Hace ya varios meses que se editó la obra «La razón estrangulada», de Carlos Elías. El libro es riguroso, el autor es un periodista reconocido, actualmente es profesor en la Universidad Carlos III, y la editorial («Debate») es prestigiosa.¿Por qué apenas he encontrado una entrevista con el autor en «Público» y dos breves reseñas en […]
Hace ya varios meses que se editó la obra «La razón estrangulada», de Carlos Elías. El libro es riguroso, el autor es un periodista reconocido, actualmente es profesor en la Universidad Carlos III, y la editorial («Debate») es prestigiosa.
¿Por qué apenas he encontrado una entrevista con el autor en «Público» y dos breves reseñas en otro par de medios?
La razón es que Elías analiza el declive actual de la ciencia, o para ser más precisos, de la imagen social de la ciencia, y lo achaca sobre todo a la influencia de los medios de comunicación. La prensa, pero principalmente los medios audiovisuales, transmiten una imagen completamente distorsionada de la investigación científica, del carácter de los científicos, de la importancia relativa de los nuevos descubrimientos. No se trata de la presentación de los periodistas dedicados a la información científica o tecnológica en los periódicos, que suelen encontrarse entre los más rigurosos en todo el periódico (a pesar de que puedan cometer numerosos errores, por la naturaleza de la información que manejan). Tampoco se trata de un problema de la información científica concreta.
Se trata sobre todo de algo más sutil: los medios no saben distinguir entre teorías y resultados experimentales, no conocen nociones como incertidumbre de medida, revisión por pares, comprobación o falsabilidad. Y en parte por una razón muy comprensible: ellos tienen otra prioridad y otra manera de trabajo, cuya interacción con la ciencia es difícil. A veces yo comparo la divulgación científica con la justicia militar o el consumo responsable: son un oxímoron necesario.
Estamos en el mundo de la imagen, la información rápida, el dato pasajero, lugares donde la ciencia no puede progresar socialmente. Puede hacerlo en su gueto, claro está, y nadie puede negar que allí se desenvuelve bien, obtiene buenos resultados, ha creado una sociedad peculiar, donde cada individuo dispone del prestigio que le da su trabajo, su esfuerzo o su genio (o su habilidad para la autopromoción). Pero es en la comunicación exterior donde todo falla. En la sociedad general ni se entiende ni se aprecia intelectualmente el resultado. No digo que no se aprecie en la teoría, porque es cierto que cualquier opinión que se vista de científica se considera mejor en el debate público. Pero luego el medio de comunicación o el ciudadano se guiarán en realidad por pseudociencias, explicaciones paranormales, dictados religiosos, en lugar de por datos científicos u opiniones bien fundadas. Y – esta es una conclusión mía, no del autor – ello es peor para la sociedad que para la ciencia, porque los resultados para esta sociedad puede ser mucho más graves de lo que se supone.
Estoy tan de acuerdo con casi todo lo que dice, que me atrevo a decir que es el libro que yo habría querido escribir desde hace tiempo, pero no hubiera podido. Carlos Elías puede, porque conoce los dos lados de la barrera: es químico y periodista. Ejerció como químico, publicó y dio clases en un instituto, y luego se pasó al periodismo, donde ha ejercido como responsable de la información científica en «El Mundo», y luego como profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad Carlos III. Escribe claro y fluido, como un periodista, da referencias precisas, como un académico, y establece hipótesis y busca pruebas, como un científico.
No sólo estoy de acuerdo con lo que plantea Elías, sino que, es más, él desarrolla temas que yo mismo había pensado más de una vez. Él lo hace con más claridad, y con datos. Como ejemplo, me voy a permitir añadir unas consideraciones a tres de los temas que él comenta.
1. La visión de las ciencias en la cultura popular
Decía antes que las personas de letras no deberían sentirse atacadas. Y añado ahora que esto es así especialmente en el caso de los periodistas. Se ve en el libro un aprecio por su labor, complementado con un lamento por el hecho de que en su formación esté completamente ausente la ciencia. Aunque sea como ejemplo, creo que si los estudiantes de periodismo estudiasen un poco de matemática o de física sabrían como traducir los números cuando reciben un despacho de una agencia anglosajona.
Pero es en el caso de la ficción donde el problema es más evidente y más agudo. Para nadie es un descubrimiento el hacer notar que cuando en una película o serie de televisión aparece un científico o un matemático, casi siempre es un excéntrico, está loco o es un malvado. Elías lo ilustra con numerosos ejemplos y apunta acertadamente que incluso cuando el autor quiere que no aparezca con características negativas, se puede concluir que es aburrido y no tiene vida privada. En una serie de periodistas, todo el mundo se lía con todo el mundo. En una de científicos, sólo se dedican a ver quién es el asesino. No es el mejor incentivo cuando un estudiante se plantea qué carrera estudiar.
Voy a hacer una pequeña prueba para ver si ese estereotipo de científico serio y aburrido es más fuerte que la realidad. Dentro de un par de meses se estrenará la nueva versión de la película «The Day the Earth Stood Still», con Keanu Revés y Jennifer Connelly. Contaba el astrónomo Seth Shostak, que ha actuado como asesor científico, que, cuando revisó el guión, en el momento cumbre en que descubren que un objeto se dirige a la Tierra, el texto original representaba a los científicos dando inmediatamente datos fríos y estableciendo hipótesis. Según su experiencia, un científico diría en la realidad algo así como «Mira, ese pedrusco viene directo pa’cá», y sugirió que humanizaran el diálogo. ¿Le habrán hecho caso los guionistas o habrá triunfado el estereotipo?
2. Necrológicas como indicador de importancia cultural
Se dice a veces que la longitud, la posición y la calidad de un artículo necrológico en un periódico es un buen indicador de la importancia que el medio da al personaje. Elías menciona este hecho en su libro y considera algún ejemplo.
Yo lo tenía claro desde octubre de 1984. El día 21 de ese mes falleció François Truffaut. Las personas de mediana edad saben perfectamente quién fue: uno de los más carismáticos directores de cine franceses, uno de los teorizadores y principales representantes de la Nouvelle Vague.
Al día siguiente «El País» le dedicaba parte de la portada, y tres artículos amplios, que ocupaban, creo recordar, tres páginas. El día posterior todavía se le dedicaban tres artículos más.
El día anterior, 20, había fallecido Paul Dirac. Quizás, y eso sería la mejor prueba de lo que estoy diciendo, muchos no conozcan quién fue Dirac. Se trata de uno de los físicos más brillantes de toda la historia. Su contribución más conocida, y no la única, la que debería haber hecho que toda persona culta conociera su nombre, es que fue la persona que inventó la antimateria. Y digo «inventar» porque no se trató de un descubrimiento de laboratorio. Descubrió su existencia a partir de la elaboración de un modelo teórico, cuando se dio cuenta de que su teoría funcionaba también para partículas que tuvieran algunas características cambiadas frente a las conocidas. Su golpe de genialidad, simplificando un poco, fue pensar qué pasaría si se tomase el valor negativo al hacer la raíz cuadrada. Sólo unos años después se descubrieron las partículas. No se puede realzar lo suficiente el descubrimiento de Dirac. Incluso en la cultura popular, cuánto juego ha dado la antimateria. Pero es que tecnológicamente, en medicina y muchos otros campos la antimateria se emplea ya de forma cotidiana.
Y ese es sólo uno de los méritos de Dirac. Se cuentan cientos de anécdotas sobre su brillantez. No hay más que decir que aún hoy es la segunda persona más joven en haber recibido el Premio Nobel, a los 31 años. Pero es que además se puede decir que era un artista, cuyo arte eran las matemáticas: es característica su frase de que lo más importante de una teoría científica es que sea bella.
Pues bien, como decía, Paul Dirac falleció el 20 de octubre de 1984. La noticia el «El País» apareció el día 24, y se limitaba a un párrafo. Es verdad que dos semanas después aparecía un segundo artículo, bastante soso, por cierto. Pero la desproporción es tan colosal, que incluso una carta al director de un lector lo hacía notar unos días después.
No voy a despreciar la contribución cultural de Truffaut. Yo mismo recuerdo varias de sus películas, aunque me da la impresión de que ya ha pasado su tiempo, y que las nuevas generaciones no le conocen; sus filmes se emiten en horas o lugares de cinéfilos. Sin embargo, la ecuación de Dirac se recordará dentro de muchos, muchos años, incluso cuando la gente no recuerde ni lo que era el cine, y mucho menos el cine francés de los 70.
3. El factor fama
Hay otro punto que Elías menciona, y sobre el que yo también había reflexionado. Se trata de la razón por la que tantos estudiantes deciden estudiar periodismo, en vez de, por ejemplo, carreras de ciencias.
Hay una razón evidente: la mayor facilidad de los estudios. Elías lo describe en uno de los apartados más duros de su libro, cuando cuantifica la diferencia entre el esfuerzo que le llevó terminar sus dos carreras: Química es 23 veces más difícil que Periodismo, considerando no sólo las horas de estudio, de prácticas, el esfuerzo durante las clases y las notas obtenidas. Digo que es duro, porque cuando uno echa la vista atrás, y ve el trabajo dedicado, para que al final el diploma valga lo mismo, uno se plantea qué aconsejar a los estudiantes actuales.
Pero hay un segundo factor más interesante, que explica por qué también los alumnos brillantes eligen Periodismo. Se trata del factor fama, que ya hace unos cuantos años contaron Mercedes Odina (también periodista) y Gabriel Halevi. Ser famoso conlleva un importante conjunto de ventajas, no sólo materiales, y trabajar en un medio de comunicación es una buena forma de llegar a serlo.
Una de las ventajas, por poner un ejemplo llamativo, es encontrar pareja poderosa. En Francia hay varios casos de líderes políticos emparejados o con relación cercana a periodistas (Hollande, Kouchner, Strauss-Kahn, Borloo, incluso, según se decía, Sarkozy). En España se conoce el caso de Rodrigo Rato.
Y, sobre todo, España es el mejor ejemplo de cómo una periodista puede encontrar su príncipe azul, en sentido literal.
Recuerdo haberme preguntado cómo aumentaría la matrícula en periodismo tras el compromiso de los príncipes españoles, y ahora Carlos Elías da unos datos que incluso a mí me han sorprendido. Es lo que él llama el efecto Letizia.
Letras y ciencias
El libro puede dar la impresión, y así ha sido interpretado en algunos de los pocos blogs que lo han comentado, como una escaramuza más de la eterna guerra entre letras y ciencias. No lo creo así.
Elías no critica a las disciplinas de letras en general. De hecho, menciona en un par de ocasiones a la filología o la historia, como dos disciplinas en las que se pueden alcanzar resultados rigurosos. Cito estas dos porque son dos temas que a mí particularmente me resultan interesantes (creo que les ocurre a muchas más personas de ciencias), y he tenido ocasión de encontrarme numerosos artículos y libros cuyo nivel es irreprochable. La metodología puede ser distinta de la que se usa en física, pero cuando se ve que el autor se ha pasado tanto tiempo en el archivo o en campo como un químico en los laboratorios, nadie va a negar el valor de las conclusiones.
En cualquier caso, insisto en que las personas de letras no deberían tomar este libro como un ataque a su disciplina. De hecho, todos los que lamentamos la batalla de las dos culturas es porque pensamos ¡que no hay dos culturas! Yo mismo que, como se habrá adivinado ya a estas alturas, he estudiado ciencias, bromeo a veces en que soy de letras.
El problema lo tiene Elías, lo tengo yo, y lo tienen casi todas las personas inclinadas a las ciencias, con esas disciplinas donde uno nunca tiene claro si le están dando gato por liebre. Psicología, pedagogía, crítica, alguna corriente de la filosofía moderna. En este sentido, el asunto Sokal ha sido un punto de inflexión. Lo importante no es que Sokal haya acrecentado la desconfianza de los científicos hacia esas corrientes, sino, sobre todo, les ha dado el valor para criticarlas abiertamente.
En este tema, por cierto, se encuentra mi principal discrepancia con Elías. Él critica a varios filósofos de la ciencia, partidarios del relativismo filosófico. Yo no soy experto en este tema, pero tengo la sospecha de que malinterpreta a Popper. A Popper se le puede criticar y yo mismo lo he hecho en otra entrada, pero creo que es erróneo incluirle en el mismo saco que Kuhn o Feyerabend.
Por otra parte, Elías no se priva en criticar a los propios científicos de gran parte de los males por él mencionados. Su crítica a la dictadura de «Nature» y «Science» han sido una revelación para mí, y merece su propio comentario. Y el desinterés de los científicos españoles por la divulgación es algo que también yo considero desgraciado.
Conclusión
Para terminar, diré que yo soy más optimista que el autor. Creo que hay un importante interés por la ciencia en la sociedad, mucho más del que reflejan los medios de comunicación. Si uno se acerca a una Feria de la Ciencia, se ve que se llena. Los museos de ciencias suelen estar muy concurridos. Yo he visto atascos un sábado por la mañana en la Ciudad Universitaria de Madrid cuando se ha convocado un Concurso de quiromancia.