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Marzo de 1976. Dinero y fusiles «rehaciendo» a la sociedad argentina

Fuentes: Rebelión

A treinta años del golpe de estado del 24 de marzo de 1976, una de las preguntas que debe plantearse es acerca de las razones que impulsaron a las FF.AA y sus aliados, no sólo a dar el golpe, sino a desarrollar el tipo de políticas que pusieron en práctica.Sin duda una vía de comprensión […]

A treinta años del golpe de estado del 24 de marzo de 1976, una de las preguntas que debe plantearse es acerca de las razones que impulsaron a las FF.AA y sus aliados, no sólo a dar el golpe, sino a desarrollar el tipo de políticas que pusieron en práctica.

Sin duda una vía de comprensión se encuentra en el contexto mundial de la época. En los últimos años 60 y primeros 70, tocaba a su fin un cuarto de siglo signado en el mundo capitalista por el crecimiento económico sostenido, por la vía del desarrollo del mercado interno y los altos salarios. Los empresarios tenían obstáculos crecientes para seguir incrementando la productividad frente a sindicatos unificados y poderosos; y masas trabajadoras que habían aprendido a convertir los condicionamientos del «fordismo» en medidas para la defensa de sus intereses. La universalización de las prestaciones sociales comenzaba a ser vista como una amenaza para la rentabilidad de las empresas…

El incremento explosivo de los precios del petróleo desencadenado por la «cartelización» de los proveedores tercermundistas del fluido, y el déficit de la balanza comercial norteamericana contribuyeron a hacer más complejo el panorama.

La segunda posguerra había sido marcada por sucesivas victorias de movimientos de liberación nacional, muchos de ellos definidos luego como socialistas; de China a Argelia, pasando por Cuba. Esa tendencia se había acentuado en los sesenta y primeros setenta (el que se sintetiza como el «Mayo Francés»), para culminar con un movimiento que si bien no desembocó en un proceso revolucionario triunfante, sacudió las bases políticas y culturales del orden social tradicional en el mismo centro del poder capitalista, y alentó una renovación en el campo de la izquierda mundial.

Las usinas de pensamiento del poder mundial comenzaron a movilizarse buscando el sendero para una contraofensiva que sacara al orden capitalista de su situación de crisis cada vez más integral, de su pérdida de prestigio en todos los órdenes. Desde los teóricos militares que delinearon la estrategia de «guerra contrarrevolucionaria» poniendo énfasis en las batallas en el terreno de la cultura, pasando por las doctrinas económicas que sólo años después comenzarían a llamarse «neoliberalismo», y las concepciones de Samuel Huntington en cuanto a la necesidad de «restringir» los límites de la democracia de modo de socavar las bases de movimientos contestatarios, germinaba una respuesta que pretendía restaurar a pleno la vigencia de los postulados originales del capitalismo, al tiempo que infligir una derrota estratégica a quienes militaban por una revolución socialista.

En América Latina se vivía ese momento histórico con particularidades y tiempos diferentes. En Chile y Uruguay; dos procesos que parecían marcar la posibilidad de una transición socialista por vía pacífica dieron lugar a golpes militares que triunfaron, sin enfrentar resistencias eficaces, e impusieron dictaduras sanguinarias. Las guerrillas de los 60′ habían terminado casi todas en derrotas sangrientas.

En Argentina el proceso de radicalización estaba vigente, pero dando síntomas tanto de debilidad propia, como de la decisión y carencia de límites por parte de sus enemigos. La Doctrina de la Seguridad Nacional estaba alcanzando un nuevo estadio de aplicación, con EE.UU alentándolo, consciente del riesgo de catástrofe. El «estado de bienestar», las políticas dirigistas de tipo keynesiano, y más en profundidad, toda la organización «fondista» de la producción y el consumo empezaban a ser cuestionadas, aún en la versión precaria y periférica que habitaba a paises como Argentina.

Tampoco puede comprenderse la dictadura iniciada el 24 de marzo, sin tomar en cuenta sucesos desencadenados durante el gobierno anterior. Se marchaba a una confrontación cada vez más abierta entre proyectos diferentes; que se simplifican y radicalizan en la medida que el encarnado en José Gelbard y el propio Perón, de retomar la senda de crecimiento relativamente autónomo emparentada con el primer peronismo aparece como inviable y buena parte de sus sostenedores se pliegan a una perspectiva regresiva y represora. La «misión» Ivanissevich y el rectorado de Ottalagano en la UBA fueron, ya en 1974, el preámbulo de las políticas educativas y culturales de la dictadura. Los planes económicos de Celestino Rodrigo y luego de Adolfo Mondelli, señalaron el comienzo de los intentos de imponer la «economía de mercado», que Martínez de Hoz llevaría a cabo poco después, ya en dictadura. La Triple A y otras organizaciones paramilitares iniciaron una masacre de militantes populares que el decreto del presidente interino Luder disponiendo la «aniquilación» de los «subversivos» convirtió en política pública.

El antes y el después de 1976 vinieron a articularse como parte de una embestida contra los trabajadores y las clases populares, la que rebasó lo coyuntural para proyectarse en una perspectiva estratégica, que pretendía atacar a la «subversión» no en sus efectos sino en sus causas, incluyendo al frente de estas últimas la existencia de una clase obrera numerosa, concentrada espacialmente, y con altos niveles de organización; a la que se pretende dispersar, debilitar y neutralizar en términos políticos e ideológicos. La dictadura no se instaura sólo para realizar el plan del ministro de Economía Martínez de Hoz, sino que pretende realizar una «reestructuración» de la sociedad argentina en la que la política económica, la represión y la expansión de una concepción del mundo reaccionaria y «despolitizadora» se articulaban complejamente. Lo que el plan económico tiene de destrucción de presupuestos objetivos para el desarrollo del movimiento obrero y otros sectores contestatarios, contribuyó decisivamente a cumplir los objetivos políticos y culturales de la dictadura. La destrucción violenta de cualquier forma de resistencia prestó un clima de «paz social» indispensable para que medidas que iban de forma evidente contra los intereses de la mayoría de la población lograran imponerse.

Los apoyos y los silencios frente a estas políticas llegaron mucho mas allá del núcleo liberal-conservador predispuesto desde el vamos a acoger con beneplácito a los golpes militares, sin excluir a ninguno de los partidos políticos con alguna significación electoral. La dictadura fue activa desde el primer día en promover una suerte de «derechización» radical en el conjunto social, ejerciendo a un tiempo una pedagogía del terror («El silencio es salud», «¿usted sabe donde está su hijo?), y la búsqueda consciente de activar impulsos autoritarios; actitudes ultraindividualistas y elementos conservadores del sentido común tradicional. Así se generaron amplias cadenas de complacencia e incluso complicidad en los más variados ámbitos sociales.

Además del «éxito» de una desmovilización general que sólo se iría revirtiendo con mucha lentitud, la coalición que dio sustento a la dictadura logró implantar la desvalorización de las políticas de tipo «populista» y de «estado benefactor»; amén del aislamiento político y cultural de corrientes de izquierda radical, con las organizaciones armadas en primer término. Pueden señalarse fracasos de la dictadura en varios de sus objetivos más específicos, pero el capital concentrado y diversificado que se reforzó ampliamente durante la dictadura, pasó a constituir un dato permanente, y fue factor de poder fundamental en la posterior «transición a la democracia».

La conciencia de las clases subalternas quedó marcada en profundidad, no sólo por el terror, sino también por la adopción, incluso inconsciente, de ciertos postulados ideológicos predicados durante el «Proceso».

La repulsa generalizada a las prácticas de la dictadura y el desprestigio ilevantable de los militares en función política que sobrevinieron sobre todo de 1983 en adelante, con todo el valor que poseen, albergaron una evaluación parcial y sesgada del proceso dictatorial. Se criticaron los métodos de la represión, pero no siempre se comprendieron sus propósitos estratégicos; los resultados de la política de Martínez de Hoz, pero no las bases del discurso neoliberal y antiestatista. La impronta individualista, desvalorizadota de la militancia y la acción colectiva, se demostraría persistente hasta nuestros días. Todo se integró en una «visión del mundo» que vendría a ser luego fuente fundamental del apoyo que recogieron las politicas de «reformas estructurales» de los 90′, las que pueden ser interpretadas como un éxito post mortem de la dictadura, en tanto que expresión de una reacción del gran capital cuyos caminos fueron allanados por el poder destructivo y de cooptación desplegados por los verdugos de 1976.

La superación completa de las herencias económicas, políticas y culturales del golpe de 1976 está todavía pendiente para la sociedad argentina. Y constituye una invitación a vincular el repudio de la masacre con las apuestas a futuro.