Parecería, por las declaraciones editorializadas de algunos personajes vinculados a los medios de comunicación, que Uruguay es un paraíso libertario, donde la comunicación no tiene trabas y la libertad de prensa es un elemento que signa, con su aplicación, el crecimiento de una sociedad que necesita de su dialéctica para desarrollarse. Otros tienen otra visión, […]
Parecería, por las declaraciones editorializadas de algunos personajes vinculados a los medios de comunicación, que Uruguay es un paraíso libertario, donde la comunicación no tiene trabas y la libertad de prensa es un elemento que signa, con su aplicación, el crecimiento de una sociedad que necesita de su dialéctica para desarrollarse. Otros tienen otra visión, afirmando que nos encontramos ante una prensa tendenciosa, mal intencionada, llena de vicios antidemocráticos. Y no es ni una cosa ni la otra.
Uruguay es un país en que – por suerte- se habla y publicada de todo sin ninguna cortapisa y, obviamente, en el que algunos defienden de manera abstracta mecanismos que, en realidad, no se aplican, y demonizan políticas, como las reguladoras, que deberían estar en el centro de un debate que es necesario para el desarrollo de la sociedad democrática. Y todo ello ocurre porque existen parámetros ideológicos que son repetidos con insistencia, que colocan a los ‘mass media’ en un lugar que solo le correspondería si se desbrozara el camino de obstáculos y vicios que hoy oscurecen esa libertad de prensa que, ellos mismos tienen, defienden y aplican.
Pero, vayamos por partes. ¿Hay diferencia entre los medios escritos, radiales y televisivos? Por supuesto que las hay y son fundamentales para una valoración de las políticas que se deben aplicar en torno a los mismos. Los diarios, semanarios y otras publicaciones escritas, son generalmente propiedad de empresas editoriales que actúan comercialmente, casi siempre, vinculadas a sectores políticos e ideológicos bien definidos. El riesgo les es inherente a su desenvolvimiento y, por supuesto, su permanencia es reflejo de sus aciertos editoriales, sus virtudes comunicacionales y comerciales. Es un sector el escrito, para caracterizarlo de alguna manera, donde el Estado, como entelequia de derechos ciudadanos, tiene poco para hacer. Solamente colaborar, a través del gobierno, brindando todos los mecanismos de cristalinidad, para que la información pueda llegar y democratizar el trabajo comunicacional.
Por supuesto, y como no queremos ser sospechados de otra cosa, que extendemos este mismo criterio a los medios electrónicos, pues la libertad de información debe ser un denominador común para el desarrollo y la profundización de la democracia.
Pero, es bueno señalarlo, existe una diferencia muy marcada entre unos y otros. Las emisoras de radio y televisión funcionan en base a las ondas que otorga gratuitamente el Estado, las qué usufructúan sin medida empresarios, en una explotación comercial que nadie les impide y que ha determinado pingues ganancias y/o niveles de mayúscula influencia política y social para algunos.
¿Por qué, entonces, no establecer contrapartidas a estas empresas o medios que existen gracias a la concesión de ondas que son de todos? ¿Por que no regular, en común acuerdo, derechos y obligaciones? ¿Por qué no establecer, por ejemplo, una devolución a través de elementos culturales, educativos, etc., que favorezcan al desarrollo de la sociedad en su conjunto?
¿Por qué, no plantear la necesidad de que quienes explotan gratuitamente las ondas que les otorgara el Estado, deban – más allá que desde el punto de vista informativo e editorial tengan, obviamente, todas las libertades – comprometerse a cumplir con un cúmulo de contrapartidas, claramente definidas, vinculadas todas ellas a los grandes cursos de nuestra sociedad? ¿Acaso no son bienes supremos el pluralismo, la igualdad racial y de género, los valores culturales universales, etc.?
Algunos dirán que tras una ‘regulación’ que tienda a defender en los medios electrónicos algunos valores vinculados a nuestra esencia como país y, fundamentalmente, como Nación, existen los peligros de que la norma se convierta en una tiránica manera de establecer cortapisas a la información e intentar contar con una prensa domesticada. Claro, esos males, pueden estar en el centro del pensamiento de muchos que tienen otras concepciones. Pero otros – la mayoría de los atentos receptores de los mensajes – se han quemado con leche, observando como a través de las ondas que el Estado ha entregado gratuitamente, se transmiten mayoritariamente programas del más bajo nivel cultural, en que el entretenimiento pasatista desplaza a la educación y la tontería chabacana se impone a los mecanismos comunicacionales que afiancen el desarrollo cultural. Claro, tiene que haber de todo, pero algunos elementos esenciales deben preponderar en el acuerdo que necesariamente debe existir entre los permisionarios de las ondas y la sociedad en su conjunto.
Entonces, regular la relación entre el Estado que entrega las ondas – que no quiere decir gobierno – y los permisarios de la mismas, es una acción básica que esta vinculada al necesario afianzamiento de valores fundamentales para el desarrollo de la democracia.
Son esenciales para la construcción de una sociedad democrática – dijimos en alguna ocasión – la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a la información mediante la promoción de la ética, la investigación, la precisión y el uso de las nuevas tecnologías en el ejercicio periodístico, así como la protección de los periodistas, sin duda, uno de los eslabones más débiles, junto con los receptores de la información, de todo el proceso comunicacional.
La libertad de prensa
Estamos cansados – lo decimos con el mayor de los respetos – de escuchar las elucubraciones aparentemente libertarias de algunos colegas que sostienen que la libertad de prensa es un bien supremo y, a la vuelta de la frase, afirman que un dirigente político hace tanto o cuanto tiempo no le da reportajes a determinado medio.
Con ello tratan de demostrar una dualidad que, obviamente, no existe. Tiene tanto derecho el medio de prensa de entrevistar a quién quiera, como el político o el ciudadano a elegir si acepta o no la entrevista.
Por supuesto que la cosa cambia cuando se trata de funcionarios públicos que, obviamente, deben establecer mecanismos de transparencia en la función que cumplen y abrirse a la información, que debe estar a disposición de todos.
En lo personal, claro está, cada uno puede tener una visión distinta, diferente, sobre los medios.
Qué haya gente que se molesta con una información y reacciona cerrándose a dar notas al soporte de la misma, es algo obvio. Ello es inherente también al funcionamiento de la democracia. Si en una publicación se agravia a una persona, o para ser menos drástico, se la molesta, ¿cómo se puede reclamar ante la lógica negativa a ser entrevistado, sosteniéndose que esa actitud viola fundamentos esenciales de la comunicación? ¿Es que una persona necesariamente tiene que estar abierta a todos los requerimientos periodísticos que se le hagan? ¿No tiene libertad de decirle ‘no’ a un periodista?
Pero también existen otros aspectos: un político puede, obviamente, establecer pautas estratégicas para sus apariciones en la prensa, de acuerdo a concepciones de oportunidad. ¿Por qué no tiene derecho a hacerlo? Hay otras personas que prefieren trabajar en la reserva, a las que no le gustan ni los destellos de las luces, ni las letras de molde. ¿No hay que respetar las decisiones que puedan adoptar como resultado de ese perfil personal?
Un comunicador se podría agraviar y estaría en su derecho si la información de una dependencia estatal, no fuera transparente o no se entregara de manera plural. Pero, ¿es lícito, que se rasgue las vestiduras, si un político u otra persona le dice que ‘no’?
Señalar – como se hizo reiteradamente – que un candidato presidencial no le daba entrevistas a una determinada publicación es, evidentemente, un exceso que no deja de ocultar un fuerte contenido político. Ese candidato estaba en su derecho a elegir sus interlocutores periodísticos y sus decisiones – más allá de las determinantes que las impulsaran – deberían haber sido respetadas.
Otra cosa sería que durante el gobierno se estableciera una política discriminatoria, de ‘amigos y enemigos’. La información, en democracia, debe ser pareja para todos y las opiniones editoriales no deben ser tomadas en cuenta para establecer los mecanismos que hagan cada vez más transparente a la administración.
Y los medios deben atenerse a las generales de la ley. ¿Cómo es posible que algunos sostengan, incluso periodistas, que la libertad debe ser tan ilimitada que la gestión de un simple derecho de respuesta puede estar conculcando valores fundamentales y jaqueando a la libertad de prensa?
Sin duda, se trata de un análisis insustancial e interesado, destinado a subir al Olimpo a una actividad humana que tiene las mismas virtudes y defectos que todas las otras ¿Es lícito sostener que los periodistas estamos más allá del bien y del mal y, que como los ‘dioses’, no debemos responder ante nadie?
¿Si mancillamos reputaciones, mentimos o perjudicamos a personas e instituciones en base a informaciones falsas, por qué vamos a tener a nuestro servicio una especie de tácita ley de impunidad, que nos de vía libre, para hacer lo que queramos? ¿Es que los ciudadanos no pueden defenderse también de la prensa utilizando el arbitrio de la ley?
Sostener lo contrario es por lo menos polémico; se trata de un razonamiento que parece ser el producto de una soberbia desmelenada, en base al qué se intenta establecer un privilegio para un sector que, más allá de su obligación de informar, tiene que acatar las reglas del juego que marca la convivencia en una sociedad democrática.