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Sobre la política de la provocación

Las parábolas de Beatriz Sarlo

Fuentes: Rebelión

«La indignación que el peronismo le produce a las capas medias es histórica, y yo calzo hoy los zapatos de mi padre… tratando de no repetirlo»[1] Beatriz Sarlo, en 1994. He leído, no sin asombro, la nota publicada por Beatriz Sarlo en el diario La Nación, el jueves 27 de marzo de 2008[2]. Debo decir […]


«La indignación que el peronismo le produce a las capas medias es histórica, y yo calzo hoy los zapatos de mi padre… tratando de no repetirlo»[1]

Beatriz Sarlo, en 1994.

He leído, no sin asombro, la nota publicada por Beatriz Sarlo en el diario La Nación, el jueves 27 de marzo de 2008[2]. Debo decir que aún hoy, casi siete días después, me resulta difícil compatibilizar el discurso que emana de la nota con la firma y, aún más, la historia personal de su autora. Estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras en los años sesenta, militante de larga trayectoria en el peronismo revolucionario y el maoísmo, Sarlo se identificó, desde los años ochenta, con la persistencia arquetípica de una figura intelectual -en el sentido fuerte, francés, del término- de neto tinte progresista. Punto de Vista, la revista de la cual fue referente principal, perduró, durante muchos años, como un ámbito de debate insoslayable, de crítica, de reflexión polémica. Varios años después, ya alejada de los claustros, Sarlo ha cambiado el «Mao y Perón, un solo corazón» de su juventud por el «Videla, volvé» de las clases medias, exasperadas por el triunfo electoral del peronismo. Sin lugar para la razón, su nota cierra toda una travesía intelectual, que va desde el socialismo revolucionario hasta la derecha golpista, pasando, eso sí, por el alfonsinismo.

Vale la pena hacer un repaso de los acontecimientos que Sarlo, más que relatar, maltrata y amaña. Tras una jornada cargada de tensión, y con pocos minutos de antelación al inminente discurso presidencial, el martes 25 de marzo se conoció, por todos los medios de comunicación, la decisión de las corporaciones que agrupan al grueso de los productores agropecuarios de ratificar, tanto la continuidad del lock out, como -más grave aún- los piquetes que cerraban el camino a los transportes de alimentos para el abastecimiento de las ciudades, eso sí, por tiempo indeterminado. Pese a ello, Cristina Fernández de Kirchner, sin lugar a dudas en su hora más difícil, había elegido salir a la palestra.

En un discurso fuerte, que marcaba a las claras el carácter político de la conducta patronal, así como la complicidad de buena parte de la oposición derrotada en octubre, la jefa de Estado había ratificado su política de ingresos, y en especial, el sistema de retenciones móviles, que garantiza que la estabilidad de precios relativos en el país no se vea afectada por las rápidas fluctuaciones en el mercado mundial de granos. La frase más fuerte fue, desde luego, para el doble discurso de las entidades agropecuarias, en teoría embarcadas en una negativa conjunta a comercializar su producción exportable. Al respecto, señaló la presidente: «Entre el 13 y el 23 de marzo han salido exportaciones por 402 millones de dólares […] La huelga me parece que se la están haciendo a los argentinos, porque las exportaciones siguen viento en popa». Mientras se exporta maíz, denunció la presidenta, «se mueren los pollos argentinos y veremos también crecer el precio de los mismos […] A algunos, tal vez, les gustaría que lo que comen los argentinos, a precios argentinos, poder exportarlo y tener mayor rentabilidad.»[3]

Apenas culminado el discurso, en muchos barrios pudientes de la Capital comenzaron a sonar cacerolas. En un patético revival de las trágicas jornadas de diciembre de 2001, parte de la clase media alta movilizaba, detrás de las banderas del campo, sus odios de clase y, en especial, su visceral antiperonismo. De modo nada serio, se escuchaba el «Que se vayan todos», y tanto los más como los menos exaltados pedían la renuncia de la presidente asumida el diez de diciembre. En ese escenario caldeado, aparecieron columnas de militantes peronistas, con el dirigente piquetero Luis D´Elía a la cabeza, para manifestarse a favor del gobierno. Después de algunos forcejeos, y una o dos trompadas, a mi entender muy bien puestas, la plaza quedó en manos de los grupos oficialistas, quienes tuvieron el buen gusto de quitar las banderas con leyendas del tipo «Videla, volvé», colocadas allí por sus ilustrados predecesores.

En su nota, Sarlo se las arregla para ver el mundo al revés, cosa que no es de extrañar si atendemos a su nada consecuente derrotero intelectual, de casi trescientos sesenta grados. El relato que enhebra no deja lugar para la actitud de las corporaciones, analiza el discurso presidencial como parte de «un dispositivo político» centrado en la provocación, y elige tachar de violentos, no a quienes buscaron y buscan, por cualquier medio, desestabilizar al gobierno constitucional, sino a quienes se manifiestan por la vigencia irrestricta de la democracia. Llamativamente para alguien de su talla, que ha dedicado su vida al análisis del discurso, Sarlo cae, una y otra vez, en todos los lugares comunes del antiperonismo clásico: el elogio del espontaneísmo como valor propio de «la gente» -en rigor, de las clases medias ilustradas- frente a la «organización» de los piqueteros «kirchneristas» -quienes, en rigor, hace rato que no cortan rutas, y que nunca pusieron en peligro, por otra parte, la circulación de la economía o la estabilidad de las instituciones-, la atribución de la «provocación e impunidad» a quienes, en todo caso, responden con su conducta «patotera» a los enemigos jurados de la democracia, etc. Para Sarlo, al parecer, desabastecer a las principales aglomeraciones urbanas, como expediente de un litigio iniciado -eso nos dicen- por la distribución de la renta agraria, no sólo no merece comentario, sino que es digno de apoyo.

No obstante, lo que más me llamó la atención de la operación lingüística operada por Sarlo fue el párrafo que le dedicó a Cristina, quien resultó imputada como autora intelectual del desalojo de los caceroleros golpistas de Barrio Norte. La madre de todas las perlas fue este sencillo comentario: «Se dice que Cristina Fernández habla bien. Su discurso no lo prueba, si hablar bien significa algo más que hablar de corrido, no vacilar ni confundirse con los tiempos de los verbos.»[4] Más arriba, en un casi seguro recurso literario, Sarlo le hace decir a una de las manifestantes con las que tuvo tiempo de dialogar: «No creo que esta mujer haya sido una dirigente política en su juventud, porque yo estaba en la política y discutir con los JP era difícil. Había que ganarles, mientras que esta mujer me parece que nunca le ganó a nadie una mujer mano a mano»[5].

Cualquiera que tenga unos años sabrá reconocer, casi con una sonrisa, el arsenal discursivo que desempolva Sarlo: es el tono de rencor que las mujeres de alta sociedad reservaban para Eva Perón, «la Eva», la primera de todas que se animó a ser «Esa mujer». Es, también, como lo ha señalado recientemente Marta Dillon, el rencor ante la potencia femenina de otra mujer peronista, que tal vez, lo haya merecido menos -vaya uno a saber-, pero que hoy decide, con inteligencia, pasión y energía, sobre el destino de todos los argentinos. Gran revolución cultural, la de Sarlo: Mao estaría orgulloso.

Hoy, el pueblo argentino ha manifestado, en millares de voces, en decenas de plazas y ciudades de todas las provincias, su apoyo al gobierno nacional. La manifestación principal, en Plaza de Mayo, retoma la tradición peronista de la movilización masiva como herramienta de participación. Mañana, seguramente, aparecerán los denostadores: que la gente estaba paga -porque los que pelean por la redistribución de la renta lo hacen por amor al arte-, que movilizaron con camiones -en vez de ir caminando, como en 1945-, que los que fueron no laburan, que no son los verdaderos «representantes del pueblo», etc. Ya lo conocemos. Ya lo hemos escuchado anteriormente. Llevamos cincuenta años escuchando la misma tozudez, recibiendo la misma violencia, verbal y física. Bien lo sabe Cristina, que hoy recibió el pañuelo de Hebe de Bonafini, tal vez, en recuerdo de todos aquellos compañeros a los que nadie les podía ganar la discusión, y que acabaron muertos. Bien lo sabe Sarlo, con toda su crispación, relegada a las columnas del diario de la oligarquía por excelencia. La fantasía de una «República» sin las «masas ignorantes», sin los «esclavos del clientelismo», se termina cada vez que vamos a las urnas. Antes, después, y en el medio, es más de lo mismo. Da pena que el país no pueda avanzar en medio de una coyuntura internacional tan favorable. Pero mientras algunos pocos sigan sin entender que, con todos los derechos del caso, se tienen que bancar ser la minoría, no vamos a cambiar. Seguiremos sumidos en la violencia, fruto de la intolerancia de los supuestos dueños del país, que creen ser también los dueños del logos.


[1] Beatriz Sarlo, entrevista citada de Hora, Roy; Trímboli, Javier: Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y de política, Buenos Aires, El Cielo Por Asalto, 1994, p. 194.

[2] Sarlo: «Fue una provocación», en La Nación, 27/03/08.

[3] Véase Pagina 12, 26/03/08, p. 3.

[4] Sarlo: «Fue una provocación», ibídem.

[5] Ibídem.