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El debate político de fondo por la aplicación de la nueva norma

Los tiempos de la ley de medios

Fuentes: Revista Debate

La disputa por la aplicación de la nueva ley de medios es y será de carácter político. Después del fallo de la Corte Suprema, que fulminó la insólita medida cautelar solicitada por una diputada y aprobada en un juzgado de Mendoza, quedarán las demandas puestas en marcha por las empresas concretamente afectadas con relación a […]

La disputa por la aplicación de la nueva ley de medios es y será de carácter político. Después del fallo de la Corte Suprema, que fulminó la insólita medida cautelar solicitada por una diputada y aprobada en un juzgado de Mendoza, quedarán las demandas puestas en marcha por las empresas concretamente afectadas con relación a artículos puntuales de la norma. Puede esperarse que, como han venido haciendo hasta ahora, los multimedios -cuyas propiedades exceden largamente los límites establecidos por la ley- seguirán intentando «ganar tiempo».

Ahora bien, el tiempo que podrían ganar no puede estimarse en términos exclusivamente económicos. Son, ante todo, tiempos políticos. Conciernen a la posibilidad de producir un vuelco definitivo en la correlación de fuerzas en contra del Gobierno, que permita la reversión de la medida y, más aún, de toda la orientación política estatal. Hasta hace relativamente poco tiempo, parecía que esos tiempos serían inexorablemente cortos. Se insinuaba que ni siquiera habría que esperar a la elección presidencial de 2011: la nueva composición del Congreso sería la punta de lanza para un paulatino estrechamiento de los márgenes de la gobernabilidad y la única forma de llegar a 2011 sería la de las concesiones ilimitadas y el abandono total del rumbo emprendido en 2003.

Esas presunciones no se cumplieron. En la superficie, la causa parece ser que el conglomerado opositor no tiene la solidez necesaria para imponer sus mayorías en el Congreso. Abstenciones y votos inesperados permitieron al oficialismo avanzar con temas conflictivos como la utilización de las reservas para el pago de la deuda y la designación de Mercedes Marcó del Pont al frente del Banco Central. En el Senado, particularmente, existe un grado de imprevisibilidad que baja los ritmos en los que se desarrolla la ofensiva opositora.

Pero, desde una mirada un poco más profunda se puede apreciar que detrás de las peripecias opositoras en el Congreso hay un clima de opinión en proceso de cambio. Y ese cambio de clima tiene un vértice: la erosión de la credibilidad de los grandes medios de comunicación y la aparición de nuevas voces y nuevas interpretaciones en el centro de la escena. Es grande, en ese sentido, la influencia de la estrategia adoptada por el grupo Clarín. Embarcado en la confrontación total con el Gobierno, el multimedios más grande del país ha decidido sacrificar la línea editorial pragmática y negociadora que sostuvo como respaldo del desarrollo empresario logrado en las tres últimas décadas. Es imposible encontrar en sus comentarios una frase que signifique elogio o valoración de la gestión del Gobierno. Hasta las noticias que dan cuenta de logros gubernamentales están expuestas en un tono que los relativiza o, lisa y llanamente, los descalifica. Es un lenguaje periodístico que lo reduce todo a expresar a los enemigos del Gobierno, definitivamente asumidos como tales, y genera lógica desconfianza entre quienes no tienen un juicio tan categórico.

En los últimos tiempos, el Gobierno ha decidido librar la batalla comunicativa con armas más eficaces. El programa televisivo 678 es el eje de ese dispositivo y lo comprueba el hecho de que los grandes medios privados se han visto obligados a aceptarlo como interlocutor, aunque más no sea para descalificarlo. Suena un poco patética la acusación de parcial y tendencioso lanzada a ese ciclo por personajes que, hace tiempo, abandonaron todo atisbo de objetividad periodística. Es discutible que 678 forme parte en horario central de la programación del canal público de televisión, pero no tienen todos los papeles en regla para impugnarlo aquellos que explotan una situación dominante de carácter oligopólico para manipular a la opinión pública sin muchos pruritos éticos (como, por ejemplo, el respeto por la verdad). Lo que desquicia el mapa mediático argentino no es un programa de la TV pública que apoya al Gobierno, sino la desmesurada concentración de recursos en manos de un muy reducido grupo de propietarios.

En esta lucha por «ganar tiempo» que ahora atravesará la ley de medios, es muy importante el tipo de argumentos que se emplee, así como las acciones políticas que los sustenten. Los grandes multimedios procuran ganar para sí el lugar de los derechos, desde una perspectiva democrático-liberal.

La ley apuntaría, según ellos, a uniformar la opinión en un sentido favorable al actual Gobierno, lo que la convertiría en un instrumento autoritario. Aparece entonces la tentación de una respuesta que eluda el terreno de la comprensión liberal de los derechos y lo reemplace por el planteo de cuestiones sustantivas. Es decir, la denuncia de cuáles son los intereses reales de los grupos, cuáles han sido sus comportamientos políticos a lo largo de los años y cuáles sus objetivos actuales.
El problema de esa argumentación es que lo que se discute no es la probidad de esos empresarios ni la justicia de sus objetivos sociales, sino algo aparentemente formal que termina siendo fundamental. Se discuten las condiciones de competencia por el espacio comunicativo; no se impugna el derecho a la propiedad, a la actividad empresaria ni a la adopción de tal o cual línea editorial, sino la posición dominante de mercado que permite un lugar de emisión formativa de opinión con fuertes tendencias a la uniformización y, al mismo tiempo, obtura la aparición y desarrollo de nuevas voces y nuevos sentidos. Es decir, la ley es profundamente democrática no porque impugne contenidos reaccionarios o trayectorias dudosamente republicanas; lo es porque expande el pluralismo y deshace concentraciones monopólicas.

La ley forma parte de un capítulo central de la discusión sobre la democracia. Un capítulo que tiene alcance mundial. Si la democracia es el poder de las mayorías y el resguardo de la libertad de todos, su calidad es inseparable de la manera en que se forma la opinión de las mayorías y de la manera en que se ejerce la libertad de expresión.

Usando el lenguaje de Isaiah Berlin se podría decir que la discusión concierne a la libertad negativa («libertad respecto de»), que significa la inexistencia de opresiones externas, ante todo la del Estado, a la voluntad de los individuos, y a la libertad positiva («libertad para»), que tiene que ver con las condiciones que tienen las personas para desarrollar sus proyectos, para ser, en palabras de Berlin, «sus propios dueños».

Para asegurar la práctica del derecho a la libertad de expresión, los Estados no pueden simplemente ponerla a salvo de interferencias externas opresivas; están obligados a crear condiciones para que esa libertad se concrete. No es menor el impulso que da la ley aprobada al nacimiento y desarrollo de medios de comunicación en manos de organizaciones sociales. Bien reglamentado y aplicado, ese capítulo puede ser de capital importancia para la profundización de la democracia y la puesta en crisis de las tendencias a la uniformidad ideológica y estética que constituyen amenazas reales a nuestras democracias.

Será decisivo que se pueda situar el debate en términos de fortalecimiento democrático, más allá de los cálculos electorales y de la suerte de un gobierno. Si eso se logra no les servirá de mucho a quienes defienden intereses monopólicos «ganar tiempo».

Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/2010/07/02/3021.php