La semana pasada, en 6, 7, 8, Dante Palma definió que el sujeto histórico era, hoy, la juventud. El invitado Ignacio Rico, del Movimiento Evita, replicó que el sujeto histórico siempre es la clase obrera. El debate está abierto. En la tradición política de la izquierda, tanto de origen peronista como de origen marxista, cualquier […]
La semana pasada, en 6, 7, 8, Dante Palma definió que el sujeto histórico era, hoy, la juventud. El invitado Ignacio Rico, del Movimiento Evita, replicó que el sujeto histórico siempre es la clase obrera. El debate está abierto.
En la tradición política de la izquierda, tanto de origen peronista como de origen marxista, cualquier expectativa de cambios profundos en las estructuras de poder económico-social tiene como epicentro a los trabajadores. Esto debe someterse, desde ya, a tener presente que el siglo XX presentaba una conformación de estabilidad laboral mayor que la del comienzo del siglo XXI. La idea arquetípica del peronismo y la izquierda revolucionarios era que los trabajadores eran la columna vertebral del movimiento nacional (para el peronismo) o del bloque de clases y sectores sociales revolucionarios (para el marxismo). De allí que los programas y políticas para terminar con el bloque de intereses dominantes (oligarquía o alta burguesía -según la mirada- siempre aliadas a los intereses transnacionales imperialistas) debían contemplar que los intereses populares sólo eran representados de modo profundo por la clase obrera.
La experiencia de la resistencia peronista y de las luchas de los setenta indica que los trabajadores fueron protagonistas centrales de las luchas contra los regímenes dictatoriales y por lograr la «liberación nacional y social». Desde ya, con todas las contradicciones y diferencias que sería engorroso detallar. Diferencias que, además, en más de una oportunidad, estuvieron asociadas a una valoración exagerada de las posibilidades reales de «tomar el poder», un concepto muy extendido en los setenta. En esas luchas, las organizaciones revolucionarias fueron una combinación entre militancia obrera y juventud de origen popular y de sectores medios acomodados, profundamente identificados con una historia de rechazo a una sociedad elitista, a un Estado construido a su medida y con la experiencia del primer peronismo marcada a fuego por los avances sociales que produjo y por la violencia impiadosa del golpismo oligárquico que lo derrocó. Ni hablar de la huella dejada por la última dictadura.
La sociedad sobre la que se asentó la democracia que vivimos logró una serie progresiva de avances en materia de derechos políticos y sociales. Es cierto. Y en la última década incursionó con más profundidad en cuestionar las bases del modelo neoliberal. La distribución del ingreso, medido por sectores sociales, está en el centro de la escena. El kirchnerismo lo planteó desde sus inicios, en 2003, sin vueltas. Eso era una novedad frente al «posibilismo» que planteaban conglomerados políticos sin peso en las fuerzas sociales históricas del cambio. Bellas ideas -como el progresismo o frentes amplísimos sin identidad definida- devinieron en consignas declamatorias para quienes no quieren ver que las disputas de poder implican actores reales, con inserción económica y peso histórico.
El oxígeno que está brindando esta nueva oleada juvenil es extraordinario. Agrupaciones de muy diverso signo parecen marcar un nuevo estilo de construcción sin espantar a los sectores sociales que desconfían de las maneras radiales de hacer política; es decir, aquellas que apelan al discurso colectivo y a frases con arraigo histórico, pero que tienen por detrás a personas o grupos asentados en el poderío que da tener un pedazo -o todo- en el manejo del Estado. Esas cuestiones de forma no son menores y el kirchnerismo no siempre repara en que su poder de convocatoria se ve limitado por esa prerrogativa -no menor- de administrar y gestionar los recursos públicos y convertirlos en parte decisiva de su capital político. Es cierto que este concepto está explotado hasta el cansancio por sectores con grandes privilegios económicos y que pretenden la desmemoria del pueblo argentino. Por algo, por más que repitan esos argumentos, esos sectores no alcanzan a hacer propuestas políticas ni a generar liderazgos nuevos. Es más, pese a esos defectos, el kirchnerismo es el principal motor y referente de la oleada solidaria despertada al calor de las inundaciones. Las redes de jóvenes que pusieron el pecho en estas semanas lo hicieron principalmente por su propia voluntad de ser protagonistas. Y lo hicieron, repito, en buena medida, asociados a esas tradiciones de las viejas resistencias, de las marchas por la verdad y la justicia y tomando como ejemplo a muchas de las medidas más audaces de esta etapa kirchnerista.
Las cuestiones de forma no son menores. Y no sería bueno soslayarlas porque en las formas «no hay males necesarios». Se puede luchar contra el sectarismo, contra la confusión entre recursos públicos y fuerza política. Se puede construir el compromiso social sin necesidad, incluso, de sentirse parte del kirchnerismo. Es más, muchos de los que salieron en estas semanas abrevan en distintas tradiciones: muchos -cada vez más- se vieron contagiados por un catolicismo popular seguramente estimulados por la elección de un papa argentino. Otros forman parte, incluso, de agrupaciones políticas o sociales en nada identificadas con el kirchnerismo. Pero está claro que eso no produjo problemas a la hora de hacer pasamanos y que la mercadería llegara a destino sin que se perdiera nada en el camino.
Pero hay también una cuestión de fondo que no puede soslayarse: para consolidar y mejorar la distribución del ingreso no alcanza con este oxígeno de la movilización juvenil. Se necesitan planes y medidas concretas que permitan avanzar sobre los intereses del privilegio.
Ciertamente no se trata de sólo de sorpresivas medidas de poner topes de precios o disposiciones que no son explicadas en profundidad ni se puede entender en qué dirección van. Hace falta un diagnóstico serio de la realidad económica y social de la Argentina. El Gobierno no lo está dando. Tampoco está abriendo espacios como una mesa económico-social donde estén todos los actores que defienden legítimos intereses. Porque por ser legítimos en abstracto no alcanza. Para que las fuerzas sociales del cambio, especialmente los trabajadores, puedan expresarse es imprescindible que este Gobierno -legítimo de origen y con tradición de no someterse a los privilegios- abra la agenda a los temas de fondo de la economía. Desde cómo se financia el largo plazo hasta cómo se puede redefinir un esquema tributario para que no sean los pobres los que, proporcionalmente, paguen más impuestos. En definitiva, aunque sea demasiado pedir, para avanzar se necesita un protagonismo social más activo de parte de los sectores del trabajo. Ayudar a que se recuperen sus organizadores, ayudar a que emerja una dirigencia sindical no burocrática y buscar de manera creativa que los trabajadores tengan más cauces de participación.
Quizás el kirchnerismo no pueda dar respuestas explícitas a estas demandas. Por muchos motivos. Por su propia concepción de hacer y no explicar mucho para no perder la iniciativa. Por su propia pertenencia a un movimiento policlasista que prefiere avanzar pero también conciliar. Por la grave estructura económico-social en que quedó la Argentina post 2001. Y, también, hay que decirlo, porque no hay una presión social que le permita sentir un pleno y sostenido respaldo para avanzar con más decisión. Sin embargo, hay otras tantas variables que indican los estímulos para abordar una serie de debates más allá de los cambios en la Justicia o la necesidad de no quedar prisioneros de los medios opositores. En América latina hay muchas fuerzas políticas y sociales que van en la misma dirección. Eso no es poco.
Fuente: http://sur.infonews.com/notas/