Recomiendo:
0

Los pobres nunca son noticia en Argentina

Piquete en los medios

Fuentes: Rebelión

Corría fin de año, cuando el clima general se enrarece hasta que llegan las vacaciones. El odio ya bajaba a borbotones desde los medios. En un par de días los pobres pensaban llenar la plaza como tantas veces. Los medios pedían muertos sin decirlo, como lo habían hecho en el 76, y antes y después. […]

Corría fin de año, cuando el clima general se enrarece hasta que llegan las vacaciones. El odio ya bajaba a borbotones desde los medios. En un par de días los pobres pensaban llenar la plaza como tantas veces. Los medios pedían muertos sin decirlo, como lo habían hecho en el 76, y antes y después. No hablaban de otra cosa: ¿habría desmanes? Se leía, se escuchaba que esas manifestaciones serían inevitablemente violentas, que si se junta tanto pobre y se lo enardece con bombos, todo termina mal.

Algunos de mis amigos ya creían lo que escuchaban. A pesar de discutir apasionadamente sobre los piquetes, nunca se habían acercado a una de esas protestas. Aquella tarde de la marcha llegué a la plaza temprano, antes que la gran masa de gente. Me senté de espaldas al río, sobre una placa que me permitiría ver por sobre la multitud. Al rato empezaron a llegar. Primero se escucharon los bombos. De a poco se iban acercando. La imagen de los hombres con las caras cubiertas, unidos en un frente infranqueable por palos enormes, era imponente. Tras la primera línea se comenzó a ver la multitud. De fondo, la figura del Congreso recortada contra el cielo en un atardecer de nubes largas, de un rojo furioso, agregaba un toque apocalíptico que estremecía. Ví cómo un enjambre de fotógrafos se ponían enfrente para registrar esa imagen una y otra vez desde distintos ángulos.

La calle era un verdadero río. Un río lento, calmo, que avanzaba con bombos de fondo, pero en silencio. Nadie cantaba, nadie gritaba. Sólo la voz de una mujer que desentonaba por un altoparlante desde una camioneta vieja. Había muchísimas mujeres, muchísimos chiquitos, viejos, hombres, adolescentes, chicas de doce años con canastas de pan casero, chicos y chicas de diecisiete con palos gruesos, bebés… parecían tristes. Estaban cansados. Se notaba que muchos se encontraban al límite de sus energías.

Estos son los desocupados, pensé. Toda esta increíble cantidad de gente no tiene trabajo. Ninguna de estas mamás, ninguno de estos adolescentes, ninguno de estos hombres, estos viejos, tiene adónde mierda ir cada día para sentirse parte de este mundo. Y son miles y miles y miles y siguen llegando. ¿Qué porcentaje de ese tanto por ciento de pobreza serán todos estos miles y miles de personas?

Pasaron unos cuarenta minutos. La plaza parecía llena, pero el río de pobres seguía corriendo, empujaba por todas las calles aledañas. La Avenida de Mayo fluía como una babosa, Diagonal Norte y Diagonal Sur se habían llenado también y corrían en la misma dirección. La columna llegaba hasta el obelisco. El río no paraba, lento, silencioso. Nunca había visto nada igual.

Casi todos llevaban una botella de plástico con agua, un abrigo atado a la cintura y zapatillas. Muchos tenían remeras envueltas en la cabeza a modo de turbantes, con el calor de ese día no había gorrito que alcanzara. Era casi igual que la procesión a Luján, sólo que no venían a rogarle ni agradecerle a nadie. A mi lado, una mujer se sentó, exausta, en el cordón de la vereda y comenzó a amamantar a su bebé. Se miraban mutuamente a los ojos, ella sonreía. No me podía imaginar cómo volvería a recorrer las decenas de kilómetros que la separaban de su casa.

Un viejo muy arrugado y muy flaco me miraba fijo con la seriedad de un chico y el cansancio de los años, mientras esperaba en fila que la multitud avanzara. Le sonreí, pero no parecío notarme. A su lado dos chicas de catorce o quince sostenían una enorme pancarta mientras parloteaban como dos vecinas. De vez en cuando algunos oficinistas cruzaban toda la columna, charlando tranquilamente. Parecían venir de un mundo irreal, inimaginable, pero la gente los ignoraba.

Después de varias horas, la plaza volvió a vaciarse como por arte de magia. Todo había terminado.

Al día siguiente miré los diarios. «Marcha piquetera: otra vez caos y demoras en la ciudad», decía un título sobre una foto de un hombre enmascarado y con un palo que parecía caer sobre el edificio del Congreso. «Piqueteros coparon la ciudad». «Caos de tráfico por desafío piquetero».

Otra vez, los pobres no fueron noticia. Las molestias ocasionadas a los no-pobres lo fueron. Está claro por qué. Los miles y miles de pobres, organizados y exigiendo en paz por lo que les quitaron, por el derecho a comer y vivir, por un pequeñito lugar en este mundo, no son noticia simplemente porque es una noticia que no les gusta a los que nos traen las noticias. Así se les niega, intencionalmente, el derecho de, al menos, ser noticia.

Si los medios quisieran mostrar la realidad de una marcha de pobres, mostrarían cómo esa marabunta está compuesta por mamás que no tienen qué poner en la mesa, por hijos que se aguantan el hambre para no avergonzar a los padres, por amigos que se reparten la nada en pedacitos, por hermanos, por papás humillados, por abuelas y abuelos que ven cómo sus nietos crecen en la miseria. Mostrarían la historia de seres humanos viviendo en una situación desesperante, denigrante. Mostrarían la historia de personas que caminan kilómetros para reclamar pacíficamente por lo que les quitaron.

Pero no quieren que Doña Rosa vea eso. Quieren que vea una foto de encapuchados con palos. No importa por qué necesitan capucha. Por qué necesitan palos. Importa el miedo que la foto produce en Doña Rosa, esa vieja estúpida a la que se dirigen los medios. Así, Doña Rosa cree que la amenaza para el futuro de sus hijos son los piqueteros, y no el BankBoston, Mariano Grondona y Macri.

La estrategia es increíblemente exitosa. Tiempo después pude vivir lo que fue para mí la prueba más clara de la eficacia de este método multimediático. Fue cuando el tren Sarmiento, privatizado y subvencionado millonariamente, me llevaba como ganado hacia el oeste, e inesperadamente se detuvo. Parece que en momentos como ese, cuando un tren se para sin razón alguna entre dos estaciones por más de una hora, cuando la gente empieza a escupir su bronca para todos lados porque ya no aguanta más, es cuando brota con nitidez el inconsciente colectivo. Cuando todos somos Doña Rosa.

Aquel día, mientras los dueños de los trenes se morían de risa dejándonos hermanados en una gigantezca masa transpirada (en sus palacios con aire acondicionado que les pagamos con cada boleto), cuando todos los que estábamos ahí sabíamos que jugaban con nuestro hartazgo para recibir más plata nuestra desde el Estado, en ese momento, la gente empezó a putear. Cansada de maltratos después de un día de maltratos en una vida de maltratos, esa masa de carne de cincuenta metros de largo puteaba para sobrellevar la bronca, y la espera. ¿A quién puteaba la gente porque el tren Sarmiento no arrancaba? Puteaban a los piqueteros.