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Lo que somos

Fuentes: Página/12

No se puede no rebobinar. No se puede evitar la superposición, ante un 24 de marzo como el de ayer, de los tantos 24 de marzo anteriores al 2004, cuando en la ex ESMA, y todavía sin multitudes, Néstor Kirchner institucionalizó la memoria, la verdad y la justicia por la que hacía 20 años que […]

No se puede no rebobinar. No se puede evitar la superposición, ante un 24 de marzo como el de ayer, de los tantos 24 de marzo anteriores al 2004, cuando en la ex ESMA, y todavía sin multitudes, Néstor Kirchner institucionalizó la memoria, la verdad y la justicia por la que hacía 20 años que luchaban los organismos de derechos humanos. Precisamente por ejercitar esa memoria, no se puede negar que entonces se puso en marcha un lento pero irreversible camino hacia un día como el de ayer, en el que decenas de miles de personas de todas las edades, de diferentes procedencias ideológicas, de distintos sectores sociales, proclamaron que hay políticas de Estado en relación con los delitos de lesa humanidad de la última dictadura en las que no es posible el retroceso.

Ese gran cuerpo colectivo que se expresó con diferentes banderas, con encuadramiento o sin él, esa gran fiesta en la que caben viejos, jóvenes, bebés a upa, estudiantes, trabajadores, intelectuales, sindicatos, organizaciones juveniles y partidarias, fue a decir ahí que esas políticas de derechos humanos los constituyen. Este 24 tuvo tanta alegría y color, tanta fraternidad a flor de piel, tanta comunión, porque lo que se expresó en la Plaza no fue sólo el recuerdo del horror y de tanta soledad, como durante aquellos primeros 20 años de democracia, sino el orgullo de haber sostenido y defendido, con viento en contra siempre, una idea central no sólo de ese gran cuerpo colectivo sino de las sensibilidades y las convicciones de cada hombre y cada mujer que lo integran: la verdadera impunidad, la que va con mayúsculas, la madre de todas las impunidades ya estaba cosida, sellada, pactada y negociada entre los poderes reales que sucedieron a la dictadura. La dirigencia política, la corporativa, la eclesiástica, la judicial, todas ellas la habían consentido. No se trataba de la impunidad de un chorro de carteras ni la de un empresario viscoso, ni la de uno o más funcionarios corruptos ni la de uno o más empresarios corruptores. No. La que se había sellado era otro tipo de impunidad. Nada menos que la de un genocidio. Nada menos que con ese tipo de olvido estaban infectando a este país. Con un olvido canalla, que bañaba de cinismo a cualquier otro reclamo de justicia.

Los juicios que siguieron a aquel día y que prosiguen hasta hoy no han sido televisados ni han tenido las coberturas que en otro lugar del mundo, y con grandes medios de otro origen, sin el culo sucio en la materia, hubiesen sido grandes noticias para comunicarle al mundo. Aquí sólo este diario durante muchos años, y ahora algunos otros pocos medios, les dieron a esos juicios la verdadera relevancia que recogerá la historia sin ningún lugar a dudas. No es que sólo se siga escamoteando la épica política de esos juicios, sino sobre todo el tipo de mal que se juzga. Abominaciones de la condición humana. Es eso lo que se sigue ocultando.

Y se oculta también, y de paso, la prueba palpable de la lectura histórica que parimos juntos como sociedad, después de pasarnos años diciéndole «proceso» a la dictadura, o repitiendo teorías que demonizaban por igual a víctimas y a victimarios. Esa lectura tuvo fases. De «proceso» pasamos al «golpe de Estado», y después y recién hace unos años al «golpe cívico-militar». Comprendimos que la abyección militar fue el resultado de un plan sistemático para implantar un modelo económico. Muy poco a poco, como saliendo de una anestesia o de una hipnosis, comprendimos también que hubo quienes usufructuaron la muerte masiva de una generación. Quizá costó tanto elaborarlo porque no cabe fácil en millones de mentes que haya otras, unas pocas, que pueden haberse dedicado a hacer números, a firmar cheques, a robar paquetes accionarios, a ganar dinero, en fin, mientras los prisioneros eran arrojados vivos al río o mientras los bebés eran arrancados de los brazos de su madre, o mientras la tortura era una herramienta más de coacción contra los detenidos desaparecidos, o mientras se tomaba la decisión de que en Argentina iba a haber miles y miles de familias que jamás sabrían dónde estaban los huesos de sus hijos, ni cómo habían muerto, asesinados por quién, sentenciados por quién.

A este 24 de marzo, el último del gobierno de Cristina Kirchner, llegamos con un Poder Judicial retobado en varias capas, y con la careta medio corrida: se le ve la mueca. Las causas por delitos de lesa humanidad que involucran directamente a civiles están rebotando bajo la protección de ese sector. Las causas Massot, Blaquier, Papel Prensa, incluso la causa en la que se investigaba la falsa entrevista a Thelma Jara de Cabezas -entonces secuestrada- en Para Ti, han recibido faltas de mérito o diversas medidas que indican que hay un «no pasarán» obsceno porque proviene del Poder Judicial, que es el que debe ofrecer servicio de Justicia.

A partir de hoy se impone que cada candidato explicite sus propuestas en materia de derechos humanos. Esa multitud que ayer dijo presente debe exigirlo. Si el orgullo de vivir en el único país de la región y uno de los únicos del mundo que ha sido capaz de revertir décadas de olvido y de impunidad y ha llevado a los secuestradores, torturadores y desaparecedores de miles de personas que no tuvieron su derecho a defensa al banquillo de los acusados, si ese orgullo nos constituye y en efecto es parte de la identidad que elegimos, nos deben decir, debemos preguntarles, tienen que explicitar qué harán al respecto, ahora que el Poder Judicial argentino envía señales sobre sus propios límites éticos. Si el acusado es militar, se sigue. Si es civil, se detiene. Quizá no se deba hablar de ética, sino de solidaridad de clase.

La verdad está sobre la mesa o, si se prefiere otra metáfora, al lado de la alfombra, lista para ser barrida un poco más allá. Cuando afirmamos que la democracia no es compatible con el gobierno de las corporaciones o sus contratados, entre varias otras cosas lo que queremos decir es que si este país fuera entregado a las corporaciones, también estará entregando las banderas de la verdad, la justicia y la memoria. Es decir, no algo de lo mejor que tenemos, sino algo de lo mejor que somos.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-268919-2015-03-25.html