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Reflexiones para prevenir la nueva campaña mediática en Argentina

Fuentes: Alainet

No es fácil aparecer en pantalla o emitir a través de un micrófono, sin saber qué decir. Tan acostumbrados están gerentes de noticias, periodistas y productores a la difusión de temas por «cadena nacional» que cuando los asuntos de actualidad se diversifican ellos aparecen descentrados, incómodos. En busca de un eje que vertebre sus emisiones.La […]

No es fácil aparecer en pantalla o emitir a través de un micrófono, sin saber qué decir. Tan acostumbrados están gerentes de noticias, periodistas y productores a la difusión de temas por «cadena nacional» que cuando los asuntos de actualidad se diversifican ellos aparecen descentrados, incómodos. En busca de un eje que vertebre sus emisiones.

La cuestión de la seguridad, aún cuando les permitió protagonizar uno de los peores períodos de la comunicación nacional, los hizo felices. Sabían de qué hablar; y tenían la certeza de que todos los canales y las radios restantes se hallaban en lo mismo. Repitieron una y mil veces mentiras extrarodinarias, se asomaron con rostros y voces compungidas e indignadas, batallaron cual carnadura pública de la ciudadanía.

Consiguieron entrevistas exclusivas con Juan Carlos Blumberg, a razón de una por programa, diez o quince veces al día. Le preguntaron las mismas tonterías desenfocadas y se sintieron cuasi héroes al pronunciar la frase filosófica más importante de la historia de la humanidad: «los políticos no hacen nada». Difundieron mensajes filtrados en favor de Pepe de Palermo «estoy harto de los derechos humanos» y de Gloria, de San Fernando: «no se puede vivir más, dónde iremos a parar».

Así que no resulta tan extraño que, en consonancia con la necesidad del poder económico de volver a bloquear un debate político sustancioso que viene creciendo en el seno de la población, retomen el entusiasmo, ordenen los pertrechos y se lancen con ahínco –por estas horas– al nuevo combate cívico: la lucha contra la indisciplina juvenil.

Diez chicos tirando harina y cinco niñas ahítas de pintura en el Colegio Nacional dispararon el genio de quienes ya nos hicieron perder seis meses de análisis colectivo sobre los problemas esenciales de la Nación. Y luego se sumaron inventos varios: violencia en las escuelas, escaramuzas en una plaza, piñas en un picado, alcohol en un local nocturno. Todas novedades gravísimas, como se observará.

Ya emergieron los primeros pensadores: Fernández Llorente dedicó una hora de programa radial y varias de su grisácea incursión televisiva a reflexionar sobre el eje «los jóvenes confunden libertad con libertinaje» y «los padres son responsables por intentar ser compinches de sus hijos». La primera expresión, lo confieso, me retrotrajo a los hondos editoriales de José Gomez Fuentes. La segunda, claro está, me hizo pensar: ¿responsables de qué?

Como no podía ser de otra manera y a pesar de las recientes portadas de Clarín intentando esperanzar a la gente sobre el efecto derrame de los dólares amarillos, el canal de noticias TN se enganchó sin más ni más y lanzó sus movileros a esquivar prolijamente toda información genuina sobre la dramática realidad social argentina y a generar un sinnúmero de coberturas artificiales sobre hechos de vandalismo juvenil e infantil.

La Rock and Pop hizo lo suyo, claro que desde la transgresión: cubrió los festejos del Colegio Nacional y buscó, a toda costa, involucrar en los presuntos desórdenes a «los miembros del Centro de Estudiantes» sobre los cuales ironizó que «seguramente son jóvenes serios que no tienen nada que ver con los incidentes». Por supuesto, logró su cometido, ya que los integrantes del Centro no eran ajenos a los juegos de sus compañeros (no se registró «incidente» alguno) y –con razones ciertas– solicitaron a los muy rebeldes periodistas que se retiraran y dejaran de ejercer el rol de «vigilantes».

Es cuestión de horas para que los medios del Estado, en particular Canal Siete, se sumen al coro y levanten la palanquita de la transmisión en cadena impuesta por las corporaciones privadas para «informar» a la población acerca de lo perdida que está nuestra juventud, nuestros pibes, nuestros bebés. Emergerán, tras sesudas investigaciones periodísticas de eficacia profesional indudable, datos acerca de las agresiones con sonajeros y pelotas de plástico contra Pepe, el de Palermo, y Gloria, la de San Fernando, quienes no trepidarán en denunciar –valientemente– a viva voz, el deterioro del corpus social.

Todos, privados y públicos, lo harán financiados generosamente por fondos del Estado Nacional. Y aquellos medios que insistan en debatir sobre los nuevos pagos de la deuda externa, sobre los indicadores de miseria, sobre la caída salarial, sobre la baja del poder adquisitivo de los planes sociales y sobre las exigencias de las empresas recuperadas, serán sabiamente catalogados como «fuera de la realidad», «negadores de los temas que quiere la comunidad» o simplemente «opositores radicalizados» con visiones «subjetivas».

Vamos entonces, preventivamente, a recordar lo señalado durante la oleada inmediata anterior: según las Naciones Unidas, la Argentina, Uruguay y Cuba son los tres países de América con mejores indicadores de seguridad; como los temas se concatenan, desagregamos y añadimos: también poseen los datos más bajos de delincuencia juvenil. Y vale observar que las estadísticas locales, canalizadas por el Indec, hablan de una disminución del delito en nuestro país a lo largo de los últimos dos años.

Ahora bien. Si el gobierno posee estas cifras ¿porqué admite la difusión de mentiras extremas, pero además acepta polemizar y hasta legislar al respecto? No existe una respuesta unívoca, pero hay un elemento que no es posible desdeñar a la hora de elaborar la comprensión: el forzamiento de la agenda de discusión pública en sentido trivial, le permite disponer de las partidas presupuestarias sin control, resolver el tema de la deuda sin consultar, sostener el nivel de reparto interno sin cuestionamientos con altavoz.

Sin embargo, la pregunta que debería interesarnos es la siguiente: ¿Porqué, si los índices de pobreza son tan elevados, el nivel del delito es relativamente bajo? Hay dos respuestas que confluyen. La primera, que es realmente complicado delinquir en la Argentina sin el concurso de las fuerzas de seguridad. Secuestros extorsivos, drogas, prostitución, crímenes e inclusive robos son, al menos, monitoreados por personal contratado por el Estado para garantizar la seguridad pública.

La segunda, más interesante, que el pueblo argentino, lejos de constituírse en una masa delictiva, tiende a organizarse en derredor de organizaciones sociales, cooperativas, fábricas recuperadas, comedores, redes solidarias. Independientemente de la catadura moral de cada persona, estos emprendimientos permiten, aún a quienes han considerado la perspectiva de delinquir para alimentar a sus familias, una vida más organizada y menos arriesgada que el siempre complejo mundo del hampa. Aquella hostigada historia sindical nacional ha dejado su huella y le brinda nuestra gente herramientas para remar en un mar de dificultades. No es curioso, entonces, que gerentes de noticias, periodistas, productores, orientados en grandes trazos por el poder económico, incluyan entre los portadores del germen de la inseguridad a estas organizaciones, e intenten vincular — invirtiendo claramente los términos– delito con protesta social. Pues lo que en verdad necesitan es convertir a los pobladores más humildes de este país en delincuentes individuales, erradicando así la perspectiva de contar con una masa crítica de luchadores populares.

Esa es la cuestión. Pero hay una más. En esta nueva campaña no faltarán el nabo ni el pícaro, desde la función pública y desde el periodismo progresista, que editorialicen acerca de «la necesidad de combatir el delito juvenil con los derechos humanos y no con abusos policiales» admitiendo así la base errónea de la información. Y, si no nos decidimos a ejercer una libertad comunicacional plena, asentados en un lugar social y regional genuino, tendremos otro añito destinado a escuchar las estupideces de Pepe y Gloria, en lugar de considerar las necesidades acuciantes de la modesta familia argentina real, que vive acá a la vuelta.