Recomiendo:
0

Para sacar de terreno enemigo el debate sobre RCTV

Medios de comunicación y libertad de expresión: el argumento ausente

Fuentes: Rebelión

La decisión del Gobierno de Venezuela de revocar la licencia de emisión de Radio Caracas Televisión (RCTV) ha azuzado un cierto debate acerca de la libertad de expresión, más que nada porque los dueños de la cadena afectada y sus infinitos valedores mediáticos dicen hablar en su nombre cuando protestan. Hasta ahora, la mayor parte […]

La decisión del Gobierno de Venezuela de revocar la licencia de emisión de Radio Caracas Televisión (RCTV) ha azuzado un cierto debate acerca de la libertad de expresión, más que nada porque los dueños de la cadena afectada y sus infinitos valedores mediáticos dicen hablar en su nombre cuando protestan.

Hasta ahora, la mayor parte de las voces de la izquierda han defendido la legitimidad de la medida del ejecutivo de Chávez argumentando que no sólo es legal, sino perfectamente normal en todo el mundo, no renovar una concesión administrativa, máxime cuando se demuestra que RCTV tenía un comportamiento que dejaba mucho que desear en su respeto a las reglas del estado de Derecho. Por lo demás, estas ideas a menudo se complementan invocando algo así como la necesaria «responsabilidad social» de los medios privados, como es el caso del artículo «Sobre la libertad de expresión», de Miguel Riera Montesino, extraído del número 233 de la revista «El viejo topo» y publicado el pasado 21 de junio en Rebelión.

No es de extrañar que todas estas argumentaciones se presenten, desde la derecha, como meros tecnicismos para justificar un presunto ataque a la libertad de expresión, un golpe a la pluralidad, un indicio de totalitarismo. Vienen a decir algo así como: puede que la medida sea correcta legalmente, pero encubre una política que agrede los fundamentos del estado de Derecho porque ataca las bases de la libertad de expresión.

En mi modesta opinión, el debate se ha desplazado a un campo en el que, en cierto modo, se reafirman algunas falsedades constitutivas de lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han denominado ilusión de ciudadanía en su ensayo «Comprender Venezuela, pensar la democracia» (Hiru, Guipúzcoa, 2006). Antes que nada, es preciso hacer ver que articular la libertad de expresión alrededor de la idea de que los medios deben ser privados es confundir un derecho con exactamente lo contrario, a saber, un privilegio.

El estado de Derecho y la democracia representativa exigen de un espacio público de intercambio de argumentos. Algo así como la versión moderna del ágora griega en su acepción más de plaza pública donde hablan los ciudadanos que de mercado. El escrutinio público del gobierno, la exposición de demandas sociales, el posicionamiento político de los ciudadanos, se construyen en un lugar donde las ideas deben fluir libremente y donde lo que más vale es un razonamiento. ¿Debemos o no entender que la libertad de expresión se sustancia en el derecho de cualquier ciudadano por igual a participar libremente en los diálogos públicos? La libertad de expresión en una democracia en estado de Derecho no se limita a perdonar la vida de quien intenta decir algo. Consiste en mucho más, en hacer posible que cualquiera pueda decir lo que sea en igualdad de condiciones, siempre que lo haga libremente y entienda que lo que más vale es un razonamiento. Para garantizar esto último están precisamente las exigencias del Derecho y la constitución que esté vigente.

De modo que lo que en verdad debe discutirse es si la existencia de medios privados -no digamos ya la hegemonía- es compatible con la democracia en estado de Derecho. ¿Funcionan democráticamente los espacios públicos privatizados y garantizan la libertad de expresión, es decir, el derecho a que se nos oiga a todos por igual? ¿Garantizan los medios privados que el diálogo no excluya ningún argumento y que sólo se opongan razones a las razones y no amenazas desde el poder o maledicencia con altavoces gigantescos? Aún más, ¿garantiza la propiedad privada de los medios sociales de difusión que se informe con veracidad y objetividad y sin dobles raseros a la población?

Desde mi experiencia como periodista en medios privados sé desde hace mucho tiempo que no hay mayor censura que la que imponen estas empresas a sus trabajadores. Los operadores privados de radio y televisión, los propietarios de los oligopolios de prensa escrita, utilizan sus medios privados de producción de discursos para evitar el menor atisbo de igualdad de condiciones en la expresión. Tal es el caso de las emisoras privadas venezolanas de televisión, empezando por la propia RCTV: no dan respiro al gobierno y a la figura del Presidente de la República. Si el sesenta por ciento de los votantes apoyaron a Chávez, sus argumentos no alcanzan, si dejamos a un lado la obligación que el Estado les impone de emitir de cuando en cuando contenidos institucionales, ni el uno por ciento del tiempo de emisión de esas cadenas, que copan la mayor parte del espacio radioeléctrico. Las cosas no son muy diferentes en España o en cualquier otro país capitalista: un puñado de propietarios deciden las condiciones en las que podemos ejercer la libertad en el espacio público

Si conseguimos trasladar la discusión a este terreno es frecuente escuchar argumentos que vienen a decir algo de este estilo: Pero la comunicación es, a la postre, un mercado, y es el público el que decide qué es lo que ve y qué lo que no ve, de modo que prosperan las empresas que son del agrado de la audiencia y desaparecen las que no le gustan a nadie. Lo que este tipo de planteamientos olvida es que los clientes del mercado de la comunicación de masas no son los ciudadanos, son los capitalistas que compran espacios publicitarios. Cada vez se reparten más diarios gratuitos, cuyos únicos ingresos provienen de la publicidad, y el precio de, por ejemplo, «El país» en España apenas da para que la empresa pague los gastos de distribución. Las radios y las televisiones privadas en abierto se sostienen en exclusiva con los fondos publicitarios. Hay notorios ejemplos de medios que, con una audiencia considerable, han ido a la quiebra por falta de anunciantes, que no podían consentir que determinadas ideas accedieran al espacio público en igualdad de condiciones. ¿Alguien se acuerda del caso del periódico «Liberación» en España, hacia 1985? ¿Cuántas empresas importantes han mostrado su interés en anunciarse en el quincenal español «Diagonal», que tiene una tirada considerable?

Cuando el espacio público se privatiza, el volumen de voz no se regula por la fuerza de los argumentos, sino por el grosor de la cartera. Más euros, más potencia. Si un ciudadano tiene un número suficiente de euros, es un ciudadano de pleno derecho porque su voz adquiere los decibelios necesarios para que alguien la oiga… Porque ¿de qué sirve la libertad de expresión si el ruido de los que tienen los medios te condena al silencio?

En este sentido, no es suficiente defender la idea de que el Estado tiene la potestad de ordenar el espacio radioeléctrico, que es limitado, y para ello otorga concesiones a operadores privados que deben cumplir con las condiciones que la Administración establece. Hay que poner en duda el hecho mismo de que el espacio público pueda ser concedido a manos privadas cuando lo que está en juego es la libertad de expresión. Si una entidad particular se hace con un fragmento del espectro de radiodifusión, lo hace en detrimento de todos los demás ciudadanos, que no dispondrán de ese canal para ejercer su libertad. Más allá de la arbitrariedad que sin duda se da en las concesiones (extraña casualidad que siempre se trate de medios de derecha o de extrema derecha), debe ser puesta en tela de juicio la concesión de un privilegio en nombre de un derecho, sea quien sea el beneficiado.

Aun así, se dirá, la prensa escrita puede ser privada porque no existe la limitación de la banda electromagnética. Pero no hay que olvidar que el papel son árboles, y no hace mucho «El País» vino a mis manos con un suplemento de más de trescientas páginas en papel brilloso de alto gramaje que sólo contenía incitaciones al consumo de súper lujo. ¿Cuántos bosques habrá que talar en nombre de la libertad de expresión? ¿Cuánto CO2 deberán emitir las papeleras a la atmósfera, cuantos residuos químicos a la biosfera? ¿No sería razonable limitar de algún modo el consumo brutal de papel, que no hace más que crecer? Lo mismo cabría decir de la televisión por cable, ya que el número de canales que admite un tendido telefónico o de fibra óptica, con ser alto, es limitado, y tampoco sería cuestión de tender más y más cables, con lo que eso conllevaría de contaminación y gasto de recursos naturales y humanos.

En cualquier caso, incluso si supusiéramos que pudiera haber recursos casi ilimitados de papel o de televisión, el carácter privado de los medios implica que el capitalista tiene casi todas las posibilidades, mientras que el asalariado lo tiene muy, pero que muy difícil para entrar en el espacio -mercado- de la comunicación. Esta cuestión esencial de clase explica mucho acerca de cómo, con frecuencia, la tan repetida libertad de expresión esconde, en manos de los oligarcas, una tendencia insuperable al llamado «pensamiento único».

Sólo hay, en realidad, un medio en el que lo privado puede llegar a ser perfectamente compatible con el interés público, la libertad, la democracia y el derecho de todos a la libre expresión en igualdad de condiciones. No hay duda de que me refiero a Internet. Claro que sucede que es el entorno en el que la libre iniciativa de los ciudadanos se empeña en poner en cuestión la propiedad privada intelectual. Precisamente los internautas suelen defender el carácter esencialmente público del medio, que propicia un concepto comunitario de los productos de la creación intelectual y de los procesos de diálogo y debate.

Por ahora, Internet es un privilegio de una parte pequeña de la Humanidad, pero puede llevar el germen de una comunicación social que garantice la libertad de expresión en igualdad de condiciones sin que sea un obstáculo que prime un alto nivel de iniciativa privada, de «libertad de empresa», dado el mínimo coste de capital que supone establecer un sitio web. Pero que exista la posibilidad de Internet no nos exime de la responsabilidad de buscar el modo en que se pueda garantizar la libertad de expresión y el derecho a la información veraz en televisión, radio y prensa escrita. La respuesta pasa por recuperar el carácter necesariamente público de los medios de comunicación social.

Esta idea tan sencilla se combate, desde la defensa de los actuales privilegios, con el argumento de que los medios públicos siempre favorecen al gobierno de turno y hacen imposible la pluralidad y, por tanto, la libertad de expresión. Llevando este pseudo razonamiento empírico hasta extremos tan absurdos como frecuentes, se termina por identificar medios públicos con totalitarismo. Y la alternativa al totalitarismo será siempre, claro está… el privilegio comunicacional de la oligarquía.

Sin embargo, hay experiencias mediáticas que señalan que no es difícil una regulación constitucional del uso del espacio público de la comunicación que garantice el acceso de cualquiera en igualdad de condiciones y con plena libertad, así como el derecho a una información veraz, no atravesada de intereses espurios. Casos como el de Radio 3 en España en sus años magníficos -entre mediados de los ochenta y comienzos de los noventa- muestran que si el periodista o comunicador es un funcionario vitalicio que no teme que lo echen, no reconoce jefes ideológicos ni presiones políticas, y se convierte en un cauce idóneo para que cualquier argumento pueda utilizar el medio sin prejuicios interesados. Un buen sistema de oposiciones reguladas por técnicos, con el mismo nivel de limpieza y falta de control político como el que rige el acceso al cuerpo de profesores de enseñanza secundaria en España, marcaría la base estructural para que los medios pudieran ser verdaderamente públicos, es decir, de todos. Hace falta, pues, una garantía absoluta del equivalente mediático de la libertad de cátedra y un sistema bien regulado, honrado y equitativo, de acceso de los colectivos culturales, sociales y políticos a los espacios mediáticos, junto con un sistema informativo plenamente profesional, sin nombramientos a dedo y sin presiones de los diferentes poderes… Todo sostenido con una financiación completamente estatal, que excluya la interferencia de ningún poder económico privado.

La Revolución venezolana quiere ser una lucha profunda por la democracia. De ahí que antes o después tenga que ir atacando el problema de la usurpación oligárquica de los espacios públicos de la comunicación social. En consonancia con el carácter alternativo del socialismo bolivariano, se han fomentado los medios llamados comunitarios, pero su alcance e implantación, sobre todo a escala nacional, es limitado. De ahí que, quizás, la única crítica, en nombre de la libertad de expresión, que se le podría hacer a la revocación de la licencia de RCTV es que resulta escasa para devolver al pueblo la palabra.