Para que haya una guerra se necesita: matar la memoria, ocultar las víctimas y compartir objetivos; para que haya una central nuclear se necesita: sepultar la memoria, enterrar las víctimas y compartir intereses. En la película de Don Siegel, la invasión de los ladrones de cuerpos, bastaba que los humanos se quedaran dormidos para que […]
Para que haya una guerra se necesita: matar la memoria, ocultar las víctimas y compartir objetivos; para que haya una central nuclear se necesita: sepultar la memoria, enterrar las víctimas y compartir intereses.
En la película de Don Siegel, la invasión de los ladrones de cuerpos, bastaba que los humanos se quedaran dormidos para que los invasores (espíritus fríos y calculadores) se apropiaran de sus cuerpos y mataran su humanidad. Sirva este excelente film como metáfora del mundo contemporáneo en el que el la guerra, la Gran Guerra, es la que se libra contra nuestras conciencias.
Desde el momento en que los medios de comunicación se convierten en el pilar central que sostiene el edificio de las democracias liberales, dejan de ser un instrumento en manos de la política para ser el alma del cuerpo político en su conjunto, su sustancia. Los federalistas, padres fundadores del régimen estadounidense, se decidieron por el voto universal (de la época) cuando constataron que no peligraba el gobierno de la plutocracia: la gente, convenientemente orientada, elegiría siempre a aquellos que creía más capaces o que defenderían mejor sus intereses. La minoría descubrió que influir en la mayoría puede ser de gran ayuda, dijo el padre de la propaganda Bernays en 1927. Ese mismo año, Lippman -el periodista y teórico de la opinión pública que participó como corresponsal en los interrogatorios de EEUU en la primera guerra mundial-, decía que los regímenes democráticos contemporáneos no podrían sobrevivir sin los medios de comunicación. Lippman era un profeta. El poder de las masas, esa fuerza inmensa recién conquistada, debía ser dirigido para que no pusiera en peligro a los gobiernos. Los pueblos son la gran amenaza de sus gobiernos.
Democracia liberal y guerra forman una unidad. La misma que forman capitalismo y explotación.
Para que la unidad funcione es necesario que los medios de comunicación sean eficaces en su cometido: subsumir nuestra humanidad. No es fácil. La conciencia humana se atrinchera en nuestra memoria, se hace fuerte con nuestras dudas y pone bajo sospecha los mensajes. Si los nuevos seres no pueden apropiarse de nuestros cuerpos y liquidar nuestra conciencia por lo menos habrán de paralizarnos. Se necesita tiempo ya que la esencia humana tiende a la resistencia, por eso el bombardeo mediático precede a la guerra, o a los terremotos. Los medios son la forma suprema de la guerra. Por encima y antes de que los F16, aviones muy tripulados sobrevuelan todos los días nuestro espacio mental cobrándose nuevas víctimas.
Matar y sepultar la memoria: simplifiquemos el mundo
Para que pueda darse una guerra no puede haber memoria. Un terremoto es siempre único, circunstancial. La guerra también. La guerra de Libia no es como la de Iraq: hay una resolución del Consejo de Seguridad, la guerra es legal y legítima. El terremoto de Japón no fue como el de 1923, el de ahora ha sido el de mayor intensidad en la historia y ha habido un tsunami. El periodista es el gran encubridor del pasado. La historia no es información, es paisaje. En la era de la información no puede haber memoria.
Los medios de comunicación son los primeros en establecer una zona de exclusión. Que no vuele sobre nuestras conciencias ninguna duda ni ningún recuerdo, si los hay, bombardéelos por favor. Decía Bernays en su manual de propaganda que la principal tarea de ésta es simplificar el mundo. El periodista es el «gran pacificador» -perdón-, el gran simplificador. Explica a la gente de forma simple aquello que no lo es. Los matices, las zonas grises crean dudas en el público y le hacen un ser reacio a la compra, ya sea de una mercancía o de una idea. Para que el público pueda ser guiado hay que despejar sus dudas reduciendo su campo de elección: Gadafi o el pueblo libio, Fukushima o crisis energética.
Hoy en día no es posible distinguir la información de la propaganda. La propaganda opera en un mundo complejo. La sociedad está fragmentada en múltiples grupos de interés, de aficiones, amigos, familiares, comunidades, ideologías… La función del buen propagandista es generar agregados alrededor de un producto o una idea. La de Libia no es una guerra sino una «operación militar para proteger a los civiles; Fukushima no es una bomba atómica en potencia sino «una enseñanza para mejorar la seguridad de nuestras centrales». Obama es el prototipo del propagandista, comunicador y político en una sola persona, por eso el imperio sigue siendo el imperio. Para que una mercancía funcione en el mercado ha de borrar las huellas del proceso de producción que contiene, decía Marx.
Los nuevos agregados sociales son desmemoriados. Los medios desagregan las resistencias y producen nuevos agregados: voluntades alrededor de un eje común. En general, ese punto común para producir agregados son los sentimientos comunes: repudio de los malvados y solidaridad con las víctimas. Cuando se expone a millones de personas a los mismos estímulos todos reciben las mismas improntas, lo cual no quiere decir que reaccionen de la misma forma. La manipulación es también un juego de probabilidades.
La historia no se repite. La realidad es demasiado compleja e ilimitada. Pero el repertorio de respuestas que damos a los acontecimientos es limitado, por eso el poder estudia a fondo estas respuestas para poder manejarlas según sus intereses. El poder tiene memoria. Nuestra única salvación cuando arrecian las bombas mediáticas es la trinchera de la memoria.
Ocultar y enterrar a las víctimas: el dolor es irreparable
Fuera del espectáculo de los medios sólo está la muerte. La muerte representada no es muerte, es pura representación, aparece y desaparece a conveniencia. Se repite hasta la extenuación o se esfuma sin dejar huella. En la guerra contra Libia las víctimas son propaganda del régimen. En la guerra de Fukushima las víctimas son sólo una posibilidad improbable.
El héroe moderno es el corresponsal o el experto, su objetivo es gestionar a las víctimas ya sean de desastres naturales o de guerras. Un corresponsal curtido selecciona en cada momento lo que conviene o no conviene contar, dosifica y selecciona las víctimas, su número, su procedencia, su verdugo, el momento en que se muestran… Nuestro corresponsal en el terreno, dice Ana Blanco – locutora de los informativos españoles-, nos cuenta cómo viven los libios la ayuda Occidental. Nuestro corresponsal en Tokio acude a un supermercado para informarnos de los niveles de contaminación de las verduras que no son peligrosos para la salud de los japoneses. El héroe humanitario no se distingue del médico, del técnico de comunicaciones, del operador de un tanque. El mismo reportero Óscar Mijallo pasa tanto tiempo al lado de los tanques que bien podría manejar cualquiera de ellos.
La propaganda trata a la sociedad como un todo y trata de localizar las partes más sensibles, los discursos y los sentimientos que movilizarán y los que retraerán la movilización. La identificación con las víctimas y la sensibilidad hacia el dolor ajeno es la piel más sensible de la humanidad por eso desaparecen las víctimas tan a menudo.
Compartir objetivos e intereses: nosotros, colaboradores necesarios
Los medios de comunicación operan un cambio ideológico fundamental, dicen «necesidad» cuando han de decir «utilidad». Cameron contesta a la Liga Árabe que «era necesario bombardear» para crear un espacio de exclusión aérea. Obama señala que el mandato de la ONU autoriza a «cualquier operación necesaria para proteger a la población civil»; el ministro español Blanco dice hacer «todo lo necesario para acabar con una guerra», la oposición del PP constata que es «necesaria una intervención para garantizar la seguridad». Es el mismo lapsus que le lleva al periodista español Mijallo a decir «ellos han comenzado las operaciones militares» cuando quiere decir nosotros.
En la guerra pro nuclear de Fukushima hay una vuelta de tuerca añadida. De la incongruencia que significa en el caso de Libia la necesidad de la guerra para salvar vidas, se pasa a la necesidad del riesgo último de desaparición de la especie a cambio de preservar el nivel de vida: necesitamos morir para poder vivir así. En ambos casos los riesgos se desplazan hacia el futuro, nadie puede prever los daños colaterales y la contaminación ambiental que nos destruirá a todos no es previsible. Decía Ferlosio en sus escritos sobre la guerra «Incoar sospechas sobre lo necesario es menoscabar o minar el pilar ideológico que constituye la coartada moral decisiva de la guerra nueva». Sólo la sospecha, decimos nosotros, fisura la granítica losa mediática. El discurso de lo necesario e inevitable encaja a la perfección en el imaginario del hombre económico que se apropia cada día de nuestros cuerpos: el cálculo racional se naturaliza en forma de dogma invisible. La causa que se persigue está por encima de lo humano. En los dos ejemplos que manejamos es el control de la energía y la preservación del nivel de vida… En el mes de abril «no subirá el recibo de la luz» dice Ana Blanco. Los rebeldes «controlan las zonas petrolíferas» dice Mijallo con una sonrisa.
En el lenguaje del imperio la inevitabilidad es la piedra angular. Alrededor de ella, palabras aisladas, expresiones hechas, imágenes repetidas millones de veces… la dosificación adecuada para que surtan efecto en el momento preciso. Gestionemos el miedo, dicen los expertos en marketing político, modernos propagandistas, que no cunda el pánico. Pánico cuando quieren decir resistencia.
Sin embargo, una manipulación eficaz no se apoya en las mentiras sino en las verdades. Se trata de crear imágenes y circunstancias. El público, en el gran mercado al por mayor de las ideas, encontrará las opiniones que creerá suyas. La propaganda, dice Bernays, es universal y continua y «se salda con la imposición de una disciplina en la mente pública tanto como un ejército impone la disciplina en los cuerpos de sus soldados». En las guerras modernas ya no hay retaguardia. Todos estamos en el frente de batalla. Los medios bombardean en casa. El éxito de los medios de propaganda no está en llamar la atención del público sino en «conseguir su cooperación». La propaganda busca el punto común entre los intereses objetivos del manipulador y la simpatía del público. La aceptación de las centrales nucleares y la aceptación del liderazgo de la OTAN en la guerra contra Libia tienen un punto común de simpatía hacia las grandes corporaciones basado en la creencia de que las centrales nucleares, dada la alta tecnología que requieren, abaratan la energía, la segunda porque el gran consorcio de la guerra está más capacitado para una contienda rápida.
Los políticos ocultan su responsabilidad en el mandato. Las NNUU fueron una de las víctimas de la guerra de Iraq. Ahora tenemos la explicación de por qué sobrevivió una institución que quedó tan desprestigiada en el 2003. La ONU no es necesaria para legitimar una guerra. Es necesaria para desresponsabilizar a los gobiernos a través de sus mandatos. Gracias a NNUU la autoridad moral de emprender una guerra queda desligada de su autoría. Para que haya culpabilidad se necesita que haya responsabilidad pero si no hay responsables no hay culpables. Los aviones no tripulados son la imagen más precisa de las guerras actuales. Por encima de su eficacia bélica está su utilidad simbólica.
Para impugnar la guerra hay que impugnar las formas de lenguaje que le corresponden. Dice Comolli «Nosotros, en las luchas de todos los días, hablamos demasiado a menudo con palabras del enemigo». Los medios nos matan de miedo: el miedo a no disponer de energía o a perder el nivel de vida es más fuerte en occidente que el miedo, diferido, a un desastre nuclear. El miedo a ser marcados como cómplices de un dictador es superior al temor a nuestra conciencia. El miedo del poder es el miedo a que los pueblos dejen de tener miedo. El miedo de los medios es no ser creíbles.
Consideraciones finales
Al final de la película de Siegel, el protagonista, Kevin Mccarthy, se encuentra en un túnel arrastrando a su novia y tratando de mantenerla despierta para que no se convierta en un mutante. Desesperado y conmovido por el sufrimiento de ella, la besa apasionadamente, Dana cierra sus ojos, apenas un instante, un segundo, lo suficiente para que al abrirlos él descubra en la frialdad de su mirada que ya no es su amor. Así le pasa a nuestra conciencia política. Son cientos, miles, los segundos en que bajamos la guardia, pero es suficiente un instante, sólo uno, para que sin darnos cuenta caigamos del lado de la inhumanidad.
Si en los tiempos de relativa calma no hemos sido capaces de construir un discurso propio, de izquierdas, complejo y lleno de matices en relación a los gobiernos, países y sociedades aliadas, cuando estalla la guerra abierta, en los momentos decisivos, aquellos en los que nos ensordece el sonido de las armas, los matices no pueden ser el lastre que nos impida oponernos a la guerra con la contundencia necesaria. La función del intelectual ha de ejercerse por adelantado porque por adelantado es que los medios preparan la guerra. Los acontecimientos son siempre más rápidos que la reflexión que podemos hacer sobre ellos. Decía Umberto Eco que el barón rampante [1] vivía encaramado en los árboles «no para sustraerse del deber intelectual de entender el propio tiempo y participar en él, sino para entenderlo y participar mejor». La función del intelectual está del lado de los matices, las dudas y las ambigüedades. Pero en el campo de batalla no existen los matices, ni las dudas ni las ambigüedades, solo existen los amigos y los enemigos. Por eso, como el momento de la acción requiere que se eliminen los matices: dice Vittorini «el intelectual no debe tocar el clarín en la revolución» [2]. Porque no podemos dejar que nuestros argumentos se conviertan en boomerang que nos decapite haciéndonos correr como zombis siguiendo una extraña luz de verdad a la que nunca tendremos acceso en el presente. Nuestra responsabilidad no está del lado de nuestra buena conciencia, ni de nuestras buenas intenciones, sino del lado de nuestro compromiso político, que por supuesto, también tiene una parte de conciencia moral pero no individual sino colectiva.
Notas:
[1] El barón rampante es una de las novelas de la trilogía del novelista italiano Italo Calvino
[2] Citado por Umberto Eco en «Pensar la guerra», Cinco escritos morales.
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