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Mayo de 1810, ¿revolución o cambio parcial conveniente?

Fuentes: Rebelión

La historia es conocida y varía siempre el tono en el cual se la cuenta, según quién lo haga. En un determinado momento de la creciente ansiedad de las sociedades»civilizadas», un grupo de personas fueron enviadas por otras que usaban oro en sus cabezas como ornamento a «descubrir nuevos horizontes», o sea, a ver si […]

La historia es conocida y varía siempre el tono en el cual se la cuenta, según quién lo haga. En un determinado momento de la creciente ansiedad de las sociedades»civilizadas», un grupo de personas fueron enviadas por otras que usaban oro en sus cabezas como ornamento a «descubrir nuevos horizontes», o sea, a ver si encontraban tierras con riquezas y espacios para colonizar y así incrementar un poco más su magnífico poder. El plan les salió perfecto, tuvieron la suerte de que las sociedades con las cuales se encontraron de este lado del mundo no contaban con armas tan avanzadas como ellos ni hablaban el mismo idioma, esto último como anillo al dedo ya que, con las falencias de comunicación para interrelacionarse, daban pie a la idea de que no querían asumir al dios y a la religión que imponían, motivo suficiente para terminar con su vida. De esta forma se produce casi sin inconvenientes el más grande holocausto que conocemos.

Los españoles, felices con sus hallazgos y los logros que iban obteniendo en estas tierras conforme aplastaban cabezas, crearon dos jurisdicciones generales que fueron subdivididas luego, dando origen en 1776 al Virreinato del Río de La Plata. Cada virreinato era presidido por un virrey subordinado a la corona española, con un mandato de tres a cinco años -todo muy burocrático y funcional-.  Por esta zona, a principios del siglo XIX, muchos ya estaban hartos de algunas cuestiones del régimen virreinal y empezaron a gestar una suerte de movimiento revolucionario. Mientras tanto, en Europa, Napoleón tomaba como prisionero al rey Fernando VII, noticia que terminó de cruzar el océano la primera quincena de mayo de 1810. Un día como hoy, hace 201 años, se creaba el primer gobierno patrio.

Cada 25 de mayo celebramos el aniversario de una revolución que aparentemente comenzó a independizar a aquellos hombres y a aquellas mujeres de una mentira, reemplazándola por otra disfrazada de progreso. Esa misma trampa que nos han tendido siempre quienes están en el poder, durante cada proceso histórico. El problema es que hoy lo sabemos, pero seguimos festejándolo.

No es cuestionable el apartamiento de la sumisión y el movimiento verdaderamente rebelde que se gestó, sin contar los pensamientos que motivaban a sus ideólogos y sus intenciones. Sin embargo, entendiendo por el término revolución la idea de un cambio completo y general, aparecen ciertas dudas al respecto. Porque cambiaron la cabeza, pero no los comportamientos. Esto parece asemejarse a los gobernantes y gobernantas de izquierda que viven aburguesadamente, analogía muy válida para el supuesto: ¿habrá existido alguien, al menos una persona, en aquel momento que haya dicho «volvamos a vivir como vivíamos»? Me refiero al tipo de civilización conocida por todas y todos los habitantes de lo que era el virreinato.  Si hubo alguien que sugirió esa posibilidad, es muy probable que haya sido acallado. Quedó la comodidad, las costumbres avanzadas, las ropas lindas, las estructuras europeas que deslumbraban a cualquiera que no conocía, porque lo nuevo atrae, seduce. Quedaron las y los europeos -vivos y muertos, de este lado del océano y del otro- en el medio de aquella cultura. Recordemos que no se trató de un intercambio cultural, sino de un aplastamiento al modo de vida conocido hasta la colonización, junto al de sus hacedores. Y hubiese estado muy bien si venían de otras regiones del mundo a vivir como se vivía acá, pero vinieron a imponer, a destruir, a pisotear, a dejarlos sin casi nada de lo que habían sido.

Hoy nos sucede lo mismo.

Allá, por 1810, se impulsó un cambio político cupular, pero no popular. La gente, adaptada a la fuerza a un ritmo de vida que no compartía, se quedó con lo mismo, aunque cambiaran las instituciones, los cargos y sus nombres. Podrían haber vuelto a su vida anterior, mas debe haberles parecido un retroceso. Y si bien siguiendo la linealidad de la palabra lo hubiese sido, temporal, nadie puede afirmar que lo que trajo Europa a América fue un avance. Decir que un lenguaje, una vestimenta y una organización teológica y familiar, sumada a miles de hábitos y costumbres, que reemplaza a otra es un avance porque anteriormente se vivía como la naturaleza sugería, es un disparate. ¿Qué hubiese pasado si no se acostumbraban a la forma de sociedad que hoy, potenciada por la influencia yanqui, nos domina? ¿Qué sería de todo este cemento? ¿Qué sería del sistema que en este momento nos consume? ¿Qué sería de nuestras tierras, hoy vendidas a los extranjeros por escasas monedas? ¿Qué sería de nuestras palabras, cuyo significado corroboramos diariamente con el diccionario de la RAE? ¿Qué sería de nuestra música, de todas nuestras artes?

Una verdadera revolución hubiese llevado el sello de la vuelta atrás -en el sentido del despojo de lo impuesto-, el estandarte de un «estábamos bien así», la hoguera de todo lo importado, de todas las cruces, de todas las prendas. Una verdadera revolución hubiese sido darle la espalda a una civilización que oprime a otra con armas de fuego y costumbres basadas en el temor. Una verdadera revolución hubiese implicado que ninguno de nosotros ni nosotras estuviésemos hoy acá, pero que aún esté la integridad de quienes vinimos a masacrar.

Soledad Arrieta es Escritora y periodista de opinión.

Blog: www.cotidianidadeshumanas.blogspot.com

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.