Son 192 las víctimas de la masacre de Cromañón. La mayoría, adolescentes y jóvenes del conurbano bonaerense, de zapatillas gastadas, de viajes colados en el tren para venir hasta Once a ver a su banda favorita. Jóvenes de una generación que enarbola, con cierto orgullo, «no hacer política», con un odio comprensible contra la corruptela […]
Son 192 las víctimas de la masacre de Cromañón. La mayoría, adolescentes y jóvenes del conurbano bonaerense, de zapatillas gastadas, de viajes colados en el tren para venir hasta Once a ver a su banda favorita. Jóvenes de una generación que enarbola, con cierto orgullo, «no hacer política», con un odio comprensible contra la corruptela de una democracia para ricos que los excluye cada vez más.
Mientras el dolor invadía los hogares de todo el país, los medios acompañaron hipócritamente a las víctimas y los sobrevivientes. Poco después, cuando el dolor daba paso a la indignación y los empresarios, funcionarios y políticos empezaban a ser acusados por los familiares y amigos, los «opinólogos» desbordaron los medios con ampulosos discursos que revictimizaban a las víctimas.
Pronto, la «inconciencia» juvenil, la «falta de educación» de los más pobres, la «irresponsabilidad» de los padres o un supuesto desborde «intrínseco» al rocanroll fueron sentados en el banquillo de los acusados, intentando que no se hablara de Ibarra, ni de Kirchner -que continuó sus vacaciones en el glaciar Perito Moreno.
Un paso más y todos éramos responsables. Quisieron transformar las responsabilidades criminales de algunos en una culpa colectiva y anónima. Algo así como culpar a todos para que nadie sea culpable.
Mientras tanto pretendieron sobornar a las familias con reparaciones económicas a cambio de silencio. Derivaron a jóvenes y adultos a la atención en consultorios para que desahoguen su angustia entre cuatro paredes, intentando evitar que esa misma angustia -confluyendo con la de cientos de personas más- se transformara en fuerza de rebelión.
Y cuando, a pesar de todo, esos jóvenes sobrevivientes, sus amigos y familiares expresaron su bronca y su dolor manifestándose por miles frente a la sede del gobierno de la Ciudad al grito de «Ibarra y Chabán la tienen que pagar», el gobierno ordenó la represión, Duhalde metió a Juanjo Alvarez -el asesino de Puente Pueyrredón- en el gabinete y comenzó una campaña coordinada con los medios contra la eventual politización de las marchas.
A esos jóvenes a los que se arrancó el derecho a la vida, a la diversión, al trabajo y a la educación, también se les quiere arrancar el derecho a la política.
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Gobiernos cipayos, empresarios esclavistas y una podrida burocracia sindical los condenaron, en las últimas décadas, a la flexibilización laboral, la desocupación y la precarización del trabajo. Los jóvenes fueron «arrojados», literalmente, de la educación, del trabajo, de la cultura y las actividades sociales en las que compartían sus experiencias. Sólo en el Gran Buenos Aires, el 52% de los menores de 18 años vive hoy en condiciones de indigencia. Ellos constituyen casi el 100% de las víctimas del gatillo fácil policial, las redes de tráfico sexual y de explotación del trabajo infantil.
Los que aún pueden trabajar, lo hacen sin derechos sindicales, previsionales ni cobertura médica, soportando las condiciones esclavistas de los Mac Donald’s, las estaciones de servicio o las grandes multinacionales como las telefónicas y otras empresas que, bajo la mentira de las pasantías, superexplotan a la juventud con sus contratos «basura».
Al mismo tiempo, la privatización de los servicios, de los espacios públicos e incluso de los barrios para ricos y el deterioro de la educación y la salud públicas contribuyeron a una mayor segregación de la población, debilitando la interacción social y promoviendo la formación de grupos de pares, centrados en la acción de rituales y emociones compartidas. Porque si la única política visible es la de la frivolidad y la corrupción televisadas, los jóvenes difícilmente avizoran perspectivas de cambiar sus condiciones de existencia. Entonces, sólo queda el refugio de las bandas, las tribus urbanas y otros grupos de pares, como los que hemos visto en cada movilización exigiendo justicia por los pibes asesinados en Cromañón, como lo demuestran las banderas entregadas como tributo junto a las vallas que aún cierran el paso al boliche de la masacre.
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Hoy, los partidos patronales siguen haciendo su política sobre la masacre, intentando plebiscitar la permanencia de Ibarra en su cargo, después de que el jefe de Gobierno encargara una encuesta de opinión ciudadana, mientras aún lloramos a los muertos.
Con el respaldo del matrimonio Kirchner y el padrinazgo mafioso de Duhalde, Aníbal «Cara de Piedra» Ibarra montó el circo de la Legislatura que indignó a las familias de las víctimas y ahora se prepara para la consulta sobre su permanencia en el cargo, que tiene resultado cantado.
Y esas no son las únicas maniobras políticas… Hay otra, la peor, la más certera: la de agitar el fantasma de la «política» ante cada acción de justa y sana rebeldía, como si sólo ellos tuvieran derecho a ejercerla. ¡No hagan política con el dolor! ¡En las marchas se infiltran los partidos políticos de izquierda! En República (burguesa) Cromañón, sus dueños pretenden que la política sea monopolio exclusivo de doctores corruptos y empresarios
Su política es explotación, entrega, miseria y también muerte de tantos inocentes. Pero también existe la política de la fraternidad, la solidaridad, la lucha inclaudicable contra la opresión y el ideal de una sociedad sin explotadores. Los políticos patronales saben perfectamente que esas ideas cuajan en los jóvenes necesitados de ideales y ávidos de justicia. Por eso les preocupa tanto que el dolor se transforme en la política de los de abajo, golpeando arteramente en la crisis política que tienen ellos, los de arriba.
¡Las calles son nuestras!, dicen los pibes callejeros… hagamos también que la política de la justicia y la rebelión, la política de los explotados -independiente de todos los que hacen la política de los explotadores- también sea nuestra.