La pregunta por la ‘realidad’ es la más recurrente en todos los pensadores de todas las épocas y de todas las culturas. En esa perspectiva, entonces, son variadísimas, casi infinitas, las cosmovisiones que sobre ella se han tejido. Pero hoy, a partir del Occidente industrializado y con su revolución científico-técnica que cada vez se profundiza […]
La pregunta por la ‘realidad’ es la más recurrente en todos los pensadores de todas las épocas y de todas las culturas. En esa perspectiva, entonces, son variadísimas, casi infinitas, las cosmovisiones que sobre ella se han tejido. Pero hoy, a partir del Occidente industrializado y con su revolución científico-técnica que cada vez se profundiza más, estamos ante una nueva cosmovisión radicalmente distinta: a partir de la irrupción de los medios de comunicación de masas surgida en el siglo XX, la idea de realidad está sufriendo una transformación como nunca antes se había visto en toda la historia, y con una incidencia que todavía no estamos en grado de apreciar en su plenitud. No es para nada exagerado decir que hoy estamos ante una nueva realidad: la realidad virtual, la que crean los medios de comunicación masivos.
Dicho muy a grandes rasgos, la tendencia moderna de las ciencias sociales, y también la filosofía que la subtiende, ha ido más allá de un realismo cosificante en que la realidad es sólo objeto material independiente del sujeto que se relaciona con ella. La realidad, para la modernidad, es siempre una construcción. No hay substancia, cosa en sí, esencia o verdades ocultas fuera del sujeto del conocimiento. Verdad y sujeto quedan indisolublemente unidos. Sin pasar a un subjetivismo ingenuo, cada vez va quedando más claro que el mundo tiene que ver en un todo con el sujeto que está parado en él. La realidad humana -que es siempre el universo simbólico humano-, es histórica, y por ello mismo cambiante, relativa.
La aparición de los nuevos medios masivos de comunicación que permitió el desarrollo científico-técnico durante el siglo XX abrió campos inexistentes en épocas anteriores. La comunicación se masificó; todo el mundo comenzó a tener acceso a elementos que, hasta no mucho tiempo antes, eran privativos de elites. Ello no significó, ni remotamente, que la cultura se democratizó. En todo caso los factores de poder comenzaron a tener en sus manos instrumentos que no habían tenido antes y con los que, en definitiva, no hicieron sino acrecentar su poder.
Si el ‘pan y circo’ es tan viejo como la historia de las civilizaciones, la tecnología comunicacional masiva moderna (prensa escrita, radio, cine, disco, televisión, Internet, y la lista sigue) permitió llevar el impacto de esas instancias a niveles impensables algún tiempo atrás. Seguramente nadie, en el momento de inaugurar una nueva tecnología de comunicación masiva, tenía como proyecto inmediato -y ni siquiera a largo plazo- generar un poder tan grande como el que, a la postre y sin saberlo, estaba generando. Lo cierto es que esas tecnologías dejaron de ser simples instrumentos para, en un cierto sentido, adquirir vida propia. Son ellas las que fueron marcando la forma en que el pan y circo moderno fue concibiéndose. Claro que son los poderes, los seres humanos concretos de carne y hueso que encarnan esos poderes, los que aprovechan, planifican e implementan esos medios. Pero de algún modo la misma naturaleza de estos medios técnicos, el proyecto humano del que nacieron, la ideología en que se inscriben, van moldeando su propia forma.
Hoy día los llamados mass media son un importantísimo factor para las sociedades modernas, para alimentar el ciclo del consumo y para resguardar el statu quo. El socialismo real no ha dejado de usarlos igualmente, priorizando, claro está, la segunda faceta, la de arma política. Según estudios al respecto, en estos momentos la radio es el medio de comunicación más consumido a escala planetaria, seguida de la televisión. En los países desarrollados del norte es el Internet la tercera fuente de información, quedando relegada la prensa escrita a un cuarto lugar, en un proceso irreversible y cada vez más rápido. Todas estas posibilidades comunicacionales son una mezcla de información, entretenimiento y educación. Estudios semióticos serios dicen que alrededor del 80 % de los valores y contenidos ideológicos que un adulto término medio urbano -del norte o del sur- detenta, proviene de los mass media, la televisión fundamentalmente. Es claro que su importancia es toral en el diseño de las sociedades actuales. También, sin ningún lugar a dudas, en las socialistas. ‘Pan y circo’, herramientas de control social o arma liberadora -como se las quiera considerar- irrefutablemente juegan un papel cada vez más importante (¿superarán a la familia o a la escuela formal en su función civilizatoria? Quizá no estamos tan lejos de ello).
En el mundo de la libre empresa, y por una intrincada mezcla de 1) autonomía en la propia modalidad intrínseca de los medios masivos (su dinámica lleva a la vulgarización creciente, la cultura de masas termina siendo cultura pobre para pobres) y de 2) proyecto político-ideológico en sus arquitectos (los mass media son negocio y control de las cabezas de las masas), el resultado final es que toda la parafernalia de estas instancias da como resultado una terrible pobreza cultural. Aunque crecen y se agigantan con velocidad impresionante, los mass media se empobrecen y empobrecen a las grandes mayorías con velocidad inversamente proporcional a su gigantismo. Que la inmensa mayoría de la población mundial escuche radio, vea televisión, asista al cine o lea un periódico, si bien en un sentido habla de una democratización de los saberes que siglos o milenios atrás no tenía la humanidad, al mismo tiempo habla de una banalización creciente, de una dependencia de los mensajes que generan los poderes. Por supuesto -sería desubicado negarlo- la información habida y difundida en la actualidad es monumentalmente más grande cada instante. Pero junto a esto, el grado de manipulación de los mensajes en juego es también inconmensurablemente más grande cada instante. El ‘pan y circo’ que lograron los romanos, o el grado de penetración cultural y manipulación al que puede haber llegado la Iglesia Católica durante su dominio de siglos, enormes sin dudas, no pueden compararse con lo que van logrando los canales de comunicación actuales, más omnímodos, más sutiles; y si se quiere: más atractivos.
La influencia del Coliseo con sus gladiadores, o del sermón dado por el sacerdote en cualquier iglesia durante el medioevo europeo, o la incidencia de cualquier agente religioso de cualquier cultura (brujo, shamán, pitonisa, etc.) ante su público, de enorme impacto obviamente, no puede compararse a la penetración de las actuales tecnologías de los mass media. Hay cada vez menos defensa ante ellos, aunque como población global estemos más informados. La cuestión decisiva en este cambio es la forma en que los actuales medios masivos de comunicación van forjando la realidad; por siglos, los agentes culturales que informaban-divertían-educaban a las masas (los ‘comunicadores sociales’, para usar una palabra moderna, la superestructura ideológica) ejercieron una influencia simbólica: su mensaje contribuía a moldear la realidad. Hoy día esos actores crean una realidad nueva, la inventan, la fabrican. La realidad es, cada vez más, virtual. La realidad es el conjunto de símbolos que nos vienen prefabricados de los hacedores de fantasías, de las pantallas preferentemente. La realidad, entonces, va cobrando forma de espectáculo, de circo. Para decirlo con otro término actual: de show mediático.
La realidad ha pasado a ser una comedia (tragedia no, es demasiado lúgubre). La realidad es construida diariamente como banalidad, como feria de vanidades. La avalancha de información que se recibe busca, en última instancia, mantener desinformado. Todos los acontecimientos de la realidad cotidiana son visualizados con la misma óptica: de lo que se trata es de presentar productos ‘vendibles’ (¿por qué habría que ‘vender’ la realidad?), de fácil consumo, entradores, coloridos, nunca dramáticos. Si conmueven, es porque son sensacionalistas, almibarados o sangrientos, farsas bien montadas preparadas para activar sentimientos.
Podría decirse contra todo lo expuesto que, si bien hay algo de razón en la crítica presentada, es más importante lo que los medios masivos han traído: cualquier habitante de la aldea global, sin salir de su casa y gracias al portentoso milagro de oprimir un botoncito, puede tener acceso a un océano de información, variado, diverso, y que su vida está infinitamente en mejores condiciones que la de otros seres humanos de apenas algunas generaciones atrás que no conocían toda esta magia de los mass media. Pues bien: eso es muy cuestionable. ¿Es más libre el esclavo analfabeto que el ciudadano que mira varias horas diarias de televisión?
La realidad no es sólo tragedia; es un abanico multicolor donde el drama juega un rol básico, y del que también hacen parte la comedia y la banal rutina anodina. Pero lo que jamás podría decirse es que la realidad es un eterno espectáculo preparado para atontarnos. Si la reducimos a show mediático -tal como hoy día va la tendencia- estamos a las puertas de una más que preocupante involución de la humanidad, aunque la veamos en pantalla gigante plana de plasma con definición ultrarrealista y la escuchemos con la más refinada tecnología de audio envolvente con efecto cuadrofónico. Si la realidad se reduce a sensaciones programadas y manipulación de la conciencia, entonces triunfó la fantasía. Estaremos un poco más o menos informados; pero estaremos absolutamente más sometidos a los dictados de quienes fabrican esa realidad.
Medios alternativos como el presente son buenos acicates para recordarnos que la historia no ha terminado, que la tragedia de la vida sigue, que, aunque nos impongan reir, llorar, soñar o enfervorizarnos según los deseos del poder, estamos vivos y que somos reales.