Ha concluido la agonía, y Mauricio Macri es el nuevo Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Venció por amplio margen en las dos vueltas electorales, consolidando una ventaja de más de veinte puntos porcentuales. También ostenta una significativa presencia en la Legislatura de la Ciudad, donde cuenta con 28 de los […]
Ha concluido la agonía, y Mauricio Macri es el nuevo Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Venció por amplio margen en las dos vueltas electorales, consolidando una ventaja de más de veinte puntos porcentuales. También ostenta una significativa presencia en la Legislatura de la Ciudad, donde cuenta con 28 de los sesenta escaños. El triunfo de Macri coincide con una mala racha de elecciones provinciales para el gobierno, cuyos aliados han salido derrotados en Misiones, Neuquén, Río Negro y Tierra del Fuego. Pero la dimensión nacional de la victoria del acaudalado magnate tiene más de una faceta que mostrar todavía, y sería interesante posponer su análisis -ya habrá oportunidad- para poder examinar primero las razones de su claro triunfo en una ciudad con una antiquísima tradición de fuerte presencia progresista.
Indudablemente, la victoria de Mauricio Macri se inscribe en un tiempo más largo que el de la campaña electoral, en un proceso de crecimiento electoral continuo durante los pasados cuatro años. Su crecimiento exponencial obliga a desplazar el ángulo de la explicación, desde la burda inculpación a la ciudadanía, muy común en ciertos referentes periodísticos del progresismo porteño, hacia un acercamiento interesado por las razones de su conducta electoral. Sin embargo, dicho acercamiento no puede limitarse a la transferencia de culpas desde un lugar -digamos, la ciudadanía- hacia otro -esto es, la conducción política-[i]. Existen, como veremos, otras razones, que conforman procesos de media duración en la historia reciente de nuestro país.
El eje de mi propuesta interpretativa reside en reconocer que la victoria de Macri no es tanto -ni únicamente- el producto de una derechización del electorado como el resultado de un triple proceso, económico, político y sociocultural, proceso que Macri reconoció y supo aprovechar a través de su marketing político. Refleja un complejo proceso social en la medida en que las tasas «asiáticas» de crecimiento de nuestro país en los últimos años no han impactado de igual modo en las economías regionales y en la Ciudad de Buenos Aires. En este último distrito se combinan al mismo tiempo, ya con anterioridad a la crisis de 2001, el producto más alto por habitante y la mayor desigualdad social -medida como capacidad de acceso a ese producto- de todo el país.
Más aún, dicha desigualdad, reflejada por ejemplo en la persistencia de un relativamente alto índice de desempleo, no impacta de igual modo en todos los estratos sociales, sino que golpea especialmente a los estratos medios -y particularmente a la llamada «clase media – media»-, base social tradicional del progresismo radical, socialista y de izquierda[ii]. El hecho de que la fuerte reducción del desempleo a nivel nacional -casi doce puntos porcentuales en tres años- beneficie principalmente a los sectores más pobres, no podía dejar de incidir, a mi juicio, en las preferencias políticas de una ciudad donde el grueso del electorado pertenece a una condición social y cultural superior, aunque relativamente desfavorecida por las políticas económicas y sociales implementadas desde el gobierno.
También incide, desde luego, la fragmentación de los partidos políticos tradicionales, y con ellos, de las identidades políticas y los sistemas de valores asociados a ellas. Esta fragmentación tuvo sus inicios en los años noventa, con la aparición del FREPASO, la Alianza y la crisis en el liderazgo del PJ, donde se enfrentaron Menem y Duhalde. Pero, sin dudas, el proceso de fragmentación de las identidades políticas, y su refundición en nuevos espacios con líneas muchas veces confusas tuvo su pico más alto en 2001, tras la caída de Fernando De La Rúa. Esta crisis de representatividad afectó especialmente a las grandes ciudades, donde anclaba el viejo bipartidismo, y generó una fuerte dispersión del voto -especialmente, del voto radical- y un resurgimiento de alternativas locales con amplio margen de maniobra en lo ideológico[iii].
Una consecuencia de la crisis de representatividad de los partidos políticos tradicionales ha sido la aparición de una corriente de electores con una actitud de neto corte «antipolítico», cuyo origen indudablemente se remonta al «Que se vayan todos», pero que, precisamente por no encajar en un proyecto opositor coherente, termina en la impotencia y la negación proyectiva. Esta negación ha servido, paradójicamente, a los intereses de la «nueva derecha audiovisual» que Macri representa, pues ha colocado en el sentido común una serie de tópicos funcionales a su discurso. Para Nicolás Casullo,
«El cambio de Macri fue acentuar una identificación con la antipolítica, adecuándose al sentido común imperante neoliberal, y acentuar el fetiche de que la política no es conflicto, no es confrontación, sino un mundo de empleadores que emplean y empleados que trabajan […] Esto sería lo nuevo en la cultura, una derecha idealizada, bucólica, que le dice basta al conflicto […] Macri acentuó todas esas variables y sus propios afiches enmarcan esta mirada despolitizante. Él manda esta suerte de mensaje sublimizar, que forma parte de una lógica de mercado triunfadora, que piensa que el conflicto es un obstáculo que puede tranquilamente no existir»[iv]
En tercer lugar, debe mencionarse el fracaso político de los referentes del progresismo porteño -Aníbal Ibarra, Jorge Telerman, Daniel Filmus- en gestionar los recursos de la ciudad de modo adecuado al reclamo ciudadano. Hay que tener cuidado con las nuevas palabras[v]. En mi caso, cuando me refiero a un término tan elíptico como «gestión», no estoy pensando en una conducta aséptica, mensurable puramente en términos de tipo empresarial, como «eficiencia». Me remito a una actividad eminentemente política, inherentemente conflictiva, que incluye una batalla por las ideas y por el discurso que impregna el sentido común de los habitantes de un distrito, un conjunto de reglas que norman el juego de poder, y una serie de intereses que se presentan como legítimos invocando derechos individuales de los cuales encarnan la más pura negación.
Motorizada por los medios de comunicación adictos al empresario, que instalaron como seudo – problemas cuestiones tan diferentes y complejas como la salud, la educación, la basura, el transporte y la seguridad, contando con la complicidad de un candidato que no se cansó de ofrecer, para tales problemas, soluciones completamente inviables, se fue instalando la imagen de una administración inoperante, incapaz de tomar las decisiones necesarias para sacar la ciudad adelante.
Insisto en esto: si la victoria de Macri en la esfera pública fue siquiera posible, más allá de la responsabilidad de los medios, debe señalarse aquella propia de quienes gobiernan la ciudad desde 1999, y que no fueron capaces de reaccionar ante la campaña neoconservadora en tiempo y forma. El ámbito donde la victoria de Macri fue más rotunda fue precisamente el de la imposición cultural de ciertos tópicos y significados como parte de un sentido común, en parte preexistente -prefigurado en los procesos anteriormente analizados-, pero que también es, en cierto modo, su criatura[vi]. De este modo, el candidato de PRO estuvo en condiciones de redefinir la disputa por la Ciudad en un tono vecinalista, divorciado de todo aquello que la figura de Mauricio Macri representa.
Macri, con la ayuda innegable de los medios masivos de comunicación, impuso un discurso auto – referencial, cerrado sobre sí mismo, en el cual no quedaba lugar para el análisis del pasado, para la comparación de proyectos y modelos de país, o para el debate de naturaleza ideológica. En el novedoso campo semántico que el candidato de PRO impuso, las reglas del juego eran simples y excluyentes: las referencias a su pasado resultan un simple agravio[vii] -reducido a la figura de «campaña sucia»-, la comparación de proyectos deviene una tarea ardua, demasiado abstracta, y engañosa, y la ideología, sencillamente, no existe[viii].
De este modo, el macrismo determina, con mucha habilidad, de qué se puede hablar, y viceversa. Instala la idea de «gestión» como un proceso aséptico, donde las cosas están «bien», o están «mal», categorías que eliminan el contenido político de una administración. Instala la idea de «nueva política», un espacio donde no hay lugar para la «agresión», porque «no es pro», y se presenta como su representante privilegiado. De este modo, Macri elude casi explícitamente toda forma de debate y anuncia un gobierno poco predispuesto a la deliberación. Finalmente, el macrismo introduce la idea de «cambio», un proceso que, de modo amenazante, advierte que «nadie podrá frenar». Por supuesto, él es el referente de ese cambio, el encargado de garantizar el bienestar general, frente a fórmulas políticas oxidadas en la gestión de la ciudad.
Desde el punto de vista político, el triunfo de Macri se inscribe también en una perspectiva de larga duración, pues insinúa como posible el cierre de la brecha entre clase dominante y clase gobernante, abierta casi un siglo atrás con el desmoronamiento del orden conservador. En efecto, Macri no es, estrictamente hablando, un representante del bloque dominante, sino un miembro del mismo, personalmente interesado en la consecución de sus objetivos. Con Macri, la clase dominante juega su carta más fuerte: prescindir de la elite política que gobierna el país desde la restauración de la democracia en 1984, pero al mismo tiempo integrar a los diferentes actores a través de los cuales dicha elite canalizó su participación política en el pasado -como la Iglesia- dentro del régimen democrático. Si bien esto garantiza cierta estabilidad política, y augura la definitiva integración política de esa derecha siempre reacia al régimen democrático en el marco del sistema de partidos, también es cierto que se presenta como una amenaza casi tan peligrosa como un golpe militar.
En efecto, una de las claves de la autonomía relativa del Estado capitalista, teóricamente hablando, estriba en la separación de las instancias «política» y «económica», detentadas antes en solitario por la propia clase dominante. Esto significa, bajo un régimen democrático, que los referentes máximos del Estado no pertenecen directamente a los conglomerados de intereses que inevitablemente representan, sino que actúan en su nombre. Esto permite muchas veces a la dirección política de la sociedad tomar medidas que van, aparentemente, contra los intereses inmediatos de las clases dominantes -por ejemplo, las retenciones a las exportaciones-, pero que en el fondo garantizan el funcionamiento del sistema en su conjunto, respondiendo, de este modo, a sus intereses de largo plazo. Pero cuando la clase dominante asume por sí misma el mando político, sin contentarse con el dominio económico, dicha autonomía relativa desaparece, y con ella las perspectivas de largo plazo.
No deja de ser llamativo que, precisamente cuando el Estado argentino comienza, tras casi treinta años, a despegarse de las gruesas amarras que lo entregaban en bandeja al control cotidiano de los sectores dominantes -me refiero principalmente a la deuda externa- y en un contexto en el cual no aparecen alternativas políticas confiables en la oposición, la propia clase dominante evalúe salir al ruedo para luchar por la dirección política de la sociedad. En ese sentido, la victoria de Macri también se presenta como una jugada destinada a resolver cuestiones de largo plazo, la principal de las cuales reside en la integración de la derecha política -y de quienes, económica y socialmente hablando, pasan por ser sus representados- al juego democrático.
Macri ha vencido en la ciudad. Cuenta con el aval de la mayoría de los porteños para llevar adelante su programa, y tiene la presencia que necesita en la Legislatura. Esto es indiscutible, pero, precisamente por ello, su mayor fuerza tal vez sea su mayor debilidad. Ahora que ha vencido, debe demostrarnos que es capaz de gobernar, algo infinitamente más complejo de lo que él quisiera.
[i] En un comunicado de circulación interna a su agrupación política, al cual he tenido el privilegio de acceder pese a no integrar su proyecto, el diputado Claudio Lozano se ha expresado del siguiente modo: «El hecho de que Mauricio Macri haya obtenido en primera vuelta un 46 % (más que en el ballottage de 2003) no puede resumirse sólo bajo la simpleza de la derechización del electorado. Está claro que parte de esos votos se construyeron como rechazo o castigo a esta suerte de «progresismo trucho» que ocupara las dos últimas gestiones de gobierno en la Ciudad de Buenos Aires». Comunicado del Movimiento por Buenos Aires – Partido Buenos Aires para todos: «A todas y todos los que confiaron en Buenos Aires para todos», 05/06/07. Claro que Lozano, como buen ejemplar de la «política criolla», no incluye en su sesudo análisis político una autocrítica, ya que él mismo debe su condición de diputado al mismo «progresismo trucho» que vitupera, y al que perteneció por años sin chistar.
[ii] «La mayoría de los desocupados pertenece a hogares de clase media», en Clarín, 19/06/07. Según las cifras del Ministerio de Economía, el 57 % de los desocupados en todo el país son de clase media, y un 66,66 % pertenece a los hogares de la «clase media – media». Esto sucede porque los nuevos empleos creados al calor de la recuperación económica presentan condiciones precarias de trabajo, que los vuelven menos atractivos. No es difícil proyectar cifras similares para la Ciudad de Buenos Aires, especialmente acosada por la polarización social.
[iii] Véase la nota al sociólogo Marcelo Leiras, en Página 12, 10/06/07.
[iv] Nicolás Casullo: «Antipolítica neoliberal», en Página 12, 10/06/07.
[v] Sobre este tema, véase Russo: «Ojo con las nuevas palabras», Página 12, 16/06/07.
[vi] Es interesante el balance de Luis Bruchstein: «Culturas», en Página 12, 23/06/07.
[vii] Un análisis detallado del tema, en Russo: «Macri no agrede a nadie, eh?», en Página 12, 10/06/07.
[viii] Uno de sus referentes intelectuales, el mercenario Alejandro Rozitchner -una figura patética, que demuestra que la valentía intelectual no es un rasgo hereditario- llegó a afirmar, en un dantesco decálogo, que «la ideología es el refugio de los incapaces (o aún peor, la coartada de los corruptos)», para luego agregar que «la derecha no existe, es un término con el que la izquierda intenta correr a quienes no se suman a su visión retrasada del mundo». Véase la crítica de Sandra Russo: «Ojo con las nuevas palabras», en Página 12, 16/06/07.