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No se culpe a nadie

Fuentes: Rebelión

«El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel» comienza diciendo Julio Cortázar en su «no se culpa a nadie«. Es verano en Argentina, y hace frío al llegar la noche. Por la televisión muestran la nieve estadounidense (no es tanto el frío que hace en […]


«El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel» comienza diciendo Julio Cortázar en su «no se culpa a nadie«. Es verano en Argentina, y hace frío al llegar la noche. Por la televisión muestran la nieve estadounidense (no es tanto el frío que hace en esta región, pero el estío se ha marchado de las noches y un poco de los días).

En las noticias se anuncia la llegada de Navidad (o lo que es loas al consumismo). Largas colas en los shoppings abiertos hasta la madrugada, llenando trineos y dando de pastar a los renos. En las noticias se muestran esas largas colas vehiculares que regresan de los lugares aquellos en los que el asado o la pavita rellena sació los apetitos fuera de la religiosidad.

«Hoy… como siempre las noticias no hablaban de ti» pienso, parafraseando a Sabina, mientras veo a un «nadie» recostado en la vereda, muñido de su brindis cotidiano, y ausente hace tiempo y no por decisión propia de la Navidad de las noticias y de las noticias (a no ser que el morbo de su muerte el día que eso ocurra pueda pintar imágenes amarillas). Jaime, dicen que se llama así, que fue Jaime Rosas un excepcional estudiante de medicina, dicen que tuvo un accidente, dicen que se cayó del tren… Está loco, también lo dicen y lo creen. Él a veces grita «esos milicos no pudieron matarme». Nació en Piura, Perú, hace casi sesenta años, y vive -si así puede decirse- sobre la vereda de mi barrio.

Dos adolescentes duermen intensamente a la sombra de un carrito repleto de cartones. Están empapados del derrame del alcohol teñido, también llamado vino, trasvasado a una botella plástica de gaseosa. Anochece, están casi frente a la ventana de mi departamento. Me peleo con una señora, de alma pura como el vino al que ella seguramente accede.

«Pueden no haber comido, pero el vino nunca les falta«. Señora ¿y la vida? ¿no les falta? El trabajo puede faltarles, y pocos reparan en eso. La dignidad puede faltarles, y pocos reparan en eso. Sin embargo, el vino visibiliza la miseria y hace un efecto tipo espejo donde aparecen reflejadas nuestras miserias, y para negarlas los transformamos doblemente en miserables a ellos ¡alzamos nuestra voz moral! sobre lo que está bien y lo que está mal. ¿Por qué habrían de querer tener conciencia racional del «»mundo? ¿Para ver que en los noticieros muestran las posibilidades de acceso a un mundo que no les es propio? ¿Para escuchar los ring tone de los celulares ajenos? ¿Para saber que un kilogramo de azúcar siempre tiene la misma cantidad de azúcar, y sin embargo, su precio varía de manera creciente sin que guarde proporción con el sueldo del asalariado que va a la zafra? ¿La racionalidad del «mundo»?

«No, claro, la culpa no es de ellos«, dice la señora ante mis objeciones. «Pero mía tampoco» dice la señora ante mis objeciones.

No se culpe a nadie, no sea cosa que seamos todos culpables.

Y si al menos no llegamos a culpables, tenemos carátulas de complicidad y encubrimiento. Porque la señora lo sabe, inconscientemente lo sabe, que si ellos no llegaran a situaciones tan extremas tendrían mejores posibilidades para elaborar una conciencia de sí como seres explotados, marginales y excluidos, a la vez que podrían agenciar que el mundo no nos es dado e inmutable.

En menos de cien metros condensadas las existencias, sobre cuyos cuerpos recaen los látigos de las políticas económicas de las últimas tres décadas; la historia de aquel estudiante que desapareció (de la facultad inclusive), que algunos dicen que tuvo un accidente y que él ya no recuerda más que algunos fragmentos de su casi sexagenaria vida, y la de dos adolescentes tirando de un carro, a su sombra descansando de la aflicción del día, mientras la noche viene fría y preparada de noticias. Nosotros, los sobrevivientes, cada tanto nos transformamos en espectadores dobles: vemos las noticias de la televisión y vemos lo que en las noticias de la televisión no se ve. Y a diferencia del personaje del relato de Cortázar, estos ya han caído al borde del suelo, y no tienen pulóver azul en el cual enredar sus frioleras, apenas algunos agujeros y mucha miseria, como la nuestra.

No se culpe a nadie, así este sistema reproduce modelos, y sigue -en tanto abstracción- devorando vidas.