Periódicamente salen por la caja tonta los casos de países pobres o autoritarios en los que los niños son obligados a desarrollar actividades físicas sobrehumanas en régimen de semi-esclavitud. Ejemplos de lo que digo son los centros de gimnasia artística en Europa del este, las escuelas de fútbol africanas o los institutos preparatorios de jóvenes […]
Periódicamente salen por la caja tonta los casos de países pobres o autoritarios en los que los niños son obligados a desarrollar actividades físicas sobrehumanas en régimen de semi-esclavitud. Ejemplos de lo que digo son los centros de gimnasia artística en Europa del este, las escuelas de fútbol africanas o los institutos preparatorios de jóvenes medallistas olímpicos chinos. Estos ejemplos suelen escandalizar y molestar a las gentes de «bien»; pero, ¿acaso esto es distinto a lo que tenemos por estos parajes?
El otro día una cadena televisiva del grupo PRISA retransmitía un campeonato de clubes de futbol 7 infantil. Como siempre, cacareaban su interés por fomentar el deporte base entre los chavales, si bien, como siempre, solo buscaban impulsar el deporte espectáculo.
Pero lo verdaderamente llamativo de esta retransmisión fue su incapacidad para maquillar el bochornoso negocio que estaban amparando. Negocio basado en la especulación con las habilidades futbolísticas de unos niños de diez u once años. Primero entrevistaron a una madre hecha un manojo de nervios por el partido que estaba disputando su hijo-futura-estrella-mediática. El prometedor futuro de su hijo pasaba por separarse de sus padres el próximo año para ingresar en la cantera del Real Madrid; pero claro, esta señora en ningún momento utilizó la palabra «vender».
Cercano el final del partido el Madrid iba perdiendo, y había que apretar, claro. Una dura entrada del equipo rival dejó tendido sobre el terreno a uno de los pupilos madridistas. Con la cercana derrota no cabía dilación alguna, así que el entrenador instó al chaval a que se levantara sin pérdida de tiempo, cosa que éste hizo automáticamente aunque sin poder maquillar una desgarradora mueca de dolor, que habría conmovido al más duro de los hunos, pero no a su entrenador, claro.
Si bien todo esto reafirmaba las viscerales raíces del deporte-espectáculo infantil lo peor estaba por llegar. Finalizado el partido, y consumada la derrota, el mismo chaval que avanzaba cojo por el campo tras la última entrada rompió a llorar. ¿Quién puede saber si sus lágrimas eran de dolor físico o de tristeza por la derrota? ¿Quizá una mezcla de ambas? En todo caso, justas lágrimas en un niño de 10 años. Entonces apareció el entrenador, y un indiscreto micrófono abierto del comentarista televisivo nos permitió escuchar lo que ordenaba al chico:
«¡No hay que llorar!, ¿me oyes?; ¡Deja de llorar!»
Conciso resumen de la humanidad presente en ciertos ámbitos del deporte de base.
El trabajo infantil en el «mundo desarrollado» no solo no se ha abolido, sino que está presente en su peor forma, convertido en espectáculo.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.