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¿Terrorismo israelí en Buenos Aires?

Fuentes: La Jornada

En Argentina vive una de las comunidades judías más importantes del mundo. La tercera, después de Estados Unidos y Francia. No todos los judíos argentinos son creyentes, y tampoco resultan ni más ni menos tolerantes que el resto de la población. Pero casi todos sienten tanto o más orgullo de su argentinidad que Jorge Luis […]

En Argentina vive una de las comunidades judías más importantes del mundo. La tercera, después de Estados Unidos y Francia. No todos los judíos argentinos son creyentes, y tampoco resultan ni más ni menos tolerantes que el resto de la población. Pero casi todos sienten tanto o más orgullo de su argentinidad que Jorge Luis Borges, aquel híper-argentino que detestaba ser argentino.

Sin los aportes de la cultura judía, Argentina sería un país menos rico y comprensible. Pensadores y empresarios, artistas y poetas, sindicalistas y revolucionarios, académicos y científicos de origen judío forjaron el «ser nacional» de los argentinos, cabalmente entendido. Es decir, fusionado con el de los pueblos nativos y el de los europeos que a finales del siglo XIX arribaron al río de la Plata.

El grueso de los inmigrantes europeos en Argentina guardaba ideales progresistas. Los judíos no fueron excepción. Quienes fundaron la Chevra Kedusha Ashkenazi (1894, embrión de la Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA) eran mayoritariamente judíos anarquistas y socialistas que en Europa luchaban contra las tiranías.

Por gravitación natural o determinismo clasista, aquellas ideologías emancipadoras chocaron con los sacerdotes de la «hispanidad», el «racismo científico», el clericalismo hostil a «bolcheviques, liberales, ateos y masones», y esa perla funesta de los «valores de Occidente», el antisemitismo doctrinario (antijudaísmo) cocinado en Inglaterra, Francia y Alemania.

Pese a ello, en 1935 se creó la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA). En 1940 fue posible constituir la Vaad Hajinuj (red de escuelas judías) y luego, durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1952), se inauguró la AMIA (1949). Institución de referencia socio-cultural de la comunidad judía (kheilá), la AMIA presta servicios sociales, organiza planes comunitarios, sepelios, posee una enorme biblioteca, archivos de la inmigración desde 1907 y bolsa de trabajo, no sólo limitada a los integrantes de la comunidad.

Ningún investigador o ciudadano argentino (judío o no, reaccionario o progresista) desconoce hoy el apoyo que Perón brindó a la DAIA y a la AMIA. En cuanto al manoseado «fascismo» de Perón, toda inquietud debería cruzarse con su antimperialismo distante de Washington y Moscú, política precursora del Movimiento de Países No Alineados (Bandung, 1955).

Así, mientras sólo algunos trostkistas argentinos conseguían interpretar el peronismo con lucidez, liberales, socialistas, cívico-radicales, conservadores y comunistas consultaban el Libro azul del Departamento de Estado (1945): Perón «fascista». No deja de ser curioso, entonces, que al empezar la guerra fría el nacionalismo de Perón (y no el comunismo) representaba el enemigo de Estados Unidos en Argentina.

Es verdad que en aquella época (y cuando la tragedia de la «solución final» era poco conocida) arribaron al país cientos de criminales de guerra nazis. Sin embargo, mientras los nazis entraban con pasaportes falsos vendidos por algunos funcionarios de la derecha peronista (y Washington los contrataba en su «lucha contra el comunismo»), decenas de miles de judíos se establecían cobijados por la Constitución peronista que, por primera vez, condenaba toda discriminación racial (1949).

Perón fue de los primeros «caudillos» (¿demagogos premodernos?, ¡ejem..!) que en los años de posguerra, y a despecho de Washington, estableció sólidos lazos con la Unión Soviética y reconoció la creación del Estado de Israel. Un hombre clave de esta historia fue muy cercano a Perón: el judío polaco José Ber Gelbard, primer presidente de la Confederación General Económica (CGE, 1950) y ministro de Economía del tercer gobierno peronista (1973).

En tanto, y conforme el Estado de Israel libraba sus guerras contra los árabes a cuenta de los «valores occidentales» (y muy en particular la Guerra de los Seis Días, 1967), los judíos argentinos revisaron enfoques e ideales. Algunos optaron por Caín, otros por Abel, muchos se fueron a Israel y una nueva generación se incorporó a las distintas organizaciones populares y revolucionarias de la época, dando la sangre y la vida por su patria real.

La DAIA se alineó con la gran burguesía argentina y el imperio. Y en la AMIA, los judíos de izquierda empezaron a ser mal vistos. Si en los regímenes militares posteriores al derrocamiento de Perón (1955) un judío marchaba a prisión, era torturado, desaparecido o asesinado, la DAIA guardaba silencio. Pero si las bandas de extrema derecha atacaban a una sinagoga, un periódico o una institución judía la DAIA ponía el grito en el cielo, o financiaba desplegados de prensa contra el «antisemitismo».

En los años del genocidio militar (1976-1983) y después, muchos judíos acudieron a la DAIA y la AMIA en busca de ayuda, justicia, solidaridad. Entonces, rabinos y dirigentes como Rubén Ezrah Beraja, especializados en machacar con los «4000 años de persecución», los consolaban diciendo: «¿Para qué remover el pasado?»

PARTE II

Los argentinos conocieron el lado tenebroso del poder global con varios años de antelación al 11 de septiembre de 2001, cuando el presidente Carlos Menem festejaba el ingreso del país al «primer mundo» y las «relaciones carnales» con Washington anunciaban lo mejor. Entonces las calles de Buenos Aires trepidaron en dos ocasiones.

Los atentados a la embajada de Israel (17 de marzo de 1992) y al edificio de la Asociación Mutual Israelita (AMIA, 18 de julio de 1994) dejaron un total de 114 muertos y más de medio centenar de heridos (29/242 y 85/300, respectivamente). El ataque a la legación extranjera quedó en agua de borrajas. Pero el perpetrado contra la institución argentina indignó al conjunto de la sociedad.

A 14 y 12 años de los hechos, lo único claro es cuándo y dónde. Sin embargo, los «quién», «por qué» y «para qué» subyacen en una maraña de investigaciones judiciales y de «inteligencia», condenas, versiones, pistas, conjeturas, absoluciones, nuevas y más pistas. Maquiavelo, Kafka y John Le Carré llorarían de impotencia.

Los primeros informes técnicos de la policía federal y el Colegio de Ingenieros de Buenos Aires dictaminaron: «implosión». Los «expertos» de Israel y Estados Unidos impusieron lo suyo: «explosión». Una implosión requiere de ciertos cuidados y planificación y a los terroristas les encanta explotarse… ¿verdad? Y si los objetivos eran «judíos» los terroristas eran «árabes de Hezbolá» con ojos desorbitados y pagados por Irán… ¿verdad? Vamos a comerciales.

Un jefe de los «servicios» de Menem: Hugo Anzorreguy, titular de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE).

Un juez omnipotente: Juan José Galeano.

Primeros culpables: Carlos Telleldín y un grupo de policías de moral dudosa.

Una prueba irrefutable: el motor numerado del coche bomba que «vio» una sola testigo, María Nicolasa Romero, enfermera de la policía federal muy bien atendida por Anzorreguy.

Un agente iraní (el «testigo C» – creíble – ) que desde Suiza giraba dinero a Buenos Aires a través de bancos de Ciudad del Este (Paraguay, «triple frontera», donde hay «células dormidas de Al Qaeda y Hezbolá»… ¿verdad?).

Testigos de «identidad reservada» como el policía Julio Simón.

Un representante moral de la «sociedad civil»: Rubén Ezrah Beraja, titular de la AMIA.

Finalmente…

El juez Galeano fue destituido y perdió los fueros por las irregularidades cometidas en el caso. Entre éstas, ciertas negociaciones con un falso fiscal israelí, Eldad Gaffner, denunciado inclusive por el periódico argentino Nueva Sión, ligado a los neoconservadores de Estados Unidos.

Anzorreguy reconoció ante la justicia que por decisión «del entonces presidente» entregó 400 mil dólares a Telleldín, para que admitiese haber armado el «coche-bomba» y acusara a los policías del atentado. Tras diez años en prisión, todos fueron absueltos.

Los restos del motor del «coche bomba» fueron milagrosamente encontrados por el general del Mossad Zeev Livne, jefe de la brigada de rescate israelí. No obstante, el agente de la FBI Charles Hunter contradijo a Livne: «fue implosión».

Menem desvió la «pista siria» hacia la «pista iraní» sugerida por los gringos y el Mossad y, en el otro patín, por sus intereses con el «clan Yoma» (al que pertenece Zulema, su ex esposa).

En Suiza, la justicia concluyó que en lo relativo a los grupos terroristas de la «triple frontera», el «testigo C» o agente iraní era mitómano.

Julio Simón, alias turco Julián (el testigo de «identidad reservada»), colaborador de Galeano y nazi confeso, fue condenado a 24 años de prisión por crímenes cometidos en los años de la dictadura.

Rubén Ezrah Beraja pasó dos años en prisión acusado de «asociación ilícita» por la quiebra del Banco Mayo, causa que le llevó a pedir la «protección» de Menem impidiéndole atender el dolor y la indignación de los familiares de la AMIA.

En marzo de 2005, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, el gobierno de Néstor Kirchner reconoció la responsabilidad del Estado por «encubrimiento y denegación de justicia» en el caso AMIA. En ceremonia celebrada en la Casa Rosada (presidencial), Kirchner dijo: «Se ha trabajado para que las pruebas desaparezcan».

Pero en enero pasado, tras el encuentro de Kirchner con los miembros del American Jewish Comitee (influyente lobby sionista Estados Unidos), el nuevo fiscal de la causa, Alberto Nissman, retomó la hipótesis del chofer suicida y Maquiavelo, Kafka y Le Carré enloquecieron.

Según Nissman, el suicida se llamaba Ibrahim Hussein Berro, militante de Hezbolla. Oh, oh… Según su hermano (residente en Estados Unidos), Ibrahim habría muerto en combate contra Israel en 1989, pese a lo cual la enfermera Romero lo había reconocido en 1994…con ayuda de Anzorreguy.

En suma, la única voz autorizada para entender el caso AMIA sería la del jurista italiano Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1738-1794): «La mejor manera de desviar una investigación penal es procesar a alguien que no puede tener nada que ver y la mejor manera de consagrar la impunidad de los verdaderos culpables, es condenarlo». Irán es culpable… ¿verdad?