no sólo se imagina el tirano tener enemigos frente a él, sino por todas partes en torno suyo».