«Hace falta mantener dentro de un presente obstinado, con toda su sangre e ignominia, esto que se procura hacer entrar en el cómodo país del olvido. Hace falta continuar considerando vivos a los que quizás ya no lo estén, pero tenemos la obligación de reclamar por ellos, uno por uno, hasta que la respuesta proporcione […]
«Hace falta mantener dentro de un presente obstinado, con toda su sangre e ignominia, esto que se procura hacer entrar en el cómodo país del olvido. Hace falta continuar considerando vivos a los que quizás ya no lo estén, pero tenemos la obligación de reclamar por ellos, uno por uno, hasta que la respuesta proporcione finalmente la verdad que hoy se busca eludir.»
Julio Cortázar,
Coloquio de París, 1982.[1]
El sábado 30 de abril de 1977, a las once de la mañana, un grupo de mujeres se reunió en Plaza de Mayo, con el propósito de solicitar una audiencia al General Videla, por entonces a cargo del Poder Ejecutivo. Su principal preocupación en ese momento residía en tomar conocimiento del paradero de sus hijos, que habían sido detenidos ilegalmente y de los que no habían tenido noticia alguna desde entonces. Aunque Videla no las recibió, ese primer encuentro fue uno de los hitos fundadores de las Madres de Plaza de Mayo, la organización de derechos humanos más importante y representativa de la Argentina, cuya asociación cumple en estos días tres décadas de lucha sin cuartel contra el terrorismo de Estado y sus perpetradores.
Hagamos un poco de memoria. Desde el 24 de marzo de 1976, estaba en control del país un nuevo gobierno militar, autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional», eufemismo que utilizaba la flamante dictadura para referirse al proyecto de disciplinamiento social, profundamente totalitario, que encarnaba. Este «disciplinamiento» implicaba, tanto desde el diagnóstico del sector castrense como también por parte de los grupos civiles que apoyaron el golpe militar, poner fin a las luchas sociales de los años posteriores a 1955 por la redistribución del ingreso, a través de la eliminación física y la desarticulación de los actores políticos y sociales que trababan el proceso de acumulación capitalista y la necesaria modernización económica del aparato productivo.
Había, claro, ciertos requisitos legales. El Congreso, las legislaturas provinciales y los concejos municipales fueron disueltos. La Corte Suprema de Justicia había sido modificada en su composición, y todos los jueces del país fueron declarados en comisión hasta tanto hubieren jurado fidelidad a los documentos que resumían los objetivos principales de la dictadura. Como resultado de estas decisiones, la misma división de poderes propia del Estado republicano había desaparecido.
La represión y el exterminio físico de toda forma de expresión política opositora, aunque eran un fin en sí mismo, estaban destinados también a diluir cualquier resistencia cívica al Plan Económico, que estaba en el centro del proyecto implementado desde el Estado. El país vivía, de hecho, en una suerte de estado de sitio permanente, pero sin los resguardos constitucionales del caso. Miles de argentinos estaban detenidos a disposición del Poder Ejecutivo, y muchos de ellos sufrieron no sólo la tortura sino también la imposición de condenas de facto, sin el trámite judicial correspondiente.
Todos los poderes del país estaban, desde los primeros días del golpe, en manos de la Junta Militar. Los derechos civiles estaban suspendidos y las garantías individuales, anuladas. Las actividades de los partidos políticos fueron suspendidas, y todas las organizaciones gremiales y sindicales sufrieron la intervención. Los medios de comunicación estaban vigilados constantemente, así como las actividades artísticas, culturales y educativas. De este modo, quedaba excluida toda forma de apelación a la ley, toda discrepancia o disidencia pública con lo hecho desde el gobierno.
La modalidad de la represión no era indiferente al objetivo disciplinatorio. A la vista de la experiencia chilena, donde las ejecuciones públicas habían generado una fuerte oleada de simpatía internacional para con la oposición democrática, los generales argentinos habían optado por un camino distinto, destinado a evitar el aislamiento internacional. También tuvieron en cuenta la experiencia de las dictaduras anteriores, en especial la de Onganía, donde el encarcelamiento legal de la disidencia había concluido, con el retorno de la democracia en 1973, en la liberación de los activistas detenidos.
Se decidió, en consecuencia, que la represión no tuviese gran relieve público, y se determinó que las víctimas de la represión fueran alojadas en centros clandestinos de detención. Los recursos de hábeas corpus, presentados a favor de las personas secuestradas, eran sistemáticamente rechazados, y toda información sobre ellas era negada por las instituciones del Estado. De este modo, el «desaparecido» se hallaba privado de todo reconocimiento jurídico. En una palabra, estaba completamente a merced de sus secuestradores.[2]
Los detenidos «desaparecidos», la mayor parte de los cuales habían sido secuestrados sin juicio ni confirmación pública, eran luego asesinados y enterrados en fosas comunes, o bien arrojados al océano desde aviones militares.[3] Los cuadros dirigentes, los intelectuales orgánicos y hasta los militantes de base de las organizaciones sociales y populares -en especial, de aquellas representativas de la clase obrera- fueron el blanco predilecto de los «grupos de tareas», verdaderas patotas armadas que se encargaban de secuestrar, torturar y asesinar, por fuera y por encima de cualquier tipo de legalidad.
El carácter clandestino de la represión, finalmente, tenía también como objetivo un fuerte componente intimidatorio. Por la metodología empleada, conocida en el ambiente de la psicología clínica como «Teoría del Blanco Colectivo»[4], el ataque localizado sobre algunos grupos se extendía y proyectaba al conjunto de la sociedad civil. Por otra parte, si bien la represión tuvo desde el primer día un carácter sistemático y metódico, las acciones individuales de los grupos operativos aparecían como arbitrarias. Todo esto provocaba un terror de un grado cercano a la parálisis.
De este modo, el terror ingresaba al ámbito privado, al expresar la posibilidad de que todos y cada uno de los ciudadanos fueran potenciales víctimas de una represión que no dejaba a la vista un patrón de conducta ni hacía público lo sucedido con quienes se llevaba cautivos en mitad de la noche. El objetivo final era una sociedad disciplinada, paralizada, en parte aterrada, en parte complaciente, a la vez efecto y condición de posibilidad del ejercicio del terror estatal.[5]
Los militares argentinos, entrenados por sus pares franceses y norteamericanos,[6] sabían bien que podían contar con el terror como su aliado para disuadir a sus opositores. Con lo que no contaron, pues evidentemente no debía figurar en sus manuales de guerra, fue con el amor incondicional de una madre por su hijo, en especial, de las madres de los detenidos «desaparecidos». Las «rondas» de las madres en la Plaza de Mayo los días jueves, con el tiempo apoyadas por la prensa del exterior, fueron la primera respuesta pública a la dictadura, la más duradera y la más persistente.
María Gard de Antokoletz, en su momento vicepresidenta de las Madres, recordaba esos primeros tiempos del siguiente modo:
«Azucena Villaflor -la primera presidenta de la organización, secuestrada por el teniente Astiz y también desaparecida- dijo a principios de 1977: como todas las instancias legales a las que apelábamos, todas las gestiones que hacíamos, todas las visitas y rogativas en los distintos centros de poder no daban ningún resultado, entonces había que ir a Plaza de Mayo, donde se habían gestado los acontecimientos importantes del país, donde siempre se había reclamado. Cuando fuéramos bastantes madres, íbamos a meternos en la Casa Rosada e imponerle al presidente de facto sobre lo que ocurría, porque tal vez él no conocía la situación en profundidad […] Así, acordamos el 30 de abril como fecha del primer encuentro, pero era tal la desesperación, el dolor y la inexperiencia, que el 30 caía sábado, entonces muchas no fueron y además, en la plaza casi no había movimiento de gente. Decidimos volver al viernes siguiente y eran casi treinta. Pero ahí una señora, Dora Penelas, dijo: no nos reunamos los viernes, trae mala suerte. Decidimos, entonces, fijar el jueves como día de reunión.
Para identificarnos entre la multitud se nos ocurrió que cada una debía llevar un pañal y ya frente a la Catedral colocamos uno de ellos sobre un palo, como si fuera una bandera. Después, algunas comenzaron a ponerse el atuendo en la cabeza y decidieron bordar el nombre de sus hijos desaparecidos, pero como la tela del pañal no se presta para eso lo reemplazamos por un pañuelo.»[7]
Marta Vázquez, otra madre, recordaba veinte años después esos primeros tiempos de resistencia y de lucha, en estos términos:
«Nos reuníamos en un costado de la plaza, en donde están las fuentes […] Estaba todavía Azucena Villaflor, que era la que dirigía y daba todas las ideas […] Después de varias reuniones en las fuentes, se dieron cuenta de que estábamos ahí, éramos alrededor de treinta (en mayo del 77). Y se acercó la policía a decirnos que, como estábamos en estado de sitio, no estaban permitidas las reuniones y que teníamos que circular […] En el 78, para el Mundial de Fútbol, nos mandaron mucha gente a provocarnos, hasta chicos de escuelas, que venían con banderas argentinas y nos gritaban: antipatriotas, antiargentinas. Nosotras seguíamos imperturbables, calmando a las madres que al escuchar eso se enojaban y contestaban también a los gritos […] Después nos pusieron vallas para que no pasáramos más frente a la Casa de Gobierno, y entonces comenzamos a caminar alrededor de la Pirámide. Caminábamos de a dos, para que la columna pareciera más larga, y así dimos vueltas hasta llegar al día de hoy».[8]
Frente a un Estado que proclamaba victorioso, en sendos carteles publicitarios puestos en las autopistas principales de la ciudad, que «el silencio es salud», la aparición de las Madres no pudo ser más disruptiva. Ocurre que la primera pretensión de un Estado totalitario es precisamente controlar la totalidad de la vida política, social y cultural. Y esas marchas, realizadas precisamente en el centro más importante de la vida cívica en la historia del país, desafiaban de plano dicha pretensión.
Pero ¿cómo controlar a una madre que lucha por su hijo? Los generales argentinos lo ensayaron todo: no había forma de amedrentarlas, y ni siquiera cuando se decidió el secuestro y la posterior desaparición de Azucena Villaflor, una de sus fundadoras, hubo mengua alguna en su lucha. Por el contrario, la lucha recrudeció, y cada semana que pasaba, esas rondas de los jueves se volvían más significativas, pues animaron a muchos hombres y mujeres sumidos en el terror -y por qué no decirlo, también en el dolor- a salir a las calles y luchar contra la dictadura.
La visibilidad de las Madres fue tal desde un comienzo que el director del Buenos Aires Herald, Robert Cox, las bautizó «las locas de Plaza de Mayo», pues según él, demostraban «cuán valientes y resistentes pueden ser los argentinos comunes». La dictadura que apostó a desgastarlas se vio de pronto degradada ella misma en su principio de autoridad, y entonces la lucha de las Madres ya no fue en solitario. Otras organizaciones, locales e internacionales, como el SERPAJ y el CELS, se fueron sumando a su lucha para saber qué había sido de sus hijos.
La dictadura estaba de malas: los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, inicialmente convocada para «blanquear» la represión, ante la OEA, complicaron aún más la situación y legitimaron los reclamos, y la elección de James Carter como presidente de los Estados Unidos dio a la lucha por los derechos humanos un lugar central en la agenda del Departamento de Estado norteamericano. La verdad luchaba por parir. Y ese pasado que se creía tan bien guardado estaba ahora en boca de todos. No importaba si en forma de susurros, o bien a los gritos: lo realmente significativo era que los argentinos estaban recordando, poco a poco, cómo era eso de comunicarse sin permiso.
El elemento que unificó a todas las organizaciones de derechos humanos fue, precisamente, la «Aparición con Vida» de los detenidos desaparecidos. Esta consigna aglutinadora condensaba el sentido de un movimiento que, sobre la base firme de los compromisos familiares, comenzaba a recabar otros apoyos, desde el humanismo cristiano hasta los liderazgos políticos de los partidos democráticos.[9] Su elección no era casual. Como explicó Juana de Pergament, una de las Madres:
«Siempre nos opusimos a reconocer cadáveres, a que nos devolvieran huesos. No queremos cadáveres ni huesos. Si nos dicen que nuestros hijos están muertos, entonces queremos a sus asesinos en la cárcel»[10]
Pesaban, en efecto, muchas razones, no sólo emocionales o jurídicas, sino mayoritariamente históricas, para efectuar el reclamo por la vida de los que ya no estaban. Un volante de Familiares de desaparecidos y detenidos por razones políticas, distribuido en 1982, ya en el declive final de la dictadura, luego del título «Por qué aparición con vida«, explicaba:
«Los reclamamos vivos no porque creamos que todos estén con vida. Los reclamamos con vida porque todas nuestras denuncias efectuadas ante autoridades gubernamentales y ante la justicia no han tenido respuesta. Nadie se ha hecho responsable del secuestro ni de su posterior cautiverio […] Las denuncias de detención y posterior desaparición de personas, radicadas en los Tribunales de Justicia de todo el país, significan la ejecución de un delito que, al no haberse investigado y resuelto, mantiene su permanencia. Es decir, que mantiene su condición de delito continuo, hasta que no sea resuelto definitivamente. Y mientras tanto consideramos que toda persona detenida viva y posteriormente desaparecida, está viva, hasta que se pruebe lo contrario, posición fundada en la legislación vigente.»[11]
En definitiva, en esa Argentina caótica de la transición a la democracia, en los jóvenes años ochenta, el movimiento de derechos humanos actuó como un transmisor de la memoria colectiva, tanto frente a quienes buscaban exaltar la tarea de los militares, como frente a quienes trataban de enterrar lo sucedido en un manto de olvido. La lucha de las organizaciones de derecho humanos por la justicia, la verdad y la memoria estaba basada en una convicción indeleble, a saber, que sólo a través del recuerdo permanente de lo sucedido se puede construir una barrera contra la repetición de atrocidades similares. [12] En ese aspecto, desde luego, los años no han cambiado la veracidad del aserto.
[1] En Caraballo, L. Charlier, N. Garulli, L.: La dictadura (1976 – 1983). Testimonios y documentos, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones CBC, 1996, p. 129.
[2] El propio Videla tomaba nota de lo aterrador de la figura del «desaparecido». A fines de 1979, comentaba: «Le diré que frente al desaparecido, en tanto esté como está, es una incógnita. Si reapareciera, tendría un tratamiento equis. Pero si la desaparición se convirtiera en una certeza, su fallecimiento tiene otro tratamiento. Mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo», en Clarín, 14/12/79.
[3] Para más información sobre esta metodología infernal, véase Verbitsky, Horacio: El vuelo, Buenos Aires, Planeta, 1995.
[4] Para las referencias a la influencia de la psiquiatría y la psicología médica, véase Duhalde, Eduardo Luis: El Estado Terrorista Argentino, Buenos Aires, EUDEBA, 2000 [Primera Edición 1983].
[5] Al respecto, véase Calveiro, Pilar: Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina, Buenos Aires, Colihue, 1998, y Duhalde, ibídem.
[6] Sobre la influencia francesa, es de recomendar la lectura de Mazzei, Daniel: «La misión militar francesa en la Escuela Superior de Guerra y los orígenes de la Guerra Sucia, 1957 – 1961», en Revista de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes, N º 13, diciembre de 2002.
[7] Véase Raúl Veiga: Las organizaciones de derechos humanos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985.
[8] Véase Marta Vázquez, en Página 12, 26/06/96.
[9] Véase Elizabeth Jelin: «Otros silencios, otras voces: el tiempo de la democratización en la Argentina», en Fernando Calderón, compilador: Los movimientos sociales ante la crisis, Buenos Aires, CLACSO, 1986.
[10] Caraballo, L. Charlier, N. Garulli, L.: La dictadura (1976 – 1983). Testimonios y documentos, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones CBC, 1996, p. 132. Este trabajo de recopilación, no meramente limitado a la mera reproducción de los consabidos «documentos históricos oficiales», sino también abierto al recuerdo desde el presente, a la historia oral, etc., es verdaderamente invaluable para quien quiere tomar contacto con las impresiones más íntimas del período.
[11] Ibídem, p. 129.
[12] Jelin, Elizabeth: «La política de la memoria: el movimiento de derechos humanos y la construcción democrática en la Argentina», en Acuña y otros: Juicio, castigos y memorias. Derechos humanos y justicia en la política argentina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995.