Los ideólogos de la «globalización» en los años 90 la hicieron bien. Lograron instalar la idea de que los conceptos de nación, patria, justicia social, participación política, solidaridad, habían perdido significado. Que el Estado era mal administrador y corrupto, de modo que había que recurrir a la eficiencia de la empresa privada. Que vivíamos en […]
Los ideólogos de la «globalización» en los años 90 la hicieron bien. Lograron instalar la idea de que los conceptos de nación, patria, justicia social, participación política, solidaridad, habían perdido significado. Que el Estado era mal administrador y corrupto, de modo que había que recurrir a la eficiencia de la empresa privada. Que vivíamos en un mundo globalizado, con regiones «interdependientes», que los nuevos medios de comunicación y de transporte habían roto las barreras entre las naciones, que la «aldea global» en base al libre comercio y a la libre circulación de capitales, iba a permitir que el progreso llegue a todas partes, y que todos tendríamos acceso a las mil maravillas del mundo capitalista.
Por supuesto que nada de eso ocurrió. El libre comercio funcionó en un solo sentido, porque mientras nosotros abríamos nuestros mercados, los países ricos los cerraban, y la riqueza se redistribuía, es cierto, pero para beneficio de los más ricos. La riqueza se concentró y la pobreza se generalizó. Lamentablemente recién hace unos pocos años esto quedó claro, y ahora termina de reafirmarse en forma terminante con la crisis del sistema capitalista mundial. Toda América Latina sufrió está política, por obra y gracias en su mayor parte de políticos electos por el voto popular.
Mientras tanto el progresismo político compró la versión «popular» de la globalización, que consistía en repudiar los paradigmas políticos e ideológicos, calificándolos de «testimoniales» o «setentistas», lo cual de hecho significaba no enfrentar el saqueo al que sometieron al país. No es izquierda sino centroizquierda. No es revolucionaria, sino progresista. Mientras tanto, la izquierda tradicional, en una parte golpeada por la caída del campo socialista, y en otra parte festejando la derrota de la burocracia, no logró o no intentó articular un discurso y una práctica que alcance consenso social, como para resistir desde una posición nacional la política de entrega.
Otra vertiente ideológica realizó una negación de todo lo que implicaba estructuras políticas, contraponiéndolas al «poder que se construye desde abajo», sólo en base a las cosas pequeñas y concretas. Muchos militantes honestos, hastiados de la corrupción de la política tradicional, se refugiaron en cuestiones locales y barriales (en la «sociedad civil»), sin intentar vincularlas al plano político, pensando que desde las redes sociales se iba a imponer a la larga un cambio de fondo. Cuestiones que sin duda son fundamentales, pero en tanto sean planteadas como un momento político o una instancia que no puede trascender a menos que se vincule a la lucha política de liberación en el plano institucional. Las experiencias de Bolivia, Ecuador y Venezuela, así lo demuestran.
También nacieron en esa época, cientos de ONGs que se orientaron al trabajo de promoción y contención social, financiadas con fondos de los países centrales, que en su mayor parte terminaron siendo funcionales al sistema dominante que les impone un techo político e ideológico. Cuestión que tampoco invalida la militancia honesta de muchos de sus integrantes.
Argentina, no sólo por obra de Menem, sino de todos sus cómplices y de la falsa oposición, entregó pacíficamente sus recursos petroleros y gasíferos, su energía, sus comunicaciones, sus empresas de servicio, su minería, destruyó sus ferrocarriles y aceptó e incrementó la deuda externa ilegítima. El voto popular de varias elecciones, así como el de la reforma constitucional de 1994, sirvieron de herramienta de legitimación del saqueo. No tan pacífica por cierto, porque como de costumbre corrió sangre de pueblo, como la de Victor Choque, Teresa Rodríguez, Anibal Verón, y las decenas de víctimas del gobierno continuista de De la Rúa.
Analizar hoy cómo ocurrieron estas cosas es una necesidad ineludible, y merece un estudio profundo, no para quedarse en conclusiones superficiales como que «todos fuimos responsables», sino para entender cuáles fueron los mecanismos que condujeron a estos hechos. Y también para establecer con claridad las responsabilidades de los distintos actores políticos, sindicales y de otra índole, que protagonizaron esta nueva década infame, así como para realizar el reconocimiento que se merecen quienes resistieron dignamente nadando contra la corriente.
No es fácil realizar un análisis en unas pocas líneas, aunque eso no nos impide hacer algunas reflexiones. Si Nación, Patria y Justicia Social perdían significado, entonces era anacrónico plantear la lucha por la soberanía, la identidad nacional, o asumir posiciones comprometidas con la justicia social. El patriotismo quedaba para los viejos trasnochados.
Pero todo ese arsenal ideológico, trabajado profusamente por los medios de comunicación, estaba acompañado de una base material, sin la cual no podía funcionar. Tal fue la estabilidad monetaria basada en la convertibilidad de una moneda sobrevaluada para favorecer la importación y matar a la exportación, reproduciendo infinitamente la deuda externa. Mientras el país era entregado, las clases medias y los propios trabajadores con mejores salarios, eran adormecidos con los planes cuota, a través de los cuales accedían al cero kilómetro o a los electrodomésticos. Todo hasta que las joyas de la abuela se terminaron de liquidar y llegó la realidad de la desocupación, el hambre, el aumento de la mortandad infantil, la delincuencia, la droga, el crimen y el analfabetismo.
El avance del colonialismo en nuestro país, en los años 90, se apoyó en generosas dádivas a los sectores opulentos y a la alta clase media, y en una miseria cada vez mayor para los trabajadores y los pobres. Así, mientras unos sostenían el status quo, los otros lo combatían cada vez con más fuerza. Hasta que el modelo corrupto estalló en el 2001, y la dirigencia progresista no estuvo a la altura de los acontecimientos. Concentrada en la lucha contra la pobreza a través del reclamo de un (justo) subsidio para jefes y jefas de familia, no imaginó que el pueblo saldría masivamente a tirar por la borda a un gobierno corrupto y entregador. El «que se vayan todos» terminó apagándose, junto a las vidas de Kosteki y Santillan; y el golpe de timón que Duhalde había dado a la economía terminó favoreciendo el surgimiento del gobierno Kirchner. Y volvieron todos. Lo más digno que quedó fueron las fábricas recuperadas por sus trabajadores, y la experiencia asamblearia, que habría de florecer en centenares de luchas populares.
Muchas cosas han pasado desde el estallido del 2001. Empresarios de la ciudad y el campo, antiperonistas furiosos, votaron a Néstor Kirchner en el 2003 porque vislumbraban una época de buenos negocios. Actualmente están jugados a acabar de cualquier manera con esta «pareja gobernante autoritaria y corrupta». El ciclo de las superganancias se terminó, porque las ventajas comparativas de la devaluación se fueron esfumando a consecuencia de la pelea salarial. Entonces recurren a la suba de precios, el reclamo de eliminación de retenciones, y se agudiza la lucha por la redistribución del ingreso.
Los cruces de vereda en ida y vuelta en estos tiempos hasta resultan grotescos, como el del «héroe» Cleto.
Hoy está totalmente claro para los sectores populares medianamente informados, que la oposición promovida por los grandes medios de comunicación, no representan otra cosa que el intento de volver a las peores épocas del neoliberalismo con más miseria, y con represión. Basta observar quiénes son los referentes y leer un poco entre líneas sus discursos. Aunque no queda claro que puedan resignar sus distintas apetencias personales como para formar un solo bloque. Pero lo trágico de la situación es que este gobierno no está en sus antípodas como para servir de referente a un agrupamiento de fuerzas que resistan a esos intentos. Porque a pesar de haber hecho algunas concesiones a los sectores populares, sostiene lo esencial del modelo agro minero exportador de miseria: el saqueo del petróleo y la minería, la continuidad del pago de la deuda ilegal, la desnacionalización de cientos de medianas y grandes empresas, la venta de la tierra a capitales extranjeros, el avance de la sojización, la desatención de los agudos problemas de los más pobres, en un país en el que se mueren 20 chicos por hambre cada día.
Hoy, el gobierno está muy lejos de tomar las medidas que se requieren para enfrentar una crisis que avanza a pasos acelerados, lo cual sólo se puede revertir con una fuerte intervención del Estado y un impulso decidido a la generación de puestos de trabajo y del consumo popular. Este vacío de acciones concretas generará un descontento creciente que podría llegar a ser canalizado por lo peor de la oposición.
Toda esta situación fundamenta la necesidad de una política popular independiente, que trate de instalar otro debate en la sociedad: la urgencia de poner en marcha la reconstrucción del sistema ferroviario nacional (el tren para todos), que crearía cientos de miles de puestos de trabajo y ayudaría a la reactivación de la economía en las regiones más marginadas, la nacionalizacíón del petróleo y el gas, para recuperar para la nación una renta que debe ser invertida en las necesidades sociales más urgentes, la investigación de la deuda externa ilegal que sigue exprimiendo nuestros cada vez más escasos recursos, la nacionalización del comercio de exportación de granos y carnes, para asegurar el abastecimiento interno, para que el país recupere esa parte de la renta que se llevan las multinacionales y para que se comience a revertir el perverso modelo sojero.
Debemos terminar con la opción por el menos malo, porque el voto es siempre la legitimación de las políticas, en particular de las de entrega que se vienen implementando en estas décadas.
Para eso hace falta desprenderse de las secuelas ideológicas y culturales de la década infame de los 90, recuperar con fuerza el significado de las palabras que nos escamotearon: Patria, Soberanía y Justicia Social, fortalecer nuestra identidad nacional y popular, y terminar con el nefasto «no se puede» con el que nos machacan. Independientemente de nuestra extracción política, si queremos realmente aportar a la emancipación de nuestra patria y de nuestro pueblo, debemos recuperar la memoria sobre todos los hechos significativos de la rica historia de luchas y conquistas populares. En este 16 de marzo celebrar los 60 años de la constitución justicialista de 1949, que consagró los derechos sociales y laborales de la clase trabajadora, y en su artículo 40 estableció la nacionalización de todos los recursos del subsuelo. A pesar de los que desde adentro la traicionaron y de los que desde afuera la derogaron y la escondieron. Ese es el gorilismo, vestido de «peronista» o de «cívico», que en el fondo no es otra cosa que la política de entrega y el desprecio oligarca al pobre, al cabecita negra que se negó históricamente a agachar la cabeza, y que siempre peleó para vivir dignamente en un país libre.
De igual modo tenemos que rememorar que este 29 de mayo se cumplen 40 años del cordobazo, la jornada histórica de lucha de la clase trabajadora y el estudiantado cordobés, que tuvo al frente a Agustín Tosco, cuyo ejemplo es fundamental para la reconstrucción de un sindicalismo honesto, combativo, solidario y comprometido con la liberación nacional y social.
Vale como síntesis un pensamiento de Rodolfo Walsh, que quizás sea más convincente que todos los argumentos antes expuestos: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.»
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Hugo Kofman es integrante de Proyecto Sur – Santa Fe