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Once, a un año

Fuentes: Rebelión

Hay que oírles la voz. Quieren decir cosas, llenos de entereza. Pero hay algo en su tono. Un tenue temblor que se va acentuando con las palabras. Hablan de sus vivencias, describen su dolor, semblanzan a sus queridos ausentes…. Y se quiebran. La voz adopta la forma de sus espíritus: están rotos por el dolor. […]

Hay que oírles la voz. Quieren decir cosas, llenos de entereza. Pero hay algo en su tono. Un tenue temblor que se va acentuando con las palabras. Hablan de sus vivencias, describen su dolor, semblanzan a sus queridos ausentes…. Y se quiebran. La voz adopta la forma de sus espíritus: están rotos por el dolor. Así se los escucha a los deudos de quienes murieron en la Tragedia de Once, hace exactamente un año.

El dolor ciega, pero busca señalar a los culpables. En este caso, niega a la representación política, sin darse cuenta que está produciendo un hecho político: el no claudicar en la causa por condenar a los culpables es tan político como las banderas que niegan para el acto en memoria de los queridos ausentes.

Lamentablemente, la «Justicia» de este país injusto, podrá llegar a condenar con suerte a los ejecutores de una determinada política de Estado respecto a los ferrocarriles, pero jamás podrá tocar a los verdaderos responsables políticos: el matrimonio Kirchner y la mayoría de sus secuaces. Los trenes son un servicio público cuyo desenvolvimiento en sociedad está determinado por quienes conducen alternativamente el Estado. Durante 8 años, el matrimonio gobernante supo cómo viajaban los asiduos usuarios de todas la líneas ferroviarias, pero nunca hicieron más que subsidiar a quienes concesionaban para llenarse mutuamente los bolsillos. ¿Quién puede decir con propiedad y sin temor al ridículo que la señora Cristina desconocía el estado de las formaciones donde decenas de miles de seres humanos exponen sus vidas diariamente? Pues bien, la señora podía cambiar la situación, tenía el poder, la potestad y el deber de hacerlo… pero no lo hizo. En su capitalismo «de amigos» (nacionales y extranjeros, más extranjeros que nacionales) privilegió lo que su concepción social le dicta: los negociados por sobre los derechos de los seres humanos.

 

Por eso se habla ahora de que «se debería» llegar a De Vido con la balanza de la justcia, además de a los Cirigliano, los Jaime y los Schiavi. Pero jamás se la nombra a «ella» ni a «él». Cuánto nos falta…

 

Somos muchos los que nos basamos en lo ideológico para sustentar lo que pensamos acerca de cómo organizar la sociedad. Buscamos en lo teórico el apoyo a nuestros sueños. Y está bien que así sea, ya que alguien dijo alguna vez que «sin teoría revolucionaria no hay revolución». Pues bien, es evidente que el cambio social de raíz es ya no una cuestión de justicia, sino de necesidad, de vida o muerte. El asunto es que la realidad nos enseña más que ninguna otra cosa. Y hay una cuestión intuitiva que nos lleva a decir «estas cosas pasan porque los funcionarios y sus familias no viajan en los trenes». Bien, no nos quedemos en la denuncia, entonces. Hagamos algo para cambiar las injusticias en nuestra sociedad. Dejemos de apoyar a quienes no viajan como nosotros. Es más, dejemos de apoyar a quienes no viven en las condiciones en las que nos hacen vivir a nosotros. No apoyemos a quienes no mandan a sus hijos a escuelas del Estado, a quienes no se atienden en hospitales públicos, a quienes tienen custodias especiales, a quienes no trabajan como nosotros, a quienes ganan fortunas y nos condenan a salarios insuficientes, a quienes comen como nosotros no podemos. Dejemos de apoyar a los que moldean la realidad desigual que vivimos, en la que ellos gozan y nosotros nos sacrificamos. Democraticemos las obligaciones, socialicemos los derechos, y dejarán de ocurrir tragedias como la de Once.

También, claro, dejarán de existir los explotadores.

 

Y así sí, podremos aspirar a ser felices.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.