Recomiendo:
0

A 30 años del primer asesinato público de la Triple A

Ortega Peña, el diputado rebelde

Fuentes: Página 12

Hace treinta años, la Triple A asesinaba en pleno centro a Rodolfo Ortega Peña, diputado, abogado, periodista y ensayista, expresión del peronismo revolucionario de base. Comenzaba así la larga lista de crímenes que llevaría al golpe La imagen de la fotografía es siempre la de un hombre con la inteligencia despierta, una inteligencia cazadora, acechante […]

Hace treinta años, la Triple A asesinaba en pleno centro a Rodolfo Ortega Peña, diputado, abogado, periodista y ensayista, expresión del peronismo revolucionario de base. Comenzaba así la larga lista de crímenes que llevaría al golpe

La imagen de la fotografía es siempre la de un hombre con la inteligencia despierta, una inteligencia cazadora, acechante de nuevas realidades y situaciones, para absorberlas, digerirlas y domarlas con una respuesta que le diera la capacidad de transformarlas. La calva reluciente y prematura, los anteojos de armazón gruesa y una barba candado, saco y corbata de abogado y a veces un cigarrillo que le quema los dedos. Es la imagen de Rodolfo Ortega Peña, sus últimas fotografías, abogado, diputado, 38 años. Hace 30 años, la Triple A del ministro José López Rega lo fusiló con ocho balazos en la cabeza, uno en el brazo y varios más en el cuerpo.

Para muchos será injustamente recordado por esa imagen que quedó en los archivos y por haber sido la primera víctima de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) que comenzaba a operar abiertamente un mes después de la muerte de Perón. La ráfaga de ametralladora que lo abatió en Carlos Pellegrini y Arenales, a las cuatro de la tarde del 31 de julio de 1974, imponía su propia lógica también para el recuerdo. Y abría la puerta a la espiral de crímenes y atentados que empujaba indefectiblemente hacia el golpe militar del 24 de marzo de 1976.

Injustamente para el recuerdo porque esa forma de morir no estaba en su elección de vida, aunque todas sus elecciones en esa época podían llevar a ese final. Ortega Peña, el diputado del bloque unipersonal De Base, había sido amenazado varias veces, estaba en una lista que había hecho pública la Triple A, que a partir de ese primer asesinato se fue cumpliendo inexorablemente. La muerte de Perón había desequilibrado el juego político, había creado un vacío que sería ocupado ahora por una atropellada de los peores grupos enquistados en el esquema de poder que dejaba. Y para los que Ortega Peña era un blanco estratégico, por eso lo eligieron para empezar la lista.

Sin integrar en forma orgánica ninguna de las organizaciones armadas o no del peronismo revolucionario e incluso de la izquierda [en realidad se consideraba militante del Peronismo de Base, organización de la izquierda peronista, y fue fundador y director de la revista Militancia, de esa organización] Ortega Peña era respetado por todas. En muchos casos, había sido defensor de algunos de sus dirigentes, con todas había polemizado, había planteado acuerdos y diferencias en un momento en el que esa actitud despertaba la irritación de organizaciones más acostumbradas a que el compromiso ideológico tuviera su correlato en una adscripción vertical y menos discutidora.

La historia de su vida es coherente con esa imagen que quedó en los archivos, el hombre de mirada lúcida que reflejaba una inteligencia innovadora con la capacidad de ver más allá de los discursos instalados incluso en la izquierda. En los años ’60 había sido asesor legal de los sindicatos más poderosos, entre ellos la UOM, había hecho una reivindicación de los caudillos montoneros en la historia y en 1964 había publicado «Felipe Vallese, proceso al sistema», una durísima denuncia por el asesinato del militante peronista a manos de la policía.

No era un bagaje tradicional para el pensamiento de una izquierda que más bien era refractaria al peronismo y al revisionismo histórico en los que, así combinados, creía ver reflejos amenazantes de fascismo. Una época en la que esa visión de la izquierda determinaba que los primeros grupos del peronismo revolucionario encontraran más afinidad con las corrientes nacionalistas. Sin embargo, la nueva visión del peronismo y de la historia serían vertientes importantes del pensamiento de la nueva izquierda que crecería desde el ’66 en adelante y en especial durante los años ’70.

El actual secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde [también militante en esos años del Peronismo de Base], que fue socio profesional y amigo de Ortega Peña lo recuerda en sus épocas de estudiante: «Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de filosofía, estudiando luego ciencias económicas; polemizando con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossio sobre la teoría ontológica del derecho, con Tulio Halperín Donghi sobre la significación del Facundo; con Marechal y Sábato sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado, pocos casos debe haber en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo tiempo con tan poco interés en dedicar su vida prioritariamente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el fin un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego».

Todos los trabajos periodísticos y ensayos llevan la firma de los dos socios, desde prólogos a escritos de John William Cooke, hasta Facundo y la Montonera o La Baring Brothers y la historia política argentina donde denunciaban a Bernardino Rivadavia, el primer presidente, icono de la historiografía liberal. Duhalde lo ha definido como «peronista visceral y gramsciano convencido» en una mezcla que bajo la apariencia de complejidad esconde la verdadera sencillez frente a la dificultad que tienen los dogmas para adaptarse a una realidad concreta.

Es probable que esa decisión de poner la inteligencia al servicio de un proceso de transformación de la realidad, y no al revés, donde los dogmas se esfuerzan por adaptar la realidad a sus vericuetos y terminan siendo puros pero inofensivos, haya sido uno de sus aportes más importantes y el que lo trasciende con más fuerza. En una situación como la actual de profundos cambios en el mundo y en el país, que ponen a prueba los esquemas tradicionales, esa actitud de Ortega Peña aparece como exigencia y como ejemplo vigente.

Con la llegada de la dictadura tras el golpe de 1966, Ortega Peña se convirtió en un activo defensor de presos políticos, colaboró en la organización de las comisiones de familiares de presos y denunció las violaciones a los derechos humanos poniendo en riesgo su propia vida. Desde el punto de vista profesional ensayó todos los caminos de una práctica social de la abogacía. Abrió punta en temas que comenzaban a tomar relevancia como la defensa de los derechos humanos y entendió con gran agudeza la proyección política del escenario jurídico. Y al mismo tiempo intervenía en la polémica y la discusión política a través de sus escritos periodísticos y finalmente en las páginas de la revista Militancia que dirigía.

Al asumir como diputado nacional juró con la consigna de las organizaciones revolucionarias: «La sangre derramada jamás será negociada» y se separó del bloque justicialista para conformar un bloque unipersonal. Tras la muerte de Perón y el recrudecimiento de las amenazas, un grupo de amigos le planteó la posibilidad de que renunciara y viajara al exterior. Ortega Peña se negó y rechazó también que le pusieran custodia. El 31 de julio, cuando descendía de un taxi, tras almorzar con su mujer, Helena Villagra, tres hombres que lo seguían en un Fairlane verde lo acribillaron a balazos. Fue velado en la Federación Gráfica Bonaerense [organización sindical afín al Peronismo de Base] y miles de personas acompañaron el féretro hasta la Chacarita, donde fueron reprimidos por la policía. El crimen había sido certero, la democracia se achicaba, el Parlamento no tenía espacio para la voz de Ortega Peña.