Comentarios al libro «¿Qué (no) hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios» de Miguel Mazzeo Lo primero es saludar la aparición de este libro de Miguel Mazzeo: «Qué (No) Hacer», que viene a aportar a un debate candente en la izquierda y el campo popular, y en todas aquellas organizaciones y militantes preocupados […]
Comentarios al libro «¿Qué (no) hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios» de Miguel Mazzeo
Lo primero es saludar la aparición de este libro de Miguel Mazzeo: «Qué (No) Hacer», que viene a aportar a un debate candente en la izquierda y el campo popular, y en todas aquellas organizaciones y militantes preocupados en construir, adaptar a la nueva realidad nacional e internacional, o perfeccionar las líneas teóricas y la acción cotidiana confrontativa con el sistema imperante. Debate sobre nodos centrales como son el Estado, el poder estatal, el poder popular , la autonomía, la emancipación, la organización política, entre otras cuestiones, que nos debemos los militantes que, en el fragor de la lucha cotidiana, muchas veces priorizamos la praxis (por ser una necesidad cotidiana) por sobre la teoría.
Me toca a mí coordinar esta mesa, pero no quiero eludir el desafío -grato por tratarse de un autor a quien respeto por su intelectualidad y por su militancia- de aportar modestamente algunas reflexiones críticas a la obra, con el sentido de justificar la existencia de este libro, ya que creo que el mismo se realiza justamente porque incita al debate y a la reflexión.
Uno de los problemas que impregnó (y lo sigue haciendo) a las organizaciones que pugnan por la conquista del poder y los cambios revolucionarios, fue siempre el debate intempestivo, hasta agresivo, cuando no se coincide en las propuestas teóricas; muchas veces -y lo vemos hoy en las propuestas electorales de organizaciones de izquierda- se gasta más verborragia y ríos de tinta en denostar a la organización ubicada en la misma vereda ideológica o de clase, que en pegarle al enemigo de clase.
Esto hace a la ausencia de una verdadera cultura del debate que debería servirnos para acercarnos a la posibilidad de construcción de una herramienta para los cambios, que el mismo Mazzeo reclama, y que -creo yo- necesariamente se dará cuando los que militamos en organizaciones políticas y sociales confrontativas con el capitalismo, depongamos la soberbia de considerarnos cada uno vanguardia intelectual y empecemos a pensar en una síntesis superadora, aún a riesgo de que nuestras propias identidades queden subsumidas en esa superación. Tendrá que abonar también a esta superación el abandono de cierto fundamentalismo de izquierda que vino a generar, sin proponérselo ciertamente, una suerte de stalinismo intelectual.
«Estamos ante una ‘época’, no frente a un ‘acontecimiento’ (14) nos dice el autor al analizar el periodo que tuvo un vértice en los sucesos de 19 y 20 de diciembre de 2001, que, desde la corriente política a la que adscribo, el Partido Comunista, caracterizamos como rebelión popular y nunca como situación prerrevolucionaria; días esos que marcaron la «prefiguración de un nuevo ciclo caracterizado por la desarticulación de la clase dominante y la articulación de las clases populares». Esto, con ser así, no alcanzó para materializar la consigna «que se vayan todos»; el pueblo tuvo la capacidad de echar a un gobierno pero no la de sustituirlo, y la clase dominante rápidamente reconstituyó su andamiaje y retomó las riendas de la gobernabilidad.
El análisis más profundo de esta ‘época’ nos dice que la falta de una alternativa política en condiciones de disputar poder real fue el verdadero drama en esta historia, y que los movimientos sociales y las clases populares, por más articulados que estén, no alcanzan la dimensión necesaria sin la existencia de una herramienta político-social concebida y construida para los cambios profundos. Este es, a mi modo de ver, el meollo principal de los debates necesarios hoy, y que Miguel aborda, tal vez más desde los interrogantes que su reflexión y su práctica le sugieren, que desde una certeza sobre caminos conducentes que, por cierto, ninguno tenemos clarificados en su totalidad. O sea que, a mi modo de ver las cosas, no sólo «falta mucha acción para revertir la derrota social y política del campo popular», como plantea Miguel, sino también construcción político-social, social-política, organización coordinada y en lo posible unificada, y sobre todo construcción homogénea de tácticas y estrategia populares.
Leemos en la pág. 93: «En la actualidad existe el riesgo de reeditar la escisión entre el momento de la política y el de la transición, traducido muchas veces como lo ‘político’ y lo ‘social’, poniendo el énfasis ahora, en la segunda, dejando de lado la cuestión del Estado y el poder (y por lo tanto de la política) para otro momento o negándolos de plano como momento inherentemente maligno». Negar la política es también, por ejemplo, renegar de la participación política en los procesos electorales, con diversos argumentos; lo electoral, visto con ojos marxistas, es una batalla más dentro de la lucha de clases, y estoy convencido de que hay que librarla, más allá de la desigualdad de condiciones y oportunidades.
Pero el quiebre entre lo social y lo político está alimentado por un debate que lleva décadas, por lo menos en nuestro continente, y yo reivindico no sólo la unidad necesaria entre estos dos polos, sino también la existencia de los partidos políticos con pretensiones de capacidades revolucionarias. Claro que a condición de superar la tara de considerarse vanguardia autoproclamada y poder aportar a la construcción de una vanguardia colectiva.
Yo pertenezco a un partido que en su etapa anterior a 1986, se definía en su Estatuto como «vanguardia esclarecida de la clase obrera y el pueblo», lo que lo llevaba a un autismo inconducente y destructivo. Concebir la vanguardia colectiva presupone, de antemano, el sentirse parte y no el todo, y al mismo tiempo saber que no se será vanguardia por autoproclamación o creencia en una superioridad establecida, sino porque las circunstancias de la lucha de clases en un momento histórico dado hace que a determinados destacamentos de la herramienta política alternativa, por su cercanía a la confrontación con el poder o por circunstancias meramente casuales les toca conducir el proceso de rompimiento de los moldes del sistema.
Coincido con Miguel en la necesidad de «una herramienta política que sea el fruto de la construcción de un conjunto de organizaciones populares que no resignan su autonomía en el acto de creación de la misma». Pero cuando afirma: «Debemos apostar a un proceso de constitución de los sectores populares en fuerza política», yo agrego, entendiendo por sectores populares también a los partidos políticos de la izquierda y el campo popular. Y el no resignar su autonomía -por parte de las organizaciones populares-, no significa caer, como el mismo autor plantea (64) en «El autonomismo extremo, en pos de la preservación de una supuesta pureza (que) se desentiende de las luchas libradas por organizaciones de la izquierda tradicional o de otros espacios del campo popular, cuando no las repudia directamente». Estas actitudes también son parte de ciertos fundamentalismos dañinos.
Miguel concede que (137) «son necesarias las instancias políticas ‘extraordinarias’ como momento y no como exteriorización fija y especializada en el ejercicio del poder». Esta idea de pensarlas como ‘momento’ nos lleva al debate sobre el centralismo.
El autor se pregunta: «¿No es factible un poder socializado, horizontal, democrático, que conviva con un mínimo de centralización coyuntural y efímera…?» Casi como para aceptar bancarse un mal necesario es que lo hace pensar en que dicho atributo tiene que ser coyuntural y efímero.
Aún en la etapa de preparación hacia el poder y de disputa del poder, la necesidad del atributo del centralismo, sin negar las autonomías y horizontalidades de los integrantes del movimiento, justifica la forma de ser partido o fuerza política. Un Partido revolucionario debe tener como atributos indispensables capacidad logística clandestina, capacidad financiera y capacidad de información sobre el enemigo (este último concepto en función no sólo de las planificaciones previas a los objetivos a conquistar, sino también en relación a lo que Miguel ubica como una de las típicas patologías de los intelectuales iluminados: la falta total de conciencia de los objetivos del enemigo), estos entre otros atributos; y esto no se puede construir en el clima democrático horizontal de un frente o movimiento pluriorganizacional. Esto no significa denostar la democracia; los marxistas utilizamos la categoría del centralismo democrático para resolver la ecuación, más allá que, trágicamente, el C-D se utilizó, históricamente, en muchos casos, coercitivamente al interior de las organizaciones.
Por eso mismo coincido con Miguel en que «un desafío para la izquierda y el campo popular es pensar la complementación de formas centralizadas (siempre adecuadas al momento histórico) con otras no centralizadas, con organizaciones no institucionales, flexibles, traslaticias, diseminadas en el barrio, en la calle, en cada casa y, a veces, inubicables». Aunque cabría agregar aquí que imaginar un movimiento pluriorganizacional flexible que sea efectivo en términos de acumulación, aún con esos atisbos de semiclandestinidad que le da el atributo de inubicable, requiere el atributo de homogenización en el sentido de objetivos de construcción de poder popular y de tener claro el camino hacia la disputa por el poder estatal.
El autor plantea que (140) «La emancipación (o la autonomía) no pueden pensarse sin resolver la cuestión del poder estatal. Muchas orientaciones, en perspectiva socialista, solamente podrán desarrollarse una vez resuelta la cuestión del poder estatal. La autogestión, el autogobierno, sin ir más lejos».
Por eso la importancia de resolver el tema del poder. Lenin, en 1922, planteaba que el poder estatal era el poder de los soviets más la electrificación. O sea el poder de la herramienta -movimiento de soldados, obreros y campesinos -en aquel caso-, más el desarrollo de las fuerzas productivas en Rusia. Pero Lenin también planteaba la dictadura del proletariado como forma de triunfar en la lucha de clases desde el poder. En la actualidad, en esa etapa, habrá que pensar no en términos de dictadura del proletariado, creo, sino de dictadura del sujeto pueblo, con centralidad en la clase obrera. Dicho de otra forma, con palabras de István Meszáros reproducidas en el libro del que estamos hablando: (48) «los varios sectores del trabajo fragmentado y dividido internamente necesitan de la protección del Estado durante un período prolongado después de la revolución, no sólo contra las antiguas clases dominantes sino también contra cada otro de los ubicados dentro del marco de la división social precedente… Así, paradójicamente, ponen a existir y mantienen en existencia a lo largo de todo el proceso de la reestructuración radical un poder ejecutivo fuerte sobre ellos mismos».
Y la herramienta que conquistará el poder, que luego lo sustentará, tendrá que ser una construcción original, una Alternativa política de nuevo tipo, un nuevo movimiento histórico superador de las individualidades orgánicas que lo integren, que incluya a grandes y pequeños movimientos sociales, grupos y personalidades y partidos políticos obreros, revolucionarios y hasta progresistas.
Al decir del húngaro István Meszáros, en su trabajo «Los desafíos históricos ante el movimiento socialista», «La constitución urgentemente necesaria de la alternativa radical al modo de reproducción del metabolismo social del capital no ocurrirá sin un re-examen crítico del pasado. Es necesario examinar el fracaso de la izquierda histórica en concretar las expectativas optimistas expresadas por Marx cuando postuló, en 1847, la asociación sindical y el consecuente desarrollo político de la clase trabajadora paralelamente al desarrollo industrial de varios países capitalistas».
Esto es así. Debemos ser profundamente críticos y autocríticos; revisar los errores y los horrores, pero no tirar el agua sucia de la batea con el chico incluido. Los nuevos movimientos surgidos en la lucha contra el neoliberalismo vienen aportando mucho para repensar en nueva clave la construcción de alternativa; pero los viejos movimientos, en particular el movimiento obrero y los partidos obreros y revolucionarios tiene para aportar desde las experiencias de cómo organizarse, de cómo difundir sus concepciones, de cómo ligarse con fuerzas afines, de sus derrotas y desde sus propias reformulaciones.
Dice más atrás de la cita leída, Meszáros: «Lo que está absolutamente claro a la luz de nuestra experiencia histórica es que solamente un movimiento de masas genuinamente socialista será capaz de contener y derrotar las fuerzas que hoy empujan a la humanidad hacia el abismo de la autodestrucción».
Ese es el desafío actual. Para que podamos construir un movimiento de masas genuinamente socialista, abarcativo, profundamente democrático y contenedor de las innumerables identidades existentes, capaz de emanciparnos, deberemos apelar a todo lo acumulado en la experiencia de la lucha de clases. Pero además, creo, debemos responder a la exigencia teórica de definir qué entendemos por socialismo hoy, en los comienzos de este siglo XXI, que no será igual a ninguno de los modelos que conocimos en el pasado. Basándonos, a mi modo de ver, en la producción intelectual marxista, desde los clásicos hasta los nuevos teóricos, marxistas y no marxistas, que aportan a una visión revolucionaria desde la modernidad del siglo XXI.
Por último quiero decir que en la tercera fase del imperialismo que estamos soportando, según Meszáros, la del imperialismo global hegemónico, en el que Estados Unidos es la fuerza dominante, hay que pensar cada vez más en términos de revolución también global; volver a las viejas banderas bolcheviques de la revolución mundial, lo que traducido a nuestra realidad más cotidiana se entiende como revolución continental. Hugo Chávez nos decía a una delegación del Congreso Bolivariano que lo entrevistamos allá por el año 2000, hablando de lo que él entendía y entiende por revolución bolivariana, que si ésta se quedaba encerrada entre las fronteras venezolanas, se moriría, no tendría futuro; él pensaba en términos de la verdadera integración, de la Patria Grande. Concebir una revolución continental (lo cual no significa que sea la suma de revoluciones simultáneas; revolución continental como lo fuera la primera, la de nuestra primera independencia, es ponerse a pensar en cómo vamos a hacer para construir ese enorme movimiento continental conformado por las expresiones sociales y políticas antineoliberales, anticapitalistas, capaz de concretar la tarea. No sé cómo será ese camino de acumulación de conciencias y de organizaciones, pero sí estoy seguro de que la única manera de que ese instrumento tenga éxito, es que no quede nadie afuera entre aquellos que soñamos y nos comprometemos por los cambios profundos que podemos sintetizarlos en la palabra revolución.
Libros como el «Qué (no) Hacer» de Miguel Mazzeo, abonan en esta búsqueda y sirven con creces al debate necesario.
¿Qué (no) hacer? (apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios) de Miguel Mazzeo (Antropofagia, Bs. As., 2005, 151 pp.)