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¿No les da vergüenza?

Fuentes: Jacobin

Tras un debate que duró trece horas, la Cámara de Diputados de Argentina aprobó el proyecto de Aporte Extraordinario a las Grandes Fortunas, que este jueves se debate en el Senado. La oposición por parte de las 11.865 personas alcanzadas es feroz. Su egoísmo, insólito.

En febrero de 2018, el magnate farmacéutico Alejandro Roemmers festejó sus 60 años. Lo hizo en Marruecos, con una fiesta que duró tres días e incluía pasaje ida y vuelta en distintos vuelos chárter que fletó para más de 600 invitados. En el aeropuerto de Marrakech los esperaba una comitiva de mujeres disfrazadas de bereberes que les marcaban con pétalos de rosas el camino hasta los vehículos. Allí, le entregaban a cada uno una moneda de oro y una llave, con la que podrían participar después de sorteos por viajes por el mundo. Los autos los trasladaban hacia alguno de los tres hoteles que Roemmers hizo cerrar para la ocasión. Hoteles que no eran 5 estrellas, sino 5 diamantes. La fiestita, de tres días, cerró con un show de Ricky Martin. Sí, ese Ricky Martin.

Los 60 de Roemmers costaron 11 millones de dólares. Una cantidad de dinero importante (cinco escuelas públicas grandes, por hacer una comparación), pero quizás no tanto para alguien tan acostumbrado al lujo. En el garaje de su condominio en Brickell Key, cerca de Miami, Roemmers tiene estacionadas una Lamborghini violeta, una Maserati celeste, un Bugatti y varias Ferraris de distintas épocas.

Es solo un ejemplo. Otros dos: los supermercadistas Federico Braun y Alfredo Coto, uno a cada lado de la grieta. Federico es tío de Marcos Peña, el exjefe de gabinete de Macri; a Alfredo le gusta decir que «se hizo de abajo» y creció como nunca con gobiernos peronistas. Al inicio de la pandemia, ambos hicieron plata cuando nadie más la hacía. Cuando la gente se empezó a stockear ante la incertidumbre de aquellos primeros días, registraron picos de ventas importantísimos. Los supermercados no cerraron nunca. Sus empleados se contagiaron de COVID masivamente y se las arreglaron para que no los obligaran a cerrar ni una sucursal. El Estado incluso les pagó la mitad de los sueldos a sus empleados, los peor pagos del país.

Jorge Brito falleció pocos días atrás al estrellarse su helicóptero privado en su Salta natal. Se definía como un «banquero peronista». Venía de invertir 100 millones de dólares en una torre corporativa nueva en Puerto Madero. Cien millones de dólares en una mole de treinta pisos que le diseñó César Pelli y que construyó Caputo, el hermano de la vida de Macri. También solía destacar su condición de self-made man. Su fortuna personal, de unos 600 millones de dólares, nació de la financiera que fundó con su socio y cuñado, Ezequiel Carballo, que les sirvió a ambos como plataforma para aprovechar, primero, el «Rodrigazo» de 1975 y, después, la «plata dulce» de Martínez de Hoz.

Otra vez, fueron millones que se acumularon en sus manos mientras las manos de millones se vaciaban. La última intervención pública de Brito antes de morir fue un reportaje donde arremetió contra el Aporte Solidario y Extraordinario de las Grandes Fortunas, el impuesto del 2% por única vez que propusieron en el Congreso los diputados Carlos Heller y Máximo Kirchner. «Va a generar una rebelión fiscal sin precedentes», amenazó.

Otros magnates argentinos, en los últimos meses y con mucha alharaca, dijeron: «¿Saben qué? Me voy a Uruguay». Marcos Galperín, por ejemplo, dueño de Mercado Libre, se radicó en Uruguay a fines del año pasado. Gustavo Grobocopatel, el rey absoluto de la soja en Argentina, también radicó en Uruguay su residencia tributaria.

Al contrario de lo que procuran instalar todo el tiempo los medios, los ricos pagan poco en impuestos en la Argentina. Los impuestos sobre el patrimonio que recaudan los tres niveles de gobierno (nacional, provincial y municipal) apenas representan un 3,2% del PBI, una porción muy menor del 27,4% del PBI que se recauda en total. Pese a ser uno de los únicos tres países latinoamericanos que conserva con Bienes Personales algo parecido a un impuesto «a la riqueza» —junto con Colombia y Uruguay— Argentina se mantiene bien por debajo del 3,8% de Canadá o del 4,4% de Francia.

Más que bajas alícuotas, a los ricos les juega a favor el truco de las valuaciones fiscales. Es gracias a esos precios de fantasía de campos y mansiones que se achica la base imponible. Y lo recaudado, claro. Si alguien tiene una mansión de un millón de dólares, una quinta de fin de semana del mismo valor, un Audi cero kilómetro, una 4×4, un depósito en un banco por más de USD 400.000 y diez oficinas para alquilar, no paga el impuesto a las grandes fortunas.  Queda fuera del alcance del proyecto porque no llega al patrimonio (fiscal, claro) de 200 millones de pesos. La cuenta se hace al tipo de cambio oficial ($81,29 a fines de noviembre).

Argentina y el mundo

Siete meses y siete días después del día que se supo que habría un proyecto de ley en ese sentido, casi tres meses después de que el proyecto se presentara y un mes y medio después de que obtuviera dictamen favorable en la comisión de presupuesto y hacienda, en Argentina llegó —por fin— el momento de discutir el impuesto a las grandes fortunas.

La semana previa a que el gobierno anunciara el proyecto, Branko Milanović, el máximo experto mundial en desigualdad, decía sobre esta crisis, una crisis inédita en la historia del planeta: «esto es casi una como situación de guerra, y se pueden tomar decisiones de emergencia. Históricamente, siempre ha habido impuestos extraordinarios en situaciones así. Se puede cobrar una tasa muy alta sobre los ingresos o sobre la riqueza por única vez, así la oposición política es menor».

La receta de cobrarle impuestos a los más ricos no es algo que haya surgido acá nada más, algo que se le haya ocurrido solo al gobierno argentino. Es algo que se discutió en todo el planeta. España, por ejemplo, el mes pasado aprobó algo muy parecido: una suba del IRPF, el impuesto a la renta de personas físicas. Y no lo subió por única vez, sino de manera definitiva: de acá hasta que se aflojen las necesidades fiscales por la pandemia y por la crisis económica que desató la pandemia.

Son numerosos los países donde se dispusieron tasas de manera excepcional. El nuevo gobierno de Bolivia acaba de proponerlo, también de modo permanente. Lo mismo se hizo en Holanda, donde se establecieron «bonos patrióticos». Muchos estados de Estados Unidos, incluso, votaron en estas últimas elecciones subir impuestos a los ricos para paliar los efectos de la pandemia.

En la historia, como decía Branko Milanović, abundan ejemplos de medidas similares. Sin ir más lejos, San Martín cobró un impuesto especial a los ricos en Cuyo para financiar el cruce de los Andes. Güemes hizo lo mismo en Salta, para frenar a los españoles en el Alto Perú en plena Guerra de Independencia. Y Franklin Delano Roosevelt empezó a desterrar la Gran Depresión cuando consiguió que se aprobara la Ley Impositiva de 1935, que llevó el impuesto a las ganancias al 75% para quienes ganaran más de 500 mil dólares al año.

En situaciones de guerra, en situaciones de catástrofe, siempre pasó esto. Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa forzó a sus ricos y a sus acaudalados a pagar contribuciones especiales para la reconstrucción. Alemania y Japón cobraron 70%, 80% de impuestos a los más altos ingresos.

Y era lógico: eran países devastados. Devastados como estamos ahora nosotros, después de esta pandemia que se montó, a su vez, sobre el desastre macroeconómico que generó el gobierno de Macri.

Meritocracia y derrame

La argumentación de los millonarios contra el impuesto gira en torno a dos ejes principales. El primero apela a la famosa teoría del derrame. Lo que dicen es que si les cobran un impuesto adicional van a dejar de invertir. Y si dejan de invertir va haber menos empleo, y entonces los pobres —que no pagan este impuesto— van a estar peor porque van a tener menos empleo, menos oportunidades y menos todo.

Esto se puede contestar fácilmente desde el punto de vista contable: la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) registra que, entre quienes tienen más de un millón de dólares declarados en Bienes Personales, el 70% de sus patrimonios está en el exterior y un 30% en el país. Dólar adicional que se capta, dólar que se fuga. Un impuesto así, en vez de frenar las inversiones, ¿no frena la fuga de capitales?

El segundo argumento en contra es que cobrarles un impuesto a ellos es dar una señal al resto de la población de que el esfuerzo no vale: que no hay que hacer como ellos (que estudiaron mucho y se esfuerzan todo el tiempo) porque, «total, cuando haga plata me la sacan con impuestos».

Como dice el doctor en Economía rosarino Gustavo García Zanotti, el «meritocrático» es un contraargumento de índole más moral. Pero también tiene un abordaje contable y, según la AFIP, lo del mérito no es tan así. En la abrumadora mayoría de los casos, lo que cimentó esas fortunas es la especulación con bonos o acciones extranjeras, la herencia (en el caso de los campos), la renta de inmuebles y los intereses por depósitos. De lo declarado en Bienes Personales, por ejemplo, la mitad está colocada en bonos de la deuda. Una cuarta parte aparece bajo la forma de depósitos bancarios, un 20% como inmuebles y solamente un 5% está puesto en empresas registradas en la Argentina.

A la hora de esgrimir excusas jurídicas, en el debate en Diputados hubo dos muy repetidas. La que más se oyó fue la de la «doble imposición», porque parte de lo que grava el Aporte ya es objeto del tributo anual sobre los Bienes Personales. La AFIP informó al Senado que el 84% de la base imponible del Aporte está exenta de Bienes Personales. Esto se debe a que no lo pagan las acciones, los bonos ni el resto de las colocaciones financieras.

La otra, que esgrimió Brito pero también otros referentes oficialistas —como José Ignacio de Mendiguren, expresidente de la UIA y actual titular del Banco de Inversión y Comercio Exterior (BICE)—, es que el Aporte «discrimina a los argentinos» porque, al gravar a las personas, pone en desventaja a los empresarios locales frente a los extranjeros. El accionista mayoritario de Carrefour, sostienen, no lo tiene que pagar, mientras que Coto o Braun sí. Este argumento es tan disparatado que en una discusión honesta intelectualmente ni merecería respuesta. Es claro que el accionista francés es objeto de otros impuestos en Francia. Pero además, la supuesta «discriminación» solo opera si el empresario local retira ganancias de su empresa y las coloca en su propio patrimonio. Sobre lo que reinvierte, el Aporte no se aplica.

Egoísmo, angurria y algo más

Hubo un gigantesco lobby en contra del Aporte. Primero, simplemente, fue un: «che, no me vayas a cobrar, mirá que yo soy el que invierte». Después se convirtió en una corrida cambiaria que hizo que el dólar informal rozara los 200 pesos argentinos. También los grandes medios se abroquelaron en contra. Portales muy concurridos publicaron noticias con títulos como «Reflotan el insólito impuesto a los ricos».

¡Lo insólito es que los ricos no quieran pagar en un contexto así! Lo insólito es que se nieguen a aportar un 2% de sus patrimonios cuando, además, se les cobra en pesos argentinos. Un 2% es lo que se valoriza un capital en pesos en apenas un mes por quedarse en dólares. Solo por esa ganancia, producto de la dolarización, en un mes ganan lo que este proyecto quiere cobrarles de manera extraordinaria por única vez. A eso se oponen con tanta furia; eso es lo que impulsa a gente como Marcos Galperín o Gustavo Grobocopatel a irse del país.

A Gerard Depardieu, cuando se fue a Rusia para no pagar impuestos con la guita que hacía con sus películas en Francia, le armaron un escándalo nacional. Le dijeron «preferís el patrimonio a la patria» y le costó reputación, le costó otros papeles en películas, le costó que un montón de sus compatriotas lo odiaran.

Acá no se trata de odiar a nadie. Solo de reflexionar. Las 11.865 personas más ricas, el 0,02% de la población argentina, ¿no está en condiciones de dar una mano ahora? A la gente que gasta 11 millones de dólares en una fiesta, ¿le cambia mucho pagar un 2% en pesos, cuando tiene su patrimonio dolarizado?

Ese 0,02% de la población hizo todo el lobby que pudo. Después, descargó todo tipo de amenazas en los medios de comunicación. Y ahora va a ir a Tribunales a gastarse en abogados y tributaristas lo que no quieren poner para que coman los pobres, o para que esos mismos pobres puedan acceder al tratamiento si se contagian de COVID. Ese 0,02% de la población, en un momento dramático para toda la humanidad, en un momento en el que el planeta se asoma a la extinción —sí, a la extinción—, no quiere poner 2 de cada 100 billetes que atesoran. Dos de cada cien, por una única vez.

Los sedantes y analgésicos necesarios para atender a las personas que están internadas por COVID (alrededor de cinco mil, actualmente, en Argentina) aumentaron sus precios más de cuatro veces desde que empezó la pandemia. Los remedios más comunes, esos que vende Roemmers —el tipo que festejó sus sesenta a todo trapo— vienen de aumentar un 500% durante el gobierno de Mauricio Macri. Son los dueños de esas empresas, magnates acaudalados a niveles inimaginables, los que hoy, en esta situación, se niegan a hacer un aporte.

Esto habla de algo más que de egoísmo y angurria. Es una cuestión de poder. Como dijo Beatriz Sarlo, a los ricos les gusta hablar de solidaridad con conductoras de teletones, pero no quieren ni escuchar hablar de solidaridad cuando hablan con sus contadores.

Que se apruebe el proyecto de Aporte Solidario y Extraordinario de las Grandes Fortunas es un tiro para el lado de la justicia. Y los que no lo quieren pagar deberían saber que les están haciendo precio, que la están sacando barata. A todos ellos, cabe preguntarles: ¿no les da vergüenza?

Alejandro Bercovich. Economista por la Universidad de Buenos Aires y periodista. Conductor de Brotes Verdes y Pasaron Cosas, columnista en Diario BAE Negocios y Revista Crisis.

Fuente: https://jacobinlat.com/2020/12/01/no-les-da-verguenza/