Se dicen que las nuevas generaciones serán difíciles de gobernar. Así lo espero. Alain Fue un 19 de diciembre. Luego de una larga y tediosa siesta, la resaca los alcanzó. Mucha pastilla atragantada. Mucho champagne barato. Mucho Miami sin bronceador. Pero sonó el despertador. «Que se vayan todos», el primer bramido. Siguieron asambleas, al calor […]
Se dicen que las nuevas generaciones serán difíciles de gobernar. Así lo espero. Alain
Fue un 19 de diciembre. Luego de una larga y tediosa siesta, la resaca los alcanzó. Mucha pastilla atragantada. Mucho champagne barato. Mucho Miami sin bronceador. Pero sonó el despertador. «Que se vayan todos», el primer bramido. Siguieron asambleas, al calor de Holloway y Negri. Se querían llevar todo puesto. «No sirve nada», se quejaban. Después frenaron un momento. Recapacitaron: «no hay que tirar todo a la mierda». Algo sirve. Y, ahí nomás, desempolvaron, de un estante de sus viejos, Scalabrini, Jaureteche, Cooke, Sartre y Foucault. La juventud volvía a la política. O la política volvía a la juventud. Una duda que, banalmente, se disputan actualmente el kirchnerismo y la oposición. No importa quién los invitó a la fiesta, gente, lo importante es que vinieron. Punto y a lo importante.
A brindar: los chicos están de vuelta. Las mesas de los domingos olvidaron la calma. Las universidades rebosan de militantes ansiosos por flamear banderas. En las redes sociales los «mocosos» convocan, protestan, disputan. Vuelve el tuteo a las instituciones. Retorna la provocación al poder. En fin, la irreverencia, que le aporta tanta frescura a la política y le saca sus peores telarañas- lamentablemente no sus momias más horripilantes que siguen deambulando por ahí y acá-, ha regresado (¿para quedarse?).
Pero, hay un problema. O, mejor dicho, una deuda. Si bien es cierto que el primer paso, incorporar a este eslabón que contagia vitalidad y rebeldía al tetris político, está dado, hay que avanzar. Madurar este logro. Se trata de ser ambicioso, democráticamente hablando. La juventud puede- y debe- comprometerse con una causa, en manos de un partido político, una ONG, un movimiento social, etc., eso está claro. Pero esa convicción no debe confundirse con la sumisión o la condescendencia- ambas palabras peligrosas-, que ponen en riesgo la capacidad transformadora innata de cualquier joven.
Goethe decía que «la juventud quiere ser estimulada mejor que instruida». Claro. Nada más triste que un país con una juventud domesticada. O sí, un país con una juventud conservadora, ventrílocua del poder. Y esto, lamentablemente, se está empezando a observar hoy en día en el país. Chicos que confunden lealtad con sumisión. Adultos que prefieren soldados antes que militantes. Políticos golosos -y fracasados- que llaman traidor al crítico. Y otro cúmulo de tergiversaciones que persiguen el pensamiento libre de los novatos.
Oficialismo y oposición están pregonando un trastorno peligroso y difícil de erradicar una vez que está enquistado: el T.A.C, trastorno de apoyo compulsivo. Jóvenes que, con tal de ganarse la simpatía de sus superiores o mentores, cumplen a rajatabla lo que se les ordena, olvidando la reflexión, el pensamiento. Copar un mitin, agraviar a tal opositor, aplaudir tal medida ignorando su contenido, defender a ultranza cualquier atropello, relativizar la pobreza, entre otros panes para ganarse al panadero. Sólo así progresarán en la torre de marfil de la política argentina. La fidelidad a ciegas es el ascensor. La criticidad es el abismo, el vacío, la nada: el ostracismo. No hay matices ni segundas oportunidades. Es el derrotero que hicieron los que gobiernan. Su clave del éxito. El legado maldito de cómo hacer política en estas tierras.
Si observan -vagamente- la realidad, notarán un gran paralelismo con los barones del conurbano. La lógica feudal es la misma: obediencia+silencio= premio y protección. En el mismo saco entran desde Julio Pereyra y Gustavo Posse, intendentes crónicos de Florencio Varela y San Isidro respectivamente, hasta los chicos de Franja Morada y La Cámpora. ¿Qué se consigue? Jóvenes con arrugas. Jóvenes con las peores canas de la política criolla. Jóvenes que empiezan a caminar en política con el bastón del clientelismo. Atrás, lentamente, van quedando los peros, las propuestas, la innovación, la inquietud y la espontaneidad.
La gramática política de los jóvenes debe ser libre, sin dictados ni machetes. Ellos tienen que escribir su propia historia, con sus errores y sus aciertos. No imitar un pasado que, lamentablemente, poco tiene para ofrecerles. Y esto no implica una disconformidad crónica que ataque todo lo que se mueva -o se vote-, sino un sentido crítico permanente. Vivo. Atento. Sin miedo. Que les permita crecer y, a su vez, le sirva a la sociedad, porque su idealismo, en su virginidad más plena, recuerden, por más que lo acusen de inútil o estéril -toda ésa historia conformista y mediocre-, es capaz de regenerar las células muertas de la democracia; de dejar todos aquellos vicios -clientelismo, corrupción, pragmatismo- que atrofian la política y la convierten en un cadáver gris que huele mal y espanta a las generaciones venideras.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.