Dos líneas centrales recorren los últimos discursos presidenciales: la crisis económica mundial y la relación entre los intereses particulares y el bien común en nuestra realidad nacional. El tablero mundial y la conciencia nacional son los dos planos en los que, según Cristina Kirchner, se juega nuestro futuro. «Al mercado hay que respetarlo, pero los […]
Dos líneas centrales recorren los últimos discursos presidenciales: la crisis económica mundial y la relación entre los intereses particulares y el bien común en nuestra realidad nacional. El tablero mundial y la conciencia nacional son los dos planos en los que, según Cristina Kirchner, se juega nuestro futuro.
«Al mercado hay que respetarlo, pero los que gobiernan son los que han sido elegidos para hacerlo». La frase forma parte del discurso presidencial en la UIA, el lunes 21. Tal vez pueda considerarse que esa afirmación enlaza nuestra realidad con los acontecimientos mundiales.
En Italia y Grecia se han formado, a través de los respectivos Parlamentos, gobiernos tecnocráticos explícitamente orientados a garantizar la aplicación de los planes de ajuste elaborados por las autoridades europeas en acuerdo con el FMI.
En España, pocas horas después del amplio triunfo electoral de la derecha, los «mercados» daban otra vuelta de tuerca a la enorme presión que vienen ejerciendo sobre ese país para que aplique la receta del ajuste sin mayores contemplaciones sociales. La conclusión: gobiernos política y financieramente débiles no están en condiciones de ejercer autonomía política alguna; nada que los argentinos no hayamos conocido y sufrido en carne propia.
En estos días, la oposición política está tratando de salir del laberinto construido por sus propios pasos, en una operación de revisión crítica de sus estrategias, que tiene pronóstico reservado. El radicalismo tarda en encontrar una fórmula política operativa capaz de cerrar los enconos internos que amenazan su unidad orgánica. La Coalición Cívica anuncia que pasa de una línea política de derecha a otra de centroizquierda y que, al servicio de ese giro, fulmina el liderazgo de Carrió y se aleja de Bullrich, sin que la naturaleza del cambio ni sus modos operativos queden claros para nadie. El peronismo disidente se desgrana en la intrascendencia. En el próximo Congreso no habrá Grupo A y las mayorías en ambas Cámaras estarán en manos del oficialismo. En estas condiciones, por lo menos provisoriamente y en continuidad con lo que viene ocurriendo ya hace unos años, la agenda de acciones y de obstáculos del Gobierno no pasará principalmente por los partidos sino por la relación entre Estado e intereses sociales particulares.
El mensaje presidencial toca todas las fibras sensibles del capitalismo argentino realmente existente. Alude a la dudosa conciencia nacional del empresariado y a su propensión a las ganancias no provenientes de la innovación ni de la productividad. Incluye a la mentalidad corporativa del sindicalismo, perfeccionada a través de décadas en las que la movilización reivindicativa se constituyó en herramienta de la negociación y de la acumulación de poder. Tampoco dejó pasar la oportunidad de señalar las reticencias del gobierno de Macri para hacerse cargo del subterráneo, que circula exclusivamente por su territorio, como manifestación de particularismo y ajenidad nacional. Con la plataforma del contundente triunfo electoral y la contrastación de la actual situación con la de la catástrofe de fines de 2001, la Presidenta procura encabezar una etapa nueva. No solamente nueva en relación al proceso político más reciente, sino también en relación con una larga historia de particularismos y corporativismos.
Como no puede ser de otra manera, las lecturas del mensaje están atravesadas por la coyuntura y por las apuestas tácticas de cada actor político o social. El párrafo más recortado por unos y otros fue el que rechazó la propuesta sindical de legislar la participación de los trabajadores en las ganancias. No puede dejar de hacerse notar que la argumentación de la Presidenta no se apoyó en una cuestión de oportunidad sino en razones de principio: sostuvo que la economía no se rige por leyes aprobadas en el Congreso y que, si así fuera, no harían falta la CGT y la UIA, entre otras organizaciones. La frase luce contradictoria con la sistemática apelación argumental a favor de la independencia de la política con respecto a las corporaciones. ¿Significa una abdicación de la anterior consagración del derecho a gobernar para quienes tienen los votos? La continuidad del argumento de la Presidenta no parece confirmar esa presunción. El razonamiento avanza en la dirección de la inconveniencia de dictar una norma general para relaciones laborales de un alto grado de dispersión y heterogeneidad, y la conveniencia de que la cuestión se trate en la misma sede que permitió los innegables avances de los derechos laborales de estos últimos años, las convenciones colectivas de trabajo. Efectivamente, una norma legal debería estar en condiciones de evitar la pretensión de igualar realidades empresarias y gremiales muy diversas. Y aun cuando lo lograra, quedaría abierto el interrogante sobre si el sector de los trabajadores efectivamente beneficiado por la regulación sería el más importante en lo numérico y el más necesitado de mejoras en su situación. De hecho, sería muy auspicioso que la central obrera sostuviera, como nave insignia de su lucha, la regularización laboral de millones de argentinos que trabajan fuera de todo régimen legal; es ésta una rémora del extraordinario proceso de precarización del trabajo que atravesamos en las últimas décadas, particularmente en los años dorados del neoliberalismo. Es también un tema interesante para comprobar a fondo el sentimiento de justicia social y patriotismo que suelen jurar de modo sospechosamente unánime los empresarios.
Lo que queda en pie es que el Gobierno no considera que la iniciativa legal de la CGT sea prioritaria, ni siquiera para la clase trabajadora en su conjunto. Eso pudo haberse dicho sin la referencia a un principio abstracto (abstracto pero políticamente muy sensible, cuando se discute la relación entre capitalismo y democracia) como la capacidad del Congreso para legislar sobre las relaciones entre patrones y trabajadores. El silenciamiento de los particularismos corporativos no es posible. Pertenece al mundo de las antiutopías totalitarias. Lo que se está discutiendo es otra cuestión; algo que quedó muy claramente ilustrado en los últimos días.
El Gobierno -en realidad el país- enfrentó exitosamente un duro ataque especulativo contra la moneda. Claramente, como lo expresó la propia Presidenta, el ataque no vino de los jubilados ni de los trabajadores que cobran el salario mínimo; lo protagonizaron en primera fila grandes empresarios, algunos de los cuales según se señaló, habían recibido subsidios estatales para proteger sus empresas consideradas de interés difundido. Lo que ilustra el episodio es el límite en la legitimidad de los recursos que se ponen en juego para defender intereses sectoriales y el derecho del Estado para intervenir en defensa de los intereses colectivos. Ese límite funciona tanto para empresarios especuladores como para sectores sindicales que utilizan el boicot a los servicios públicos como herramienta reivindicativa. El límite no lo pone un elenco con pretensión autoritaria: está en la ley y lo ejerce un gobierno con legítimas cartas credenciales democráticas.
Los límites entre reclamo sectorial y acción política son siempre -e inevitablemente- difusos. En la mayoría de los casos, la acción sectorial tiene efectos políticos directos e inmediatos. Hay una doble cuestión en discusión: los medios y los fines. La validez de los medios es una cuestión legal: un Estado que renuncia a la regulación de las modalidades del conflicto abdica de su función básica, aunque eso no signifique la puesta en acto represiva del monopolio de la violencia legítima como método de disciplinamiento sistemático del conflicto social. La cuestión de los fines es irreductible a la legalidad. Si, como hace expresamente Hugo Moyano, la movilización sindical reconoce como norte que los trabajadores tengan el poder, entonces no tiene que asombrarse que quienes comprenden de otra manera tanto el poder como las necesidades de los trabajadores, y además están en el Gobierno, procedan en defensa de su propio proyecto. La alianza estratégica entre este Gobierno y el movimiento obrero, que unos y otros declaman, no es un ente abstracto: se cultiva o se debilita todos los días. Insistamos: no es la legitimidad del proyecto político de Moyano lo que está en discusión, sino su compatibilidad con el que sostienen quienes gobiernan. Desde 2003 hasta aquí, los trabajadores han obtenido y recuperado enormes conquistas, como las paritarias; el salario mínimo, vital y móvil; avances enormes en el nivel de empleo; mejoramiento de las jubilaciones y ensanchamiento del universo de quienes las cobran; fortalecimiento de sus estructuras sindicales, legislación que retrotrajo la vergonzosa ley Banelco del año 2000, entre otras.
Las injusticias que permanecen no son pocas. Es lógico que quien quiera expresar políticamente a los trabajadores elija su camino. Y, como parte de ese camino, que decida si quiere seguir apoyando al Gobierno en esta etapa o prefiere dejar de hacerlo. No son solamente palabras o declaraciones lo que está en juego: es la práctica política.
Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2011/11/25/4736.php