“La historia la escriben los que ganan. Eso quiere decir que hay otra historia. La verdadera”.
Cuando en 1883 la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia –por aquel entonces colonia holandesa– produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. ¡Qué racismo!, podríamos decir hoy escandalizados. Pero la historia no cambió mucho 140 años después. Muchas voces hablaron alarmadas de los refugiados ucranianos, porque –decían– se puede entender el porqué de la “caterva de inmigrantes ilegales” (¿despreciables?) que llegan a Europa si son negros (africanos) o a Estados Unidos con aspecto aindiado (latinoamericanos), pero resulta desolador (para esas voces, claro) si se trata de “rubios de ojos celestes”, tan europeos como la gente de los países donde piden asilo. El racismo no parece tener cerca su extinción.
Las cosas “son” –o se las hace ver, mejor dicho– de acuerdo al cristal con que se miran. Los modernos medios de comunicación son los encargados de modelar esa “visión” de la realidad. Lo que en esas instancias se diga –impulsado ello por los grupos de poder dominantes– termina siendo la opinión pública generalizada, la verdad oficial, normalizada, y finalmente aceptada como única.
En estos momentos, cuando tiene lugar una nueva guerra en territorio europeo que utiliza a Ucrania como campo de batalla de dos poderes enfrentados: Estados Unidos por un lado, que intenta seguir manteniendo su hegemonía global poniendo tras de sí como furgón de cola a toda la Unión Europea y a la OTAN, y la Federación Rusa por otro (en concordancia con la República Popular China), renacida potencia con gran capacidad militar, heredera de la extinta Unión Soviética, una vez más, como en toda guerra, la primera víctima es la verdad. La industria mediática occidental –capitalista, basada en el lucro empresarial, ante todo, y mecanismo de control social en segunda instancia– da una versión muy sesgada de los hechos, mintiendo hasta el cansancio. Rusia, y fundamentalmente su presidente, Vladimir Putin, son presentados como los “malos y perversos” del asunto, difundiéndose un mensaje rusofóbico que inunda todos los espacios imaginables. Las causas reales de la guerra quedan invisibilizadas, y se mantiene solo una narrativa peliculesca. Narrativa, dicho sea de paso, según la cual el ejército ruso –supuestamente sin moral, sarta de “borrachos poco preparados”– estaría perdiendo ante las patrióticas fuerzas ucranianas. La situación es exactamente a la inversa: la guerra ya está definida, con la amplia victoria militar de Moscú (al igual que la tuvo en Chechenia, en Crimea, en Siria), lo que abre un nuevo escenario global donde, muy probablemente, el dólar podrá comenzar su lenta pero segura extinción como moneda fuerte global única.
Por lo pronto, esa guerra da como resultados: 1) la aparición de Rusia como nuevo polo económico que, en una jugada maestra junto a China, comienza a desbancar la moneda americana como patrón de referencia mundial, 2) la demostración en los hechos de que Rusia es una superpotencia militar por encima de Estados Unidos y la OTAN (asumido bastante en secreto por los mismos estrategas del Pentágono), a partir de la demostración de nuevas armas únicas, de momento imbatibles, y 3) la reconfiguración de los poderes globales, empezándose a construir –de momento sin pasar al socialismo– un nuevo mundo multipolar.
Habituados a Hollywood como estamos –como nos han hecho estar, mejor dicho–con toda su infame parafernalia desarrollada como si los receptores del mensaje fueramos niñitos tontos de ocho años, vemos el mundo en términos de “buenos” y “malos”, “muchachitos” justicieros (siempre blancos, defensores de la “democracia y el estilo de vida occidental y cristiano”, “triunfadores” por antonomasia) castigando a “bandidos” (siempre indios, negros, musulmanes. ¿Ahora rusos y chinos?). Tanto nos metieron estos esquemas que interpretamos todo lo que pasa a nuestro alrededor según esa clave. El maniqueísmo se impone. Y siempre los “buenos” son los capitalistas occidentales. “La historia la escriben los que ganan”, decía el epígrafe. Pues bien: la historia es infinitamente más compleja que esa simplificadora visión. Bertolt Brecht nos lo recordaba magistralmente con su poema: “Alejandro conquistó la India. ¿Él solo? César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera cocinero?” En una visión infinitamente más rica Marx y Engels dijeron que la “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, no de individuos “buenos” y “malos” sino de grandes masas humanas en una dinámica trans-individual.
Este manipulado proceder, que ya se nos hizo tan habitual, de dividir arteramente el mundo entre buenos y malos, impide entender la complejidad de los procesos en juego, obnubila la mirada crítica sobre la realidad. En otros términos: estupidiza. Esto ya se ha dicho hasta el hartazgo, pero nunca está de más repetirlo, para buscarle alternativas: los medios de información capitalista no informan, sino que ¡desinforman! “La televisión es muy instructiva”, expresó satíricamente Groucho Marx, “porque cada vez que la encienden me voy al cuarto contiguo a leer un libro”.
Hollywood y toda la parafernalia comunicacional que sigue esa línea (que es muy buena parte de lo que consumimos a diario como “información”) nos ha anestesiado, convirtiéndonos en acríticas máquinas tragadoras de imágenes prediseñadas. Parece que allí vale la máxima: “el que piensa: ¡pierde!”. Por ejemplo: desde hace aproximadamente más de tres décadas toda esa industria mediática ha venido haciendo del mundo musulmán el enemigo público de la “racionalidad” occidental. El asunto no es azaroso. Unos años después de iniciada esa campaña de preparación, un catedrático estadounidense –Samuel Huntington–, no sin cierto aire pomposo nos alertó sobre el “choque de civilizaciones” que se está viviendo.
Ahora bien: lo curioso es que ese “monstruoso” enemigo que acecha a Occidente, ese impreciso y siempre mal definido “fundamentalismo islámico” que pareciera ser una nueva plaga bíblica, siempre listo para devorarnos y que derribó las Torres Gemelas de Nueva York con un sangriento y monstruoso atentando terrorista, debe ser abordado antes que nos ataque. De ahí que nace la estrategia de guerras preventivas. Dicho de otro modo: “le hacemos la guerra nosotros (los buenos) antes que ellos (los malos, bárbaros incivilizados que no son rubios de ojos celestes) nos la hagan”. El esquema es simple, demasiado simple. Más aún: atrozmente simple, puesto que se repite el modelo de las películas hollywoodenses: soldados occidentales “buenos” castigando a los musulmanes “malos”.
Pero lo más curioso –¡y atroz!– es que justamente los países de donde proviene esa supuesta amenaza… tienen sus subsuelos cargados de petróleo. Curiosa coincidencia, ¿verdad? “Así como los gobiernos de los Estados Unidos (…) necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”, dijo un alto funcionario estadounidense.
Como los medios audiovisuales cada vez más deciden nuestras vidas, nuestra forma de pensar, las ideas que nos hacemos del mundo, ya se hace cada vez más difícil diferenciar entre verdad y post verdad. Se ha llegado a un punto donde el público consumidor de mensajes (televisivos, radiales, escritos, musicales, por internet o por cuanto medio se nos ocurra) está tan a merced de quien los emite que ya no dispone mayormente de posibilidad de reacción. Como los perros de experimentación de Pavlov, la población mundial fue condicionada a ver el mundo maniqueamente entre buenos y malos. El bombardeo mediático es continuo, ininterrumpido, total, hecho de tal forma que termina seduciendo al receptor. Los mensajes, por cierto, hechos con las más refinadas técnicas y apelando en forma creciente a las neurociencias, gustan, seducen, atrapan. Las posibilidades de defenderse ante esa invasión, ante ese despiadado ataque a la inteligencia, al pensamiento crítico, son pocas, casi nulas. Remedan lo que hace cinco siglos decía el teólogo Giordano Bruno acerca de las religiones (por lo cual la Santa Inquisición de la Iglesia Católica lo condenó a la hoguera): “no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”.
Hoy, con técnicas infinitamente más refinadas, se sigue repitiendo el esquema: grupos de poder mantienen bajo control a las grandes masas a través de nuevos y atractivos “espejos de colores”. La cachetada de Will Smith en la entrega de los Premios Oscar fue por mucho, largamente más comentada que el aumento del precio del crudo, o que los laboratorios con armas químicas encontrados en Ucrania, o que la continuada represión israelí sobre Palestina, o que la cantidad de muertos que deja el hambre cada día por encima del Covid-19, eventos todos ellos que tienen mayor importancia en la dinámica mundial, con consecuencias mucho más profundas.
El mundo contemporáneo, basado cada vez más en un ámbito tecnológico que va definiendo el día a día moldeando la vida y lo que percibimos como realidad, hace de la manipulación de la información un elemento crucial. Consumimos lo que los mass media nos dicen, pensamos lo que la corporación mediática nos impone, nos divertimos según lo que estos artilugios nos prescriben. ¿Estamos condenados a eso o habrá salida? Medios alternativos como el presente muestran que se puede informar sin desinformar. Aquí está el desafío.
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