Llevo muchos años observando, analizando y haciendo un seguimiento del asunto…
Ya sabemos que, en España al menos, son poquísimos los profesionales de todos los oficios que, para defenderse de sus propias lacras no ponen de pantalla a su digno colectivo. Y también son pocos los que no se defienden entre sí ante los demás, aunque entre ellos a menudo se lleven a matar… Así, más o menos, se comportan todos los profesionales colegiados: abogados, médicos, farmacéuticos, policías… A eso se llama corporativismo. Pero la profesión periodística se lleva la palma de esa clase de celo, en la que la ley del silencio sobre sus fechorías domina entre ellos. Como la Iglesia católica -al menos hasta ayer- ha protegido inveteradamente a sus pedófilos y pederastas. ¡Pobre del profesional que se le ocurra hacer crítica severa de las corruptelas de la profesión o atacar a fondo a otro periodista! Que a nadie se le ocurra cuestionar dicha profesión concretada en la Asociación de la Prensa, ni a ningún colega por indeseable que sean sus malas artes, su chulería, sus maneras o su controvertida ideología…
Pues la percepción que uno tiene desde fuera es que, a excepción de a duras penas media docena de periodistas de primera fila (y al decir de primera fila quiero decir los que se prodigan como conocidos la radio y la televisión), que se las ven y se las desean para mantener a flote sus digitales, la mayoría de los que copan el firmamento periodístico son auténtica escoria de la profesión, de la deontología y de los libros de estilo que atribuyen al periodista el deber de ser veraz, de contrastar la noticia y de ser en lo posible objetivo y neutral. El hecho de que ninguna de esas pautas éticas funcione con el esmero deseable en un país que no esté culturalmente atrasado, trae como consecuencia que infinidad de acontecimientos o hechos o conductas los medios los hurtan a la opinión pública cuando era oportuno hacerlo. Y sólo tiempo después, a veces años, los sacan de los cajones, en la medida que precisan alimentar el fuego sagrado de la «información» después de haberla sustraído, es decir, después de haber «desinformado» dolosamente a la población …
Y si esto es así, últimamente se va notando también, cada vez más, la inclinación de ciertos periodistas a ser transmisores de la maledicencia sin más. Sin duda con la anuencia, si no con la presión, de los dueños de las cadenas. Cualquiera que va denigrando a otro, adversario político o de otra naturaleza, sin prueba alguna de lo que va propalando puede ser acogido en un estudio de radio o en un plató de televisión, dejándole (si no atizándola) que dé pábulo a su bajeza. Otras veces es simplemente el presentador/a el que se hace eco de la presunta injuria o calumnia y convoca al presunto injuriado o calumniado, para que se defienda de la invectiva sin haber aportado prueba alguna, y así poder rellenar el tiempo del programa. Ese «dicen que usted es un ladrón o un corrupto» es últimamente la fórmula común. Sobre todo si quien es objeto de la denigración es miembro o simpatizante del partido que todos sabemos perseguido con saña con más o menos astucia por gran parte de los periodistas. La molestia por comprobar mínimamente lo propalado sin pruebas, no es precisamente una cautela que acredite a esos periodistas nauseabundos que emplean esa práctica y manchan a toda la profesión.
Aunque no es esto privativo del ámbito político. Lo sabemos bien. Ese estilo sin-vergüenza pues es el que abunda en ese otro periodismo de entretenimiento que se llama eufemísticamente del corazón, cuando se refiere a rencillas o desavenencias a menudo provocadas por los bajos del periodismo o prensa del culo. Pues bien, esa práctica es la que rápidamente, como el virus de moda, se va contagiando cada vez con más virulencia al periodismo político. Incluso a veces al presentador/a de turno se le oye responder a quien, por eso mismo, están interpelando: «no va a decirnos usted cómo tenemos que desempeñar nuestra profesión».
Y es que se consideran intocables. Y en cierto modo lo son, pues en el ámbito público en el que se desenvuelven jamás se oye, se ve o se lee a un periodista hacer autocrítica severa de la profesión, ni alusión a la baja estofa con que algunos de sus colegas asiduos de la televisión o de la radio la desempeñan… En suma, el estilo ramplón, barriobajero, rastrero del periodismo se va imponiendo en España. Esa España que nunca deja de ser fiel a su tradición de país de pícaros. Un país que, en lugar de avanzar ética, cultural, política y periodísticamente para solidificar la argamasa democrática burguesa, cada día que pasa muestra más la mano retrógrada de los maestros que en sus Escuelas enseñan periodismo. Más o menos como pasa con la judicatura y con los jueces: cada vez menos conocedores de la epiqueia, concepto fundamental para el enjuiciamiento. A periodistas y jueces atribuyo yo, personalmente, la responsabilidad y la culpa de que España sea en esos aspectos un desastre y vaya de mal en peor…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista