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Editorial de ¡Ni un paso atrás! Programa del 24-02-05

Torquemada vive

Fuentes:

Acontecía el mes de marzo de 2003 cuando el actual obispo castrense, monseñor Antonio Baseotto, se reunía con la Corte Suprema de Justicia en pleno, en su sala de reuniones del cuarto piso del palacio de Tribunales. Los ministros de la Corte escuchaban atentamente cómo Baseotto intercedía en favor de sus clientes militares. Julio Salvador […]

Acontecía el mes de marzo de 2003 cuando el actual obispo castrense, monseñor Antonio Baseotto, se reunía con la Corte Suprema de Justicia en pleno, en su sala de reuniones del cuarto piso del palacio de Tribunales. Los ministros de la Corte escuchaban atentamente cómo Baseotto intercedía en favor de sus clientes militares. Julio Salvador Nazareno servía café mientras el eclesiástico solicitaba a los cortesanos menemistas la convalidación definitiva de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, para dar por terminada la «incertidumbre» que aquejaría a los uniformados de las tres armas.

No tenía ni cuatro meses de ejercicio en su cargo de capellán y ya estaba terciando en beneficio de los genocidas de la dictadura. Un lobbysta de sotana, eficiente y servicial, compañero de póquer de Aramburo y Quarracino. Baseotto había asumido como obispo castrense el 18 de diciembre de 2002. Y poco antes del final del gobierno interino del capo mafia Eduardo Duhalde, el obispo se apresuraba a entrometerse en favor de la clientela del cuartel. No vaya a ser que las cosas cambiaran en la siguiente administración.

Y las cosas cambiaron, nomás. Aunque en parte solamente. Nazareno ya no sirve café a los capellanes ni al empresario Meller; Eduardo Moline O’Connor sigue jugando al tenis en su tiempo cada vez más libre. Ingresaron a la Corte el soltero y sin hijos Eugenio Zaffaroni y la atea militante Carmen Argibay. Sin embargo, Baseotto continúa confesando los pecados de los generales. Y sigue intercediendo por ellos, contra todos los demás.

Su última chanza fue proponer que al ministro de Salud le «cuelguen una piedra de molino al cuello y lo tiren al mar» por repartir preservativos entre los jóvenes. El ministro había osado defender la ley de genéricos, fustigar a las empresas tabacaleras («el tabaco provoca un Cromañón cada dos días», había dicho Gonzáles García) y opinar acerca de la necesidad de introducir educación sexual en las escuelas. Ah, también considerar que debía ser despenalizado el aborto. Para el capellán fue demasiado.

¿Quién confesará los pecados de Baseotto? ¿El Papa, acaso, ése otro diablo que medió por Pinochet cuando el chileno estaba preso en Londres? ¿Cuántos Avemarías debieran darle por proponer, lisa y llanamente, la tortura seguida de muerte contra uno que no piensa como él? Por otra parte, ése que no piensa como Baseotto, ¿está solo? ¿No se sienten amenazadas de muerte las mujeres de las mil ciudades de la patria, que se realizan abortos clandestinos en condiciones de insalubridad atroces? Como al ministro, ¿a cuántos más quiere Baseotto tirar al mar con una piedra atada al cuello? ¿De dónde sacó la idea el capellán? ¿Acaso del marino Adolfo Scilingo, esa rata que se hizo el enfermo en la primera audiencia del juicio oral y público en Madrid para no declarar? ¿Por qué Baseotto dice estas cosas tan bestiales tan sólo unos pocos días antes de un nuevo aniversario del último golpe militar, cuando el pueblo comienza a calentar los motores de la movilización, la memoria y la lucha?

Las palabras de Baseotto son sintomáticas del abuso y la arbitrariedad que distinguen a la cúpula de la Iglesia Católica argentina en cada una de sus expresiones públicas. Sus excesos son el producto más acabado de su sempiterna complicidad con los poderosos, su indeleble espalda dirigida a los pobres y el pueblo y su aceitada connivencia con la dictadura militar. A nadie le extraña lo que dijo Baseotto. Este obispo monseñor pertenece a la cría de eclesiásticos que confortaba a quienes regresaban de arrojar a los desaparecidos vivos desde los aviones a las aguas del río o el mar, diciéndoles que estaban actuando de acuerdo a los «deseos de Dios». Son los curas del saqueo y la impunidad del menemismo; son los curas amigos de los banqueros; son los curas que se ofenden por un preservativo pero no por los obispos que abusan sexualmente de los niños. Son los curas del anticristo y la antihumanidad. Tomás de Torquemada tendría con quién salir de copas por ahí.