Durante el pasado mes de diciembre, esa fiesta del consumo que todavía llamamos Navidad manifestaba su máximo esplendor cuando, cerradas al trasiego laboral, las zonas comerciales del centro y los centros comerciales y de ocio se llenaban de familias que asaltaban esos templos erigidos en honor del despilfarro. Un padre, sentado en zapatillas ante el […]
Durante el pasado mes de diciembre, esa fiesta del consumo que todavía llamamos Navidad manifestaba su máximo esplendor cuando, cerradas al trasiego laboral, las zonas comerciales del centro y los centros comerciales y de ocio se llenaban de familias que asaltaban esos templos erigidos en honor del despilfarro.
U
n padre, sentado en zapatillas ante el televisor casero, interpela a su hijo que está sentado en el suelo absorto en la lectura de un libro: «¡Chico, estamos en Navidad: presta más atención a lo que dicen los anuncios!»El cáustico chiste de El Roto, que publicaba El País a finales del pasado diciembre, sintetiza perfectamente el espíritu que ha presidido las recientes celebraciones de Navidad y fin de año: una Navidad descristianizada, que ha perdido casi cualquier vestigio de su origen religioso, para recuperar en buena parte, y por una curiosa ironía de la historia, el espíritu de las fiestas saturnales que la Navidad cristiana usurpó en su momento. Hasta funcionar en la práctica como la gran fiesta anual del consumo y de la publicidad.
Se calcula que cada niño español recibió en las últimas Navidades y Reyes juguetes por valor de 126 euros, mientras las familias concentraban en estas fechas más de la quinta parte de sus compras anuales, hasta totalizar una cifra estimada en unos 1.000 euros por familia, y las grandes superficies comerciales veían por su parte aumentar sus ventas en torno a un 20% sobre las del año anterior. Y para atender a esta gran fiesta del consumo -en la que, como proclamaba otro chiste- editorial de El Roto, «lo innecesario os es imprescindible»-, todos tenemos aún clavada en la retina la orgía publicitaria que la precedió y la acompañó hasta la mismísima fecha mágica de Reyes -para dar inmediatamente paso a esa fiesta publicitaria menor que son las rebajas de enero- y en la que, por ejemplo, los fabricantes de juguetes invirtieron la bonita cifra de 100 millones de euros, con un incremento del 25% sobre el año anterior.
El espectáculo de los centros comerciales abarrotados de consumidores ávidos por cumplir sus deberes como la clase social explotada, y expropiada, que en definitiva son -aunque el sueño del consumo les impida por el momento acceder a la conciencia de este hecho-, constituye, tal vez, el momento culminante de la celebración consumista de una Navidad decristianizada.
Claro está que la jerarquía católica no podía asistir indiferente a este terremoto social que despuebla las, en otro tiempo, repletas misas de gallo y encamina a la mansa grey hacia los mucho más fascinantes templos de consumo y ocio.
Y así, hasta Benedicto XVI dirigía en vísperas de Navidad a los fieles congregados en la plaza de San Pedro la siguiente advertencia: «En la actual sociedad de consumo, este período [navideño] sufre por desgracia una especie de contaminación comercial, que puede alterar su auténtico espíritu, caracterizado por el recogimiento, por la sobriedad y por una gloria no exterior sino íntima». Esto es: frente a la sobriedad y el recogimiento cristianos, el jolgorio desenfrenado del consumismo de fin de año, en el que esa clase social en potencia que componen los consumidores fuerza productiva (utilizando una vieja expresión de Baudrillard) celebran su fiesta anual y rinden de ese modo pleitesía al poder que los gobierna.
La gran fiesta consumista de la Navidad tiene, sin embargo, su lado amargo. Cuando los miembros de la familia desenvuelven los mágicos paquetes que el probo progenitor o la madre nutricia han cobijado bajo el amparo del árbol-tótem y bastantes de ellos descubren con íntimo desencanto que se trata de otras tantas fruslerías. Cuando los mariscos congelados que adornaron la cena de Nochebuena revelan su sabor insípido. Cuando la inevitable vuelta al cole ha hecho olvidar definitivamente a los niños ese momento de éxtasis que experimentaron al descubrir unos juguetes que, tal vez, ya han arrumbado o están definitivamente rotos.
Y es en esta fragilidad y provisionalidad inscritas de manera definitoria en lo que no son otra cosa que signos de unas cercancías que se van alejando poco a poco de la materia del producto donde radica una de las vías de transformación abiertas en esta pletórica y aparentemente satisfecha sociedad capitalista de consumo que vivimos.
———————
*Antonio Caro es profesor de Teoría de la Publicidad (UCM).