En tiempos pasados se decía que la prensa era el cuarto poder. Incluso parecía que estaba sobre los otros tres restantes: el parlamentario, el gubernamental y el judicial. El Watergate y su garganta profunda encandiló a muchos. Esto era así y no era así, como tantas otras cosas del mundo, pero tenía aparentes visos de realidad. Que fuera un poder no significaba que fuera el único dentro de los poderes no institucionalizados. Por encima quedaban los verdaderos poderes, anónimos, y por tanto indesgastables. Pero dada la ingenuidad de aquellos tiempos se podía pensar así. Lamentablemente hemos ido comprobando, paso a paso, que la democracia es incompleta, con lagunas esenciales, como la de la desigualdad económica en la prensa. Esto que suena a contabilidad, afecta a la política y a la médula de la democracia.
Es verdad que la prensa depende de quien la subvenciona, tal como ocurre con los demás conjuntos humanos; primero comer, después filosofar. Pero, también es verdad que aparte de la prensa movida y alimentada por grandes conglomerados económicos que cada día se concentra más, existía otra prensa conformada por los distintos órganos de expresión de los partidos políticos, y que no estaba mal a pesar de su inevitable parcialidad. Una de sus ventajas era precisamente que no podía fingir neutralidad. Era lo que era, unívoca respecto a los suyos, pero no respecto a lo demás; y su existencia promovía un pluralismo ideológico tan necesario como saludable. Además, era un foro de discusión interna que con sus matices (tendencias, hoy sensibilidades) enriquecía el pensamiento y comprometía a los dirigentes.
Pero en su día, Felipe González disminuyó el valor de esa prensa preguntándose para qué la quería (ya hablaba en primera persona del singular) si pagando un artículo en un medio de gran tirada (generalmente El País) se podía realizar igual labor informativa. Suponemos que hablaba de la rémora del gasto y pensaba en la erosión que supone ubicarse día a día. Surgirá la pregunta de por qué el asunto se singulariza en González. Simplemente porque la derecha tenía (y tiene) su prensa, mientras la izquierda de aquel momento recibía más obstrucciones que ayudas.
Lo de un periódico de capital privado que se convierte en portavoz ocasional del gobierno de turno no es sino producto de la carencia de ese órgano de expresión propio (el del partido) al que nos hemos referido. Aparte de que ese portavoz provisional tiene sus propios intereses, e incluso en ocasiones se revuelve contra decisiones que no comparte, condicionando, con la amenaza del descrédito, decisiones ante la opinión pública. Estos días son un buen ejemplo de ello.
En definitiva, que con el transcurso del tiempo se demuestra que el sistema informativo que sostenía González no es tan anodino ni manejable. Al revés, su fórmula fue un elemento de desideologización y de desmovilización del pensamiento. Además, una cosa es escribir un artículo aislado cuando se quiere, y otra muy distinta plasmar en letra impresa la política diaria del partido y su visión de la acción gubernamental.
Otro beneficio perdido ha sido el de que además de informativo, era un elemento formativo, didáctico, y su contenido estaba teñido de color. Y la pluralidad era tan superior a la actual, que incluso había dos y tres medios del mismo partido que defendían matices distintos. Para los historiadores estas hemerotecas tenían un valor singular en cuanto permitían análisis por sectores bien diferenciados. Hoy más bien es un revoltijo contradictorio que hace difícil describir las distintas posiciones de cada fuerza.
Se dirá que esa labor ya la realiza la otra prensa, la fuertemente financiada (y que a pesar de sus crisis económicas apenas desaparece). Pero no lo hace desde dentro y con responsabilidad de gobierno o de oposición a él. Por supuesto, era una información interesada, pero ¿no ocurre lo mismo con la prensa que ha de defender los intereses de quienes la financian?
La confusión es tal que incluso hay militantes sabihondos que, ante la ausencia de un órgano de partido, repiten en sus reuniones el último editorial del medio de comunicación que creen representa fielmente a su partido en el gobierno o en la oposición. ¡Qué bisoñez o que desfachatez! Qué diferencia a aquellos partidos en los que para admitir a un militante se le examinaba sobre qué intereses representaba cada diario del momento. La verdad es que muchas cosas han retrocedido, no sólo la pluralidad, sino también la formación, el sentido de responsabilidad, el sentido de entrega, e incluso la cultura. Hablar de tattoos (decir tatuaje resulta agotador) no está mal, pero no es cultura, menos si es materia exclusiva de interés. ¡Qué bien nos desactivan!
Hoy el problema de la información es grande. La prensa poderosa (la que tiene buena financiación) ha monopolizado el pensamiento. Y sobrevive no por sus virtudes, sino más bien por sus defectos: los que produce depender del capital que la alimenta. Esta pérdida de la independencia lamina a la prensa más modesta en una competencia (tan querida por los ultraliberales) desigual; incluso provoca el nocivo efecto de confundir la riqueza económica del diario con la capacidad intelectual de las distintas firmas, cuando en realidad no es así. El dinero está marginando al verdadero pensamiento.
El problema de los actuales medios de información no es singular, se ha extendido a gobiernos, parlamentos, juzgados, universidades y demás institutos pensantes, que en vez de mostrar una pluralidad de enfoques enriquecedora, se ven absorbidos por un pensamiento único que a fuerza de capital lo va tiñendo todo de un mismo color.
Extrañamente, en el mundo se subvenciona todo lo que se quiere sin la menor traba económica. ¿Qué hace falta un aeropuerto en medio del desierto? pues allí va el dinero, con sección de paraguas gratuitos incluida. ¿Qué hay que subir la audiencia de tal cadena? pues allá van sueldos millonarios para influyentes estrellas de la nimiedad (es una empresa privada, se dirá, hace con su dinero lo que quiere; no, lo que da de más a la popular estrella, se lo resta al electricista). Incluso parece que cuanto más banal es el asunto, más apoyo económico recibe. Sin embargo, no hay un mecanismo estatal que al igual que se hace con los partidos políticos y sus campañas electorales (1) garantice una prensa y una información que goce de las siguientes cualidades:
Contar con unos profesionales no hipotecados por problemas de escasez económica. Su labor, si es imparcial, es un bien público necesario, que ha de ser pagado, protegido y premiado.
Una deontología garantizada y vigilada. No es admisible que un periodista aplique valoraciones desiguales en situaciones idénticas porque detrás hay un poder incontestable. Si Antonio se metió en casa de Juan para robarle la bombona de butano, no cabe catalogar el acto como delictivo y después se elogie si lo hace otro vecino en otra casa. O que si se valora positivamente que Luis (un hijo de la familia) tome la decisión de aislar su habitación del resto de la casa, no se catalogue de diferente forma la decisión del hijo de la vecina, que pretende lo mismo. O Luis y el hijo de la vecina han hecho bien, o Luis y el hijo de la vecina han hecho mal. Ese falso casuismo no causa sólo un problema de desinformación, sino algo peor, un problema de malformación del pensamiento, que más tarde incidirá en cuestiones vitales. ¿Cómo luego se va a pedir sensatez a los ciudadanos?
Que la rama de la información sea considerada tan esencial como la de los tres poderes arriba mencionados. Es un bien público. Sin información veraz, imparcial, ecuánime, económicamente independiente (gracias a un apoyo económico desinteresado, como podría ser el del estado) cabe la posibilidad de que los otros poderes funcionen irregularmente. Y dejémonos de paripés como esos del defensor del lector que tan pocos resultados reales obtiene. Cuando decimos Estado, no decimos gobierno. Se trataría de un organismo muy plural y transparente. No de una agencia financiera. Menos de una ong.
Se dirá ¿tantos tipos de prensa? ¿No sobra alguno? No. Por supuesto, la prensa financiada por fuertes poderes económicos privados no es discutible, no ya por justicia, sino por imposibilidad. ¿Cómo se podría hacer en una economía de mercado que santifica todo lo privado? Pero la prensa partidaria y la prensa, llamémosla independiente económicamente, tendrían la virtualidad de crear un contrapoder a ese monopolio que mira el mundo con un solo ojo (hemos visto cerrar medios de comunicación en países en los que la libertad de información se proclama sacrosanta).
Es curioso, hubo un tiempo en el que se hablaba hasta la saciedad, sobre todo en las clases de derecho político o constitucional, del sistema americano (EE.UU.) de pesos y contrapesos de poder. Las clases, más que de política, parecían de geometría, con sus cuadraditos y contracuadraditos. Era la panacea que lo resolvía todo: A tal poder, tal contrapoder.
Pues eso se está pidiendo, pero de verdad: que la sociedad, el estado, un órgano que cuente con ambos brazos, procure mecanismos para asegurar la verdadera independencia informativa y económica, creando incluso un estatuto del periodista que garantice realmente su puesto de trabajo si dice verdades inconvenientes pero contrastadas. Lo de Assange es una prueba del problema real.
¿Cómo se puede pretender que el mundo de las ideas esté sometido al mundo del dinero? Aceptar esto es alienar el pensamiento, la cultura, la política; es impedir el necesario análisis dialéctico, tan necesario en esta sociedad. Debe de ser horrible una profesión en la que hayas de defender aquello que no crees so riesgo de engrosar el paro, y lo que podría ser peor, listas negras de no contratación. Se ha visto. ¿Cómo esperar que la línea editorial y la opinión personal estén siempre de acuerdo?
Lamentables esos días en los que las portadas de los medios de comunicación son todas idénticas, y las verdades únicas e incuestionables. Tal tipo de univocidad sólo puede demostrar dos posibilidades: o que somos totalmente sabios, o que somos totalmente idiotas. Está claro que totalmente sabios no lo somos. Para no ofender utilizamos aquí el término idiota en el sentido etimológico de persona que se desentiende de los asuntos públicos y sólo se dedica a los suyos, que son privados. ¿Eso es lo que se pretende, una sociedad acrítica a la que no le chirría tanta perfección unilateral? ¿Va a resultar ahora que somos igualitaristas en lo que conviene?
(1). A nuestro modo de ver, en cada campaña electoral, todos los partidos políticos deberían partir con idénticas ayudas y derechos, y no dependiendo de los escaños anteriormente obtenidos. ¿Por qué premiar una gestión de gobierno que haya sido mala? Se corre el peligro de que se esté eternizando lo no deseable.
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