La ciencia política tuvo a bien, en su evolución, dejar sentado el concepto de Estado en su más estricta e irrefutable acepción. Resume la esfera de lo público. Y bajo la avanzada concepción de Gramsci es la «sociedad política totalizadora» en la cual deben concurrir cuatro elementos imprescindibles que constituyen esta categoría: el pueblo que […]
La ciencia política tuvo a bien, en su evolución, dejar sentado el concepto de Estado en su más estricta e irrefutable acepción. Resume la esfera de lo público. Y bajo la avanzada concepción de Gramsci es la «sociedad política totalizadora» en la cual deben concurrir cuatro elementos imprescindibles que constituyen esta categoría: el pueblo que es su elemento humano, el territorio como su entorno físico, el poder político que es la facultad de mando sobre la sociedad, y la soberanía que es su capacidad de auto gestionarse.
Siendo el Estado la sociedad política totalizadora, es decir un germen natural del totalitarismo, Gramsci nos proveyó del antídoto más eficaz en teoría y convincente en la práctica: la sociedad civil, que es el germen natural de la democracia, allí de donde emergen las corrientes de reforma ética e intelectual para transformar el Estado desde la cotidianidad de las necesidades culturales y domésticas, allí donde es posible hallar la genuina esencia de un (todavía hoy) hipotético «Estado comunitario» como efecto estatal de una articulación racional y emotiva entre la sociedad política (esencia estatal) y la sociedad civil (esencia comunitaria).
El exceso de racionalismo que despliega la sociedad política (el Estado) para imponer su dominio sobre las subalternidades refugiadas en la sociedad civil (la Comunidad), que a la vez reaccionan con naturales apasionamientos ante realidades políticas como el prebendalismo y tantas otras formas de arbitrariedad y corrupción, da lugar a un escenario de crisis general estructural: crisis de hegemonía, crisis de liderazgo, crisis de instituciones. Corresponde en estas coyunturas la definición de discursos alternantes, es decir la formación de renovadas corrientes de opinión pública capaces de delimitar y aislar los ámbitos absorbentes de la sociedad política en decadencia (la gestión pública prebendalizada y sus eternas partidrocracias), frente a la emergencia de renovación ética y moral gestada desde la sociedad civil como protagonista de una acción comunicativa en el sentido de Habermas.
La comunicación es una vía expedita para lograr el efecto estatal de las emergencias éticas y renovadoras de la sociedad civil (fuerza comunitaria), frenando las pulsiones totalitarias y corruptas de la sociedad política (fuerza estadólatra).
Para los comunicadores inmersos en este conflictivo proceso el dilema es simple: o trabajas convalidando los mensajes dominantes de la sociedad política (con toda esa carga de autoritarismo, sectarismo y desinformación), o militas en la sociedad civil contribuyendo con transparencia informativa a la constitución de un discurso contra-hegemónico y auténticamente renovador. Para los periodistas, que somos trabajadores del conflicto por excelencia, este dilema pone a prueba de fuego nuestra calidad ética y profesional.
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