Cuando escribo estas líneas han pasado ya más 24 horas desde que la Generalitat Valenciana, gobernada por el Partido Popular, ha hecho efectiva la orden de cerrar el repetidor de la montaña de La Carrasqueta que permitía ver TV3 (la televisión autonómica catalana) en la provincia de Alicante. Los motivos que hay detrás de esta […]
Cuando escribo estas líneas han pasado ya más 24 horas desde que la Generalitat Valenciana, gobernada por el Partido Popular, ha hecho efectiva la orden de cerrar el repetidor de la montaña de La Carrasqueta que permitía ver TV3 (la televisión autonómica catalana) en la provincia de Alicante. Los motivos que hay detrás de esta acción son, naturalmente, políticos. Con esta decisión el Partido Popular pretende matar, como si dijéramos, dos pájaros de un tiro: por una parte, silenciar un medio de comunicación en el que existían espacios para la crítica y la sátira de la nefasta política social, ecológica y lingüística del PP valenciano (cuya enumeración daría como para llenar varios volúmenes) y dibujar con ello un mapa comunicativo monocolor favorable a sus intereses, y por la otra, presentarse a nivel estatal (como generalmente hace la derecha en momentos de campaña preelectoral) como un «partido de orden» al que no le tiembla la mano a la hora de llevar a cabo golpes de mano como éste.
Es descorazonador ver la poca repercusión que ha tenido el cierre de un medio de comunicación cuyo delito ha sido, ni más ni menos, que hacer ejercicio de su derecho a la libertad de expresión. (A lo sumo, imagino que los medios más ultramontanos aplaudirán lo que ha hecho la administración de Francisco Camps como una acción ejemplar contra «el separatismo catalán» o cualquier otra exageración retórica por las que se han ganado a pulso su triste celebridad). Recurrir en estos casos a las hemerotecas para comparar la cobertura de hechos semejantes siempre resulta revelador. Si la sobresaturación informativa no redujera a la ciudadanía a la pasividad y al olvido incluso de los acontecimientos más recientes, veríamos con claridad meridiana la enorme hipocresía de los mass media españoles.
Recuérdese que este mismo verano esos mismos medios de comunicación aprovecharon la negativa del gobierno venezolano a renovar la licencia de emisión de Radio Caracas Televisión (RCTV) para abrir fuego a discreción contra la administración de Chávez. Pocos de ellos se hicieron eco del apoyo de RCTV a la intentona golpista, emitiendo el comunicado oficial de los militares sublevados que, según Otto Neustald, corresponsal de la CNN en Venezuela, había sido registrado en vídeo días antes del golpe; de que RCTV hizo circular la falsa noticia de que Chávez había renunciado a su cargo; de que este canal se negó a mostrar imágenes del regreso de Hugo Chávez al Palacio de Miraflores, emitiendo películas y series de televisión de importación en su lugar; o que, por no extenderme más, de que RCTV emitió hasta 18 horas consecutivas de informativos contra el gobierno durante el lock-out que afectó a la PDVSA. Poco pareció importarles entonces que esta cadena violara sistemáticamente cualquier código deontólogico del ejercicio periodístico, atacara a un gobierno legítimamente democrático escogido con una amplia base popular movilizando a los sectores golpistas del país y que se dedicara, en fin, a la demagogia, la calumnia y la intoxicación mezcladas con generosas franjas de programación dedicadas a unos contenidos de lo más banal. Los grandes medios de comunicación españoles, propiedad de unos pocos grupos empresariales del ramo que pueden llegar a contarse con los dedos de una mano, llamaron a sus campeones de la «libertad de expresión» que, con inmejorable oficio, se dedicaron a golpearse el pecho y rasgarse las vestiduras desde los periódicos y los platós de televisión. Así son los paladines de los medios de comunicación españoles, siempre prestos a solidarizarse con la causa de la libertad de expresión… siempre que medie un océano de distancia.
Retrocedamos un poco más. En enero de 2006 el diario conservador danés Jyllands-Posten publica una serie de caricaturas de Mahoma, en respuesta a la dificultad que Kåre Bluitgen había tenido para encontrar dibujantes que quisieran ilustrar su libro infantil sobre el profeta. Estas caricaturas represetaban a Mahoma con una bomba en el turbante, paseando por el desierto con un asno al fondo o armado con una daga rodeado de dos mujeres cubiertas con el niqaab, reproduciendo, como diría Edward Said, el crudo estereotipo racista por el cual a los «árabes se les tiene por camelleros, por terroristas, por individuos de nariz aguileña, por libertinos venales la riqueza no merecida de los cuales es una afrenta a la civilización real». El incidente, el lector lo recordará, ocasionó varios conflictos diplomáticos, llamamientos al boicoteo de los productos daneses y amenazas de bomba en varias embajadas. En Siria, Irán, Pakistán o Libia se aprovechó el suceso para reforzar la cohesión interna de unos países con graves deficiencias democráticas. A diestro y siniestro aparecieron llamadas a la «libertad de expresión», y de nuevo vimos a nuestros habituales dolientes desfilar en procesión por los medios, quejándose de la permisividad de la izquierda. Entonces fue muy fácil ponerse allí donde sopla el viento. Nadie se molestó en bucear en los archivos para destapar que el Posten se había negado a publicar una caricatura de Jesucristo -pues es mucho más fácil atacar a una minoría religiosa en un país de confesión mayoritariamente luterana, para luego exigirles que doblen la cerviz como si nada hubiera pasado y sirviéndose mezquinamente de un derecho inalienable como paraguas a las críticas-, que el diario danés mantenía unas excelentes relaciones con el teleevangelista Pat Robertson o que evocó en sus páginas la posibilidad de crear campos de concentración para los emigrantes islámicos recalcitrantes. La ONG Red Europea Contra el Racismo (ENAR, en sus siglas inglesas) hizo público un informe en el que se denunciaba la política editorial del Jyllands-Posten y su discurso alarmista sobre la inmigración, discurso que proporcionaba abundante munición a la derecha danesa. Si nos remontamos incluso un poco más, nos encontramos con que el Posten justificó la «Noche de los cristales rotos» en un editorial del 15 de noviembre de 1938 en el que se decía que «cuando uno ha estudiado la cuestión Judía en Europa, la animosidad hacia los judíos es hasta cierto punto comprensible». Nada de todo lo anterior, insisto, se hizo público (o caló en el público), y los paladines de los medios lamentaron esta pérdida del derecho a la libertad de expresión, un derecho, decían, al que, paradójicamente, no podían acogerse quienes intentaron criticar la decisión del diario danés.
No cuento aquí, desgraciadamente, con tiempo ni espacio para citar más casos. Añádase a los ejemplos anteriores los de cómo el gobierno neoliberal de Margaret Thatcher rehusó renovar la franquicia de la televisión Thames (porque emitió un documental crítico), Tony Blair le colocó un bozal a la BBC o George W. Bush ha sido arropado en sus dos mandatos por una tupida red de medios de comunicación que le son favorables, en ninguno de los cuales recuerdo haber visto a demasiados columnistas, gacetilleros u otros opinadores profesionales lamentar la pérdida de la libertad de expresión, un término que, ocioso me parece decirlo a estas alturas, resulta del todo hueco en labios de según quién y que hasta se asimila a la libertad para que los poderosos abusen de los débiles y hagan, además, escarnio de ellos, un «todo vale» que prevalece incluso por encima del derecho a la paz de los pueblos y de las personas. ¡Extraña concepción del derecho ésta!
El Partido Popular ha tomado la decisión de cerrar un canal de televisión público y de servicio público, muchos de cuyos programas son aplaudidos en Cataluña por público y crítica por igual y reconocidos en festivales especializados de ámbito europeo y mundial. Con esta decisión -que el ministerio dirigido por Joan Clos nada ha hecho por evitar- se priva a miles de personas de acceder a un medio de información, justo en el momento en que tenía en la mano la posibilidad de firmar un acuerdo para que se emitiera IB3 (el canal autonómico balear) y TVV (la televisión valenciana) tanto en Cataluña como en las Islas Baleares, un acuerdo que había sido ya aceptado por el gobierno catalán y el balear, y que hubiera supuesto un aumento de la pluralidad comunicativa en los tres territorios de habla catalana. ¿Dónde están nuestros valientes paladines de la libertad de expresión ante un ataque en toda regla a un derecho democrático fundamental de la ciudadanía justamente aquí, y no en Venezuela o Dinamarca? Una vez más se ha demostrado con creces que sus armaduras, espuelas y espadas pertenecían, en realidad, al señor del castillo, independiente de que en su escudo campe puño y rosa o gaviota de mal agüero.
[Página de ACCIÓ CULTURAL DEL PAÍS VALENCIÀ (ACPV), en la que se lleva una campaña para la reapertura del repetidor de TV3: http://www.acpv.cat/]
Àngel Ferrero es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad.