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Patagonia ensaya la vida sin petróleo

Fuentes: La Marea

¿Qué pasaría si el petróleo se agotara o su precio subiera tanto que fuese imposible pagar el transporte, la luz o los alimentos? La respuesta es que todos los ciudadanos tendrían que adaptarse a las nuevas reglas del juego y modificar sus hábitos de consumo. Un escenario para el que ya se están preparando los […]

¿Qué pasaría si el petróleo se agotara o su precio subiera tanto que fuese imposible pagar el transporte, la luz o los alimentos? La respuesta es que todos los ciudadanos tendrían que adaptarse a las nuevas reglas del juego y modificar sus hábitos de consumo. Un escenario para el que ya se están preparando los seguidores de Rob Hopkins, ideólogo y creador del concepto «Ciudad en Transición», que surgió por primera vez en 2005 en un pueblecito irlandés llamado Kinsale. Este movimiento cuenta con comunidades en transición en todo el mundo. Una de ellas está en la comunidad El Bolsón, en la Patagonia argentina.

Imagínense un día del año 2045. Una jornada laboral con despertador a las siete y media en la que nada discurre como antes. Imagínense ese miércoles cualquiera sin dinero para llenar el depósito del vehículo; con las estanterías de los supermercados vacías y con los enchufes reducidos a dos agujeros inútiles en la pared. Imagínense entonces por dónde empezar.

Esos son los presupuestos de los que parte Hopkins y sus seguidores, que asumen que la sociedad industrial, tal y como la conocemos hasta ahora, tiene los días contados, debido al declive del petróleo (y su consecuente subida de precio) y a las manifestaciones del cambio climático. Por eso, dice Hop-kins, debemos prepararnos para un nuevo orden capaz de autoabastecerse en términos energéticos y alimenticios.

En la comunidad de El Bolsón los pequeños hábitos de la gente vienen cambiando desde hace 50 años, mucho antes de que Hopkins formulara sus teorías. Comprar verduras de temporada, reciclar la basura en el patio de casa o desenfundar la aguja y el hilo en vez del monedero. Todo empezó en la década de los 60, cuando «un grupo de hippies con el propósito de formar una comunidad autosuficiente y centrada en lo local» desembarcó en la población, cuenta el escritor argentino Juan Matamala. Ya por entonces rechazaban la progresiva industrialización y el capitalismo «extremo» de la época, y, sin darse cuenta, fueron pioneros de lo que ahora es formalmente la «Comarca Andina del Paralelo 42», una zona en transición que reúne localidades de las provincias argentinas de Río Negro y Chubut, y que aglutina a 50.000 habitantes, muchos de ellos sensibilizados con esta tendencia de cambio.

Y, sin embargo, si alguien se asomara a las calles frías de El Bolsón -uno de los lugares más activos de esta comarca- en cualquier momento del año, no adivinaría esta metamorfosis. Primero, porque lo antiguo convive con lo nuevo: junto a las dos ruedas circulan vehículos de cuatro, el huerto se codea con el supermercado y la mayoría de bombillas que iluminan el pueblo son de las de toda la vida, las contaminantes. Y, segundo, porque la estrategia de la transición es tipo bottom-up, es decir, nace de las bases para después generalizarse. O, lo que es lo mismo, se manifiesta primero en los hogares, de puertas para adentro.

Una vuelta al pasado

En cierto modo, el colectivo trata de volver al pasado, cuando lo raro era viajar en avión o comerse un aguacate importado de México. El consumo quiere volverse más coherente con ese escenario de realidad futura que plantea esta comunidad: tiende a achicarse, a centrarse en lo local y a reducir el uso de energía, según explica Horacio Drago, del grupo coordinador de esta comarca verde.

Los visitantes notarán pronto los síntomas de la transformación al reparar en los carriles bici -no muy comunes en estas latitudes- y al descubrir espacios de trueque o talleres de sensibilización. Fuera de las casas también hay proyectos, aunque algunos sean embriones que se desarrollan a cámara lenta, como el nuevo sistema monetario local, la cooperativa cerealera o una asociación que vincula a los productores de alimentos con sus consumidores. Su principal anhelo es la construcción de una minicentral hidroeléctrica que ya tiene nombre, Arroyo Lindo. Drago espera que esta central sea capaz de suministrar gran parte de la energía eléctrica que consume El Bolsón.

Y es que el autoabastecimiento de una comunidad pasa por cubrir de forma alternativa los principales flujos energéticos que se encargan de mover hoy a nuestra civilización: la electricidad, el combustible y la comida. Lo dice el director del Centro de Estudios de Energía, Política y Sociedad de la Argentina, Víctor Bronstein, quien da por válido el modelo en transición («es el hippismo del siglo XXI», puntualiza) siempre y cuando se aplique en una población de dimensiones reducidas. Si no, asegura, estaría abocado al fracaso.

El experto explica que la tecnología aún no está preparada, «ni lo estará hasta dentro de 30 años como mínimo», para el relevo energético total. Y que uno de los principales frenos estriba en que los combustibles fósiles son protagonistas absolutos en la producción mundial de alimentos. Los fertilizantes y los pesticidas, que permiten su producción a gran escala, están elaborados con combustibles. Y es también el petróleo quien mueve el sistema de riego, las maquinarias agrícolas y los vehículos que las trasladan. «Sin la industrialización del campo habría una reducción de la población por escasez de comida», zanja Bronstein al respecto.

Aun así, educación, transportes, salud, economía, energía o política… todos los ámbitos son susceptibles de entrar en los planes específicos para que la vida camine sin petróleo. El modelo de trabajo se inicia casi siempre con acciones de sensibilización a la comunidad (debates sobre consumo energético, talleres en torno a las construcciones naturales o cursos que señalaban los alimentos autóctonos del lugar). Más tarde se ponen en común las nuevas ideas para darles forma y empujarlas a la materialización.

Aunque El Bolsón empezó antes, el modelo que aplica, el de «ciudades en transición», empezó en Kinsale, el pueblecito irlandés del ideólogo de esta corriente. Después, le siguieron más ensayos en otras ciudades anglosajonas (Totne, Lews, Penwith, Stroud o Bristol) y, poco a poco, el movimiento empezó a extenderse como el agua. Hoy existe una red mundial de más de 350 lugares en transición que incluye países tan dispares como Chile, Tailandia, Yemen, Canadá o Nigeria (España también, donde hay un grupo en la isla de Mallorca).

Imagen ideal de la ciudad

¿Las razones del éxito? Las transition towns son apolíticas y sus prácticas se perciben como cercanas (la falta de combustible fósil afectará a todo el mundo y, probablemente, en un plazo de tiempo no muy lejano, unas tres o cuatro décadas). Su punto de vista, además, es positivo, porque en vez de estimular el cambio bajo la amenaza de un escenario futuro apocalíptico, se trabaja sobre la imagen ideal y deseable de ciudad.

Con todo, los resultados no son siempre los esperados. Los más escépticos resaltan la poca concreción de las propuestas y aseguran que el entusiasmo de los participantes no es suficiente para conseguir el éxito en proyectos que, en algunos casos, son muy ambiciosos. Cambiar el mundo en que vivimos no resulta ni fácil ni rápido y se desconoce aún si el patrón de ciudad alternativa será capaz de relevar satisfactoriamente al sistema actual y si llegará a tiempo para hacerlo.

Hoy, la matriz energética mundial encumbra al petróleo en el ranking de combustibles más usados (se elige en el 35% de las veces), seguido por el carbón (23%), el gas (22%) y la energía nuclear (5%), mientras que las fuentes alternativas «no mueven un amperímetro en la Argentina», sostiene el estudioso. Para Bronstein las transiciones energéticas son lentas y requieren, como mínimo, de un siglo para consolidarse, aunque «si el petróleo desapareciese abruptamente un día, entonces tendríamos que cambiar a la fuerza e inventarnos otra forma de vivir».

(Este artículo fue publicado en el número de abril de la revista La Marea. Puedes adquirirlo aquí).

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