Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El padre de Rupert, Sir Keith, fundó la dinastía durante la Primera Guerra Mundial como agente servil para jugadas sucias de «Billy» Hughes, probablemente el más repugnante primer ministro de Australia. Su mito de cobertura como heroico reportero de guerra ha sido tan exhaustivamente desmantelado que ya no impresiona a nadie, fuera de sirvientes de la familia.
En Versalles, Keith fue el asistente omnipresente de Billy en sus esfuerzos por convertir la Conferencia de Paz en un maléfico follón, rico en contenido racista e imperialista. Curiosamente, el par no habría tenido ninguna influencia si no hubiera sido por el fracaso de un complot de Keith, que trató de remover en 1918 al comandante en el campo de batalla de Australia en el Frente Occidental, John Monash, por ser un judío poco heroico. (Monash escribió a casa que era aburrido tener que realizar un «pogromo» al mismo tiempo que combatir a Ludendorff.) El comandante superior, general Douglas Haig, no quiso participar: y las divisiones de Monash encabezaron la penetración británica en Amiens que, al arruinar a Ludendorff, colocaron a Alemania -repentina e inesperadamente- a merced de los Aliados.
Haig y otros soldados esperaban que hubiera sitio para una paz decente. Pero políticos de diferentes layas tenían otra opinión y ninguno superó al jefe de Keith en su demagogia vengativa, destruyendo finalmente todo el crédito que Monash había logrado para Australia. Billy y Keith no fueron los principales autores de la debacle de Versalles en 1919. Pero nadie trabajó más duro para lograrla.
Esta irónica historia produce dos ejemplos de relevancia actual. Una, es que nos muestra la base del negocio de Murdoch: ofrecer servicios de propaganda política apenas disrazados de periodismo. Otra, Murdoch tiene un talento sorprendente para agarrar el lado equivocado de cualquier palo político o militar disponible. La opinión de Keith sobre Monash y la de Rupert sobre el pseudo-guerrero Bush Jr. eran recíprocas, sin duda, pero igual de chabacanas.
No es que hayamos visto, con el pasar de los años, que Murdoch sienta algún desasosiego por los resultados de servir como subordinado acrítico del poder. Por imposible que pueda parecer ahora, al comienzo Rupert tenía abierto un camino honorable, e incluso dió algunos pasos en esa dirección. En la Australia de los años cincuenta heredó un pequeño pero próspero periódico dirigido por personas que eran sus amigos y admiradores. Había temas apasionantes: sobre todo, la liberación del pueblo indígena de Australia y el rescate de la mayoría blanca de una peligrosa querella racista con sus vecinos asiáticos. Éstos se han desarrollado en movimientos populares serios, pero durante décadas fueron repugnantes para los políticos de la ortodoxia. Y estos últimos, comprendió Rupert, eran los que distribuían las licencias para la televisión.
Por lo tanto vino su primera defenestración editorial, que se convirtió en un modelo: de un estrecho y leal amigo que estuvo involucrado con él en salvar de la ejecución a un hombre negro acusado falsamente de violación y asesinato. La campaña realmente podría haber dado a Murdoch la condición del innovador que siempre pretendió ser. Pero fiel a su forma posterior, alzó lo que solo se puede calificar como una bandera blanca. A pesar de todo, según el exeditor de entonces, Rohan Rivett, había descubierto la suficiente mala praxis para que no se pudiera ahorcar al asesino y sólo le condenaron a cadena perpetua. Este acto incompleto de valor desinteresado siguió siendo el único en el historial de Murdoch.
La posesión de licencias de televisión (bueno, monopolios estatales) en Australia del Sur y en Nueva Gales del Sur le dio suficientes recursos para entrar en la escena mundial, y llegó a Londres precisamente cuando los inmensos periódicos populares británicos comenzaban a darse cuenta (demasiado tarde) de que estaban enfermos, a menudo mortalmente. Allí, tuvo lugar en los años setenta la indispensable penetración de Murdoch, un evento complejo que Wolff malentiende por completo.
Los diarios británicos de la primera parte del siglo pasado eran sobre todo un hábito de la clase media, pero al llegar la Segunda Guerra Mundial casi toda la sociedad siguió la misma tendencia. Las causas fueron múltiples: nuevos métodos populistas en periodismo y publicidad, sorprendentes dramas sociopolíticos y la tardía culminación del largo impulso de la alfabetización de la clase trabajadora.
En 1960, la circulación del Daily Mirror era de cinco millones. Pero a finales de los años sesenta todos los periódicos populares tenían problemas. Por ejemplo, el News of the World, que Murdoch adquirió en 1969 con una circulación de cinco millones, había vendido ocho millones 10 años antes.
Esencialmente, la prensa popular (en aquel entonces no «tabloide») había sido tomada por sorpresa por nuevas olas de educación y progreso social de posguerra. Aunque tanto la izquierda como la derecha se mofaban de esa realidad, era bastante real, y llevó a la división del público del periodismo popular. Aproximadamente la mitad de la población quería un producto nuevo, más inteligente. A la otra mitad le bastaba con más de lo mismo.
Un solo propietario solucionó creativamente ese problema clásico de administración de los medios, y no fue Rupert. Vere Harmsworth, mientras absorbía reveses financieros en su buque insignia, el Daily Mail, invirtió fuertemente en las capacidades de brillantes editores, de carácter. The Mail aumentó sus ventas un 50% entre 1970 y 2000, y lo logró mediante crecimiento orgánico, no con la adquisición de otros títulos. Perdonablemente asqueados por su política frenética, los liberales echan frecuentemente de menos la inteligencia populista del Mail. Sin embargo es formidable.
Murdoch hizo otra cosa. Su objetivo era el colosal Mirror, cuyos jefes trataron la crisis de los años setenta como un intento suicida. Después de barnizar el antiguo periódico con algunos endebles rasgos distinguidos, redujeron su tamaño y simultáneamente aumentaron su precio. Murdoch adquirió el derrelicto Sun, lo relanzó como un burdo clon del antiguo Mirror, pero más abultado, más barato y algo más vulgar. Las ventas del Mirror se derrumbaron: el Sun remontó a un ritmo recíproco. La economía mediática no contiene un ejemplo más claro (o más merecido) de simbiosis parasítica.
El actual Sun (tres millones) y el Mirror venden en conjunto cerca de 4 millones, en comparación con el pico de cinco millones del Mirror en los años sesenta. The News of the World, al no encontrar un anfitrión de parásitos en el mercado dominical declinó simplemente, y sus ventas se redujeron a la mitad bajo el control de Murdoch. Rupert, como cerebro de la circulación es un mito tan frágil como el de Keith, el honesto reportero de guerra.
En su mayoría, sus periódicos son una lamentable jauría, especialmente el New York Post y The Times of London, absurdos periódicos para satisfacer vanidades según cualquier regla defendible, por más que los contables de Newscorp oculten sus pérdidas. Sentimentalmente, tal vez, después de haber servido en días anteriores de Murdoch, todavía veo el periodismo titilando en el Sunday Times de Londres. (Gracias al Memorando de Downing Street, sin embargo, que demostró el fraude de la inteligencia en los preliminares de Iraq, sabemos que apoyó el objetivo de Newscorp de aburrido servilismo a Bush Jr.)
Pero los perros tienen sus funciones. Primero, incluso en su decadencia, los tabloides británicos generan un vasto flujo de caja, esencial para la vitalidad financiera de Newscorp. Segundo, todos los periódicos, lucrativos o no, son accesorios empresariales de un tipo especial. Siempre han sido políticamente entregables; y posibilitaron que Murdoch extrajera de gobiernos en Australia, EE.UU. y Gran Bretaña pases libres contra la regulación, hecha para sustentar la diversidad e independencia de los medios, impresos y electrónicos. Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Tony Blair fueron sus compinches más conocidos, pero no hay que olvidar a dirigentes del Partido Laborista australiano, (especialmente inclinados a imaginar que estaban explotando a Murdoch).
El ascenso de Newscorp a potencia en la televisión fue un importante argumento secundario en la épica de cuatro décadas de desregulación, que ahora ha sido reconocida tardíamente como desencadenamiento de Calibán. Su dinámica explica las incesantes pérdidas de circulación de Murdoch. Para que sea entregable, un periódico (o programa de televisión) debe ser predecible. Luego se puede administrar (incluso estabilizar) su decadencia, pero no se debe esperar un crecimiento orgánico. Si se va a ser leal a un puñado de políticos, nada es peor que el que su propio personal saque a la luz sus pequeños delitos -aunque sea por accidente- por interesantes que sean para los lectores.
Hay algunas historias muy graciosas en el relato de Harry Evans sobre la edición de The Times mientras el Jefe Rupert hacía la corte al gobierno de Thatcher. Los periódicos se vendían verdaderamente rápido, pero numerosas ediciones angustiaban a Downing Street. La agonía se comunicaba a Rupert y el despido de Harry fue la única cura.
La medida en la que los poderosos podían confiar en otros jefes de los medios para que entregaran predeciblemente sus productos es a menudo exagerada. Por cierto, los antiguos monstruos como Hearst, Northcliffe y Beaverbrook estaban impulsados por sus propias, imprevisibles -y sin duda excéntricas- pasiones. Pero Rupert es el supremo pragmático. Ladrar desde la derecha es el estado por defecto de su propia política: sin embargo, se le puede reemplazar fácilmente en todo momento cuando hay que hacer un negocio. Podría valer la pena discutir si realmente le gusta dirigir periódicos moribundos. Pero el lado comercial es que a los políticos les encantan.
Su producción requiere editores cuyo cociente de curiosidad se orienta a pensar qué podría pensar el jefe y nunca a buscar historias que puedan penetrar en territorio desconocido. Gente semejante podrá ser cariñosa con perros y mendigos -aunque muchos de los sirvientes de Rupert son visiblemente salvajes- pero produce pocas exclusivas que impactan al mundo real. Por lo tanto, su producto periodístico se centra en aguijonazos, sensacionalismo pagado, viejos escándalos recalentados y rumores sobre celebridades. (El supuesto deseo de Murdoch de abolir la realeza británica podría oscurecer el Sun [sol] si se implementara. Pero su propia dinastía nunca ha ironizado.)
Desde el punto de vista operativo, todo esto requiere una grotesca maquinaria de bravuconería, conformidad, manipulación y adulación servil. Sobre todo se dota de personal que no tiene otra salida, ya que el servicio a Murdoch a nivel superior siempre ha dañado severamente un currículum vitae. De vez en cuando se involucró gente capaz: algunos encontraron refugios donde pueden trabajar decente y discretamente, pero la mayoría son expulsados, o se auto-expulsan. (Esta última opción no se aprecia. Cuando al The Times le dio fiebre de tabloide y desgarró su propia imagen, Simon Jenkins fue contratado para realizar reparaciones cosméticas, pero solo firmó por dos años. Murdoch dijo que prefería despedir a los editores él mismo, pero tuvo que aceptar: por cierto, luego le ganó de mano a Jenkins.)
Cuando escribí The Murdoch Archipelago con Elaine Potter, justificamos nuestro título diciendo que los Murdoch habían construido un dominio tan cercano a la tiranía de su persona como lo permite el marco legal en el Occidente liberal. La mayoría de los observadores están de acuerdo con esto, y también lo están algunos exparticipantes, a menos que esperen nuevos favores de Newscorp.
Previsiblemente, la admiración por su papá involucra a ese hediondo caballo de batalla, el establishment. La bestia existe solo para que renieguen de ella los miembros de la clase dominante, determinados a escapar a cualquier obligación de ley u honor que un estatus semejante pueda seguir atrayendo. Entonces, acciones que serían codiciosas e irresponsables en un dirigente confeso, se convierten en rebelión inocente, emprendida para liberarse de la opresión por elites invisibles. Los acólitos de Murdoch utilizan rutinariamente semejantes trucos mágicos para oscurecer la verdadera naturaleza del jefe, a menudo ante sí mismos. Y si se puede ver de esa manera a Murdoch, el adulón a largo plazo del poder, no hay nada que no se pueda creer, y ver al Post como un protector del periodismo no presenta ninguna dificultad. El prolongado apoyo que le da, contra un desastroso rendimiento en el mercado (y a esta altura, seguramente, un valor político disminuido), indica que Murdoch piensa lo mismo.
Es, después de todo, su propia creación más que ningún otro medio. Fox News fue la obra de Roger Ailes; The Sun de Larry Lamb y Kelvin McKenzie; Newscorp (a diferencia del original) Sunday Times de Andrew Neil; la red satelital Sky del voraz Sam Chisholm. Sin duda, todos ellos lo aceptaron como jefe supremo, con tristes consecuencias para sus productos (y a menudo para sus ambiciones). Pero, dejando a un lado el mito de Murdoch, todos eran profesionales endurecidos, que hacían su trabajo ellos mismos (y que eludían a Rupert siempre que era posible).
Sus productos no son muy buenos, pero tienen un cierto brillo profesional: refutación, por cierto, de la afirmación de que no se puede sacar brillo a la mierda. The Post, sin embargo, es el producto en bruto. Representa a Rupert haciendo un trabajo complicado, difícil, lo mejor que puede: algo que debería hacernos pensar intensamente sobre los peligros que amenazan a la democracia.
No es bastante conocido que ni Rupert ni su padre tuvieron alguna capacitación seria en periodismo. Keith, bastante entrado en años, confesó que podría haber sido un periodista mejor si las cosas hubieran sido diferentes; de hecho, creció como un buscavidas independiente tratando de conseguir algunas líneas en los suburbios eduardianos de Melbourne y fue, como dijo, «sudado». Hay pocos comienzos peores, ya que la remuneración depende de escribir sin cuestionar en nada todo lo que las fuentes puedan ofrecer, y desarrollar hábitos de juicio independiente involucra serias posibilidades de pasar hambre.
Al llegar los años cincuenta los periódicos metropolitanos de Australia y EE.UU. (y algunos de Gran Bretaña) tenían sistemas bastante detallados de capacitación. Por cierto, Keith había ayudado a su creación. Pero creó también el canal dinástico a través del cual Rupert los eludió: al heredar directamente el negocio del Adelaide News que Keith había extraído hábilmente de la compañía pública de la que era director gerente.
Es muy probable que Keith haya pensado que viviría algunos años más, pero la muerte apareció cuando Rupert todavía estaba en Oxford, sin estar más preparado para dirigir un periódico que para dirigir un pequeño barco de guerra o un juicio de mediana importancia. Los procedimientos de fideicomiso preveían que su madre, con otros albaceas, certificara la preparación profesional de Rupert, y esa pantomima se escenificó perfectamente.
Vale la pena ver retrospectivamente la traición de Rohan Rivett, para preguntar si Rupert, si hubiera pasado por unos pocos años de dura práctica periodística, podría haber sido menos intimidado por los ridículos -ahora olvidados- presuntuosos que dirigían Australia del Sur entonces. Pero la verdadera pregunta tiene que ver con la protección de la libertad: algo que requiere (entre otras cosas) una realización regular del arduo e intricado trabajo del periodismo.
De muchos roles de similar complejidad excluimos a los no calificados. Tu familia podrá dejarte en herencia un avión comercial pero no puede legarte el derecho a hacerlo volar. Y lo mismo pasa en el caso de una farmacia, aunque, como dijo Kipling, no hay drogas tan peligrosas como las palabras si no limitamos su tráfico. Como tenemos que hacerlo.
El derecho a construir un imperio nocivo como Newscorp es una consecuencia indispensable de la libertad de expresión. Ninguna sociedad, dice Rosa Luxemburgo, puede ser saludable sin ella. (Ella es la libertaria más confiable: al consultar a la derecha, como a Hayek, se ven algunos sentimientos admirables. Pero luego empieza a babosear diciendo que gobiernos autoritarios pueden ser, después de todo, liberales.)
Evidentemente, esta libertad no puede ser protegida por leyes proscriptoras (aunque algunas modestas regulaciones pueden ser útiles, y ninguna de las evadidas por Newscorp fueron o son barreras para la libertad, como tampoco lo son las reglas sobre la difamación). Es cosa de conciencia, como deja claro Luxemburgo con su principio de que «La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente»: lo que incluso se aplica cuando el otro es Murdoch.
Y, por lo tanto, cuesta algo: un precio que debe ser pagado por los que creen en él.
Toma varias formas, y primero viene el esfuerzo de impedir que la propia mente decaiga, (como en el caso de cronistas de Murdoch como Michael Wolff), hasta que se comienza a diseminar insensateces sobre Rupert, el radical contrario al establishment. Puede haber días difíciles, lluviosos, cuando alguien tiene que trabajar para Newscorp. Pero nadie debería hacerlo con la ilusión (o la pretensión) de que está haciendo un favor a la sociedad, o de que está aprendiendo a practicar periodismo.
Murdoch controla ahora lo suficiente del mercado del periodismo en lenguaje inglés como para que cualquiera que quiera mantenerse libre pierda una cierta ventaja competitiva. La gente -que ya está preparada- debe aceptar la limitación y dejar que Murdoch encuentre sus sirvientes en otra parte. Debemos abandonar el argumento de que «si yo no lo hago, habrá otro que lo haga».
Puede que a los políticos les cueste más abandonar el hábito de Newscorp. Verdaderos periodistas, en cualquier medio, pueden formular preguntas molestas: no solo paladines de la derecha se han sentido relajados con Rupert. Y, como regla, sus deseos son pocos, solo que se elimine algo de la ley de monopolios de la cual los votantes lo ignoran todo.
Básicamente, Newscorp es solo una de las iniquidades generadas por cuatro décadas de falta de moderación de las clases altas, disfrazada como libertaria. Posiblemente no exista cura. Pero si existe vendrá con un clima moral muy diferente del que le ha sido propicio a Murdoch hasta ahora.
Bruce Page es autor (con Elaine Potter) de The Murdoch Archipelago, Pocket Books: 2004, 592pp. Para contactos: [email protected].
Fuente: http://www.counterpunch.org/
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