Reconoce la ciudadanía la talla de una democracia, por el nivel de independencia que aprecia en cada uno de los tres poderes del Estado. Y también por el nivel de independencia del cuarto poder, el periodismo. Pues bien, ese nivel de independencia lo marca por sistema el ejecutivo. Ni el judicial ni el legislativo salvo […]
Reconoce la ciudadanía la talla de una democracia, por el nivel de independencia que aprecia en cada uno de los tres poderes del Estado. Y también por el nivel de independencia del cuarto poder, el periodismo. Pues bien, ese nivel de independencia lo marca por sistema el ejecutivo. Ni el judicial ni el legislativo salvo legislar contra la libertad de prensa, disponen de recursos para imponerse a los demás. Ni en las dictaduras ni en las democracias, aun las más débiles como es la española…
Por eso la fragilidad de la democracia llega siempre por la hipertrofia del poder ejecutivo a costa de la atrofia tanto del poder judicial como del poder legislativo como del periodismo. Y si el legislativo tiene mayoría absoluta y abusa de ella legislando en solitario, con mayor motivo pues lo que hace es reforzar el poder del gobierno. Si eso sucede, si efectivamente el ejecutivo prevalece sobre los otros y el legislativo abusa de la mayoría absoluta, de poco sirve que la constitución proclame como democracia representativa y Estado de Derecho el sistema: el país funcionará como una dictadura más o menos simulada.
Y en este caso, el de una democracia simulada o de muy baja calidad, estamos en España. Los diez o doce años posteriores al fin de la dictadura no se computan sino como preparatorios de un régimen político que instauró una democracia. Pero fue una democracia a la medida de los intereses de unas clases sociales determinadas. Y efectivamente la ilusión funciónó durante los siguientes veinte años locos sumidos en el saqueo y en el derroche de los fondos recibidos de la Unión europea. Lo que ha sucedido es que en cuanto ha irrumpido la crisis financiera han salido todas las lacras, las miserias, el expolio, el cohecho, la prevaricación, la malversación, las argucias, las trampas y el abuso de poder, enseñoreándose la miseria de la vida de millones de españoles. Y aquello que se suponía era democracia se ha revelado como una miserable tapadera para el enriquecimiento de gobernantes y logreros de toda especie. Luego ha bastado la mayoría absoluta del partido del actual gobierno en el Congreso y en parte de las Autonomías, para mostrar la verdadera faz de la realidad: que en España la democracia es una farsa agravada por una reciente ley represora de las libertades cívicas, que la impunidad se perfila en cada caso, y que en absoluto es el demos quien gobierna.
La prueba principal de la falsía o debilidad de la democracia española, aparte las leyes hechas a la medida de los poderosos o incumplidas, es el embridamiento severo e insidioso del poder judicial atenazado por el ejecutivo. Pero la tenaza del ejecutivo no es tanto por su injerencia directa o por la del legislativo, como por el posicionamiento ordinario en asuntos graves del ministerio público y por la actitud enjuiciadora de magistrados ideológicamente comprometidos con los dos partidos principales y con el ejecutivo de turno. No magistrados ordinarios, sino esos situados estratégicamente en el órgano de gobierno judicial (CGPJ), en los tribunales de Justicia autonómicos y en el tribunal clave que es el TC que condicionan las resoluciones de los jueces ordinarios y las de los jueces especiales de la Audiencia Nacional que investiga y sustancia la corrupción.
Pero a lo que vamos. Tampoco el periodismo es mucho más independiente. O por mejor decir, tampoco son independientes los periodistas de los medios oficialistas, prensa y radiotelevisión, que son la quintaesencia del poder visible. Y en este caso, lo mismo que ocurre con el judicial, la no independencia tampoco es debida a la intromisión directa del ejecutivo en el medio sino a la mentalidad de los dueños del medio de que se trate más o menos cómplices del ejecutivo. Los periodistas han de coincidir con la ideología de la persona física, de la persona jurídica societaria o de la jerarquía eclesiástica propietarias, o bien ceder al interés de todos ellos. La prueba está en los avatares profesionales polarizados en dos periodistas de relumbrón: uno descaradamente ideologizado por confeso dispuesto a reforzar el neoliberalismo y por consiguiente enemigo de cambios profundos, y el otro a favor del cambio, doblegado recientemente por el dueño o dueños del medio en el que trabaja.
Y de esa falta de dependencia, por un lado, y del activismo más o menos solapado de los dueños de los medios, por otro, devienen varias de las corruptelas del periodismo español y de los periodistas que deben mirar por a los rendimientos económicos de las emporios a que pertenecen y atenerse a la ideología de sus propietarios lamentablemente por encima de cualquier otra consideración.
Tenemos varios ejemplos indiciarios:
Uno está en la propia investigación de los profesionales de esos medios de la corrupción política. En ella asoma también el fantasma de la corrupción del periodista o del propio medio, al translucir la noticia generalmente escandalosa el tufo corruptor del funcionario que la ha filtrado a cambio de favores o de precio.
Otro está en la falta de dignidad de los periodistas que en una estancia esperan ante un televisor la comparecencia del presidente de gobierno para que no se le hagan preguntas, pero ellos no abandonan la sala en protesta por la tontuna y la desconsideración y se limitan a hacer de ello crítica.
Otro, en ese o esa periodista persiguiendo al político o al personaje de turno para sacarle unas palabras pese a que éste hace palpable desde el primer momento que no tiene la más mínima intención de responder, pero no abandona inmediatamente el intento aunque sólo sea por meras razones estéticas.
Otro, la obsesiva incitación de ciertos periodistas a tomar como enemigo al gobierno socializante de un país latinoamericano, siendo así que el español deja tanto que desear, obviando las relaciones e intereses comerciales y armamentísticos que España tiene en aquel país. Actitudes que contrastan fuertemente con el silencio calculado y metódico de esos mismos medios y de esos mismos periodistas respecto a otros países con los que España tiene relaciones más estrechas todavía que con la nación sudamericana y pese a que pisotean gravemente los derechos humanos y los de la mujer.
Y otro, en fin, hacer de la noticia truculencia, obscenidad, amarillismo y sensacionalismo. Pues todo eso es embadurnar la noticia de un hecho dramático o trágico con la divulgaciónde pormenores del evento bajo el pretexto del «deber de información», durante días o semanas y hasta la náusea. Escabrosidad que supone una indignidad para el periodista, para el medio que representa y para la ciudadanía destinataria de su noticia. Pues las personas sanas de espíritu observan hasta qué punto esos medios oficiales no tienen empacho en explotar la curiosidad malsana y al fin los bajos instintos y la morbosidad de los destinatarios del oficio que son los lectores, los radioyentes y los televidentes. Ese modo de tratar el evento y los ínfimos de detalles en miles de páginas de la prensa, y ese llenar otros tantos miles de horas en radio y televisión acerca del hecho luctuoso o la tragedia, lo acreditan.
Sepa o recuerde el periodismo oficial que la estatura y calidad democráticas de un país también se miden por la clase y estilo de periodismo que predomina; más quizá que por el comportamiento de sus gobernantes, pues estos son de coyuntura e intercambiables mientras que el periodismo perdura y los periodistas les sobreviven. Y en España al periodismo preponderante le falta rigor y le sobra precipitación, le falta objetividad y le sobra ideología, le falta estilo y le sobra dogmatismo y chulería. Además no luce mucho escrúpulo con tal de allegarse las ganancias.
En todo caso los medios no están exentos de responsabilidad en el concierto social. Y desde luego la suya, entre otras, está la de no atizar la degradación moral. Su oficio debe ser arte y no mercancía. Y si en general las instituciones y quienes están a su frente evidencian una deprimente estrechez de miras además de abusar de ellas, al periodismo le falta todavía mucho recorrido para sanear a este país por más que haya destapado la corrupción. Pero me refiero al periodismo oficialista, ése de esos periodistas que exageran o se inventan datos y cifras; ése de esos que, según los casos, empequeñecen lo grave y agigantan lo anecdótico; ése de esos empeñados más en influir y en opinar que de informar; esos que olvidan que un periodismo de altura no es mercadería. No me refiero a los periodistas honestos españoles que no dependen de nadie, o si acaso de ciudadanos asociados, que piden urgentes cambios en la mentalidad del periodista y en la práctica del periodismo. Porque por ahí, por el periodismo, como por la escuela, es por donde deben empezar los cambios que pide a gritos el país. Que se ponga manos a la obra a tal efecto no va a ser ni fácil ni inmediato. Pero deberá contribuir a dignificarse a sí mismo colaborando con los nuevos mandatarios que se perfilan en el horizonte, con los propósitos de llevar a cabo la evicción de tantas causas de ruina y sufrimiento por culpa de ejércitos de mediocres, de arribistas, de logreros y de pusilánimes que han venido desfilando a lo largo de los años hata ahora al frente del país…
Jaime Richart es Antropólogo y jurista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.