Un equipo de APM y de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la UNLP recorrió el noreste argentino, donde movimientos campesinos luchan por la subsistencia y la democracia. El sistema de producción alimentaria es un campo de batalla que no permite certezas sobre la cantidad de víctimas y bajas . El frente de combate se […]
Un equipo de APM y de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la UNLP recorrió el noreste argentino, donde movimientos campesinos luchan por la subsistencia y la democracia. El sistema de producción alimentaria es un campo de batalla que no permite certezas sobre la cantidad de víctimas y bajas . El frente de combate se encuentra en las zonas de expansión de las fronteras agrícolas, allí donde tiene lugar el desmonte para sembrar «commodities» y desde donde se expulsa a la población campesina, que debe instalarse en arrabales pobres de pueblos y ciudades, verdaderos campos de refugiados.
Un equipo de APM y de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional de La Plata recorrió los denominados «Bajos Submeridionales», región del noreste de Argentina donde se puede observar una lucha desigual.
Los «Bajos Submeridionales» conforman un área de tierras bajas y anegadizas, de una extensión aproximada de 8 millones de hectáreas. Abarca el Sur de la provincia de Chaco, el Este de Santiago del Estero y el Norte de Santa Fe, en condiciones de inundaciones y sequías cíclicas.
Allí resisten a los asaltos del modelo de producción de los «agronegocios» exponentes de «el otro campo» (en relación a la expresión «el campo», como se autodenominan las patronales agroexportadoras): la Unión de Campesinos Poriajhú, de la provincia de Chaco; el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), y los Pequeños Productores de El Nochero y Villa Minetti, de la provincia de Santa Fe. Algunos son integrantes de Vía Campesina, el mayor movimiento social del mundo, con alrededor de 150 millones de personas.
La correlación de fuerzas es despareja, las armas utilizadas contra ellos son topadoras, maquinarias agrícolas pesadas, pesticidas, herbicidas y aviones fumigadores; la metodología de expulsión consiste en destruir sus sistemas alimentarios, arrasándolo todo: derriban sus alambrados, destruyen sus casas, matan sus animales y fumigan sus cultivos y cabezas; a ello hay que sumarle el retaceo del agua, elemento esencial para paliar la actual sequía, en la que los seres humanos se disputan con los animales el líquido potable.
El conflicto nos remite al recordado caso de la «La Forestal», empresa de capitales extranjeros -principalmente ingleses, pero también franceses y alemanes- que manejó buena parte de la actividad política y económica de esta región entre fines del siglo XIX y principios del XX. Su nombre es recordado porque representa la destrucción de una parte importante de los recursos naturales, la explotación de sus trabajadores y los oscuros contactos con el poder de turno. Explotó en forma desastrosa unos dos millones de hectáreas de quebrachales.
«La Forestal» resultó ser un gran negocio para sus múltiples dueños. Contaban con ferrocarriles, puertos propios, leyes particulares, policía privada y pagaban a sus trabajadores con vales que debían ser canjeados en los almacenes de la misma empresa. La firma se retiró del país en el año 1966, debido a la brusca caída de los precios internacionales de la madera y el tanino.
La tala del quebracho dio lugar al cultivo del algodón y al afincamiento de colonos y familias campesinas, que fueron tomando posesión de las tierras. Sin embargo, los grandes monopolios que operaban en la compra, venta e industrialización del producto fijaron los precios a su antojo, como fue denunciado en la década de 1970 por las Ligas Agrarias, movimiento que nucleó a pequeños y medianos productores rurales del noreste de Argentina y fue desarticulado por la dictadura militar que ocupó el gobierno entre los años 1976 y 1983.
En ese marco se produjo una nueva modificación de la estructura agraria, con la presencia de agentes económicos que privaron a los campesinos de sus medios de producción, la tierra, destinada ahora al cultivo intensivo de granos de exportación. Asimismo, esos nuevos sujetos concentrados introdujeron modificaciones en los mercados y sistemas de comercialización, y provocaron el incremento de la desocupación. Ese proceso está ligado a una costosa tecnificación y a la migración de campesinos hacia los centros urbanos.
A partir de 1996, con la introducción de la soja transgénica, aumentó la presión sobre esas fronteras agrícolas por parte de actores de capital concentrado, provenientes incluso de otras provincias, y afectó aún más a las economías campesinas: incrementaron el conflicto por la tierra y expulsaron a los campesinos mediante la destrucción de sus sistemas de producción alimentaria.
Mucho de lo que no registran los medios de comunicación hegemónicos es invisible ante la sociedad, porque «no existe». Así, en el denominado «conflicto del campo», en Argentina sólo cuentan cuatro entidades patronales: Sociedad Rural Argentina (SRA), Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), Confederación Intercooperativa Agropecuaria Cooperativa Limitada (CONINAGRO) y Federación Agraria Argentina (FAA). Se invisibiliza en forma sistemática que la agricultura familiar y campesina cuenta con organizaciones propias que representan más del 50 por ciento del empleo rural.
En ese sentido, la Unión de Campesinos Poriajhú, el MOCASE y los Pequeños Productores de El Nochero y Villa Minetti conforman un pequeño ejemplo de una realidad que resiste y crece. Reciben la solidaridad de otros movimientos sociales, tanto rurales de pequeños productores como urbanos, de organizaciones no gubernamentales y de integrantes de universidades públicas identificados con la agenda de Soberanía Alimentaria.
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