Desde la militancia kirchnerista se enuncian estos últimos 10 años, que se iniciaron con la asunción de Nèstor Kirchner como presidente, el 25 de Mayo de 2003, como «la década ganada». El pasaje de este período de tiempo nos desafía a realizar un análisis de los importantes logros, las cuestiones pendientes, así como las falencias […]
Desde la militancia kirchnerista se enuncian estos últimos 10 años, que se iniciaron con la asunción de Nèstor Kirchner como presidente, el 25 de Mayo de 2003, como «la década ganada». El pasaje de este período de tiempo nos desafía a realizar un análisis de los importantes logros, las cuestiones pendientes, así como las falencias que ha demostrado este proceso político.
El análisis podría realizarse desde múltiples ángulos y perspectivas. En esta ocasión, nos detendremos en ciertos acontecimientos y en la descripción de características que consideramos emblemáticas sobre el itinerario del gobierno en estos intensos diez años que ha transitado. Sin duda, un acontecimiento parteaguas para la propia identidad política kirchnerista reciente lo constituye el conflicto agropecuario que se produjo en marzo de 2008, a pocos meses de haber asumido Cristina Kirchner su mandato. Hasta el momento, durante la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007), el gobierno había realizado un programa que se definía fundamentalmente a partir de la reparación histórica de las violaciones a los Derechos Humanos a partir del enjuiciamiento de los represores de la última dictadura militar, así como por la reconstitución de la legitimidad de los poderes públicos en el país, acompañado de la recuperación económica (empleo y consumo), que se expresaba la capacidad adquisitiva de los sectores medios y populares después de la devastadora crisis de 2001. Esta presidencia había contado con el apoyo de distintos sectores sociales luego de la crisis, así como se había orientado por un modo de construcción política ajeno en cierta medida a la confrontación directa con los factores de poder. A partir del conflicto agropecuario emergió, al decir del periodista Martín Rodriguez, un kirchnerismo de «segunda generación». A partir de allí se demarcó claramente la frontera política y se retomó de forma explícita un viejo clivaje constitutivo de los populismos latinoamericanos clásicos de los años ’30 y ’40: el «pueblo», representado por la alianza social kirchnerista, frente a las «corporaciones», enmarcada en esta disputa con el sector agropecuario. El clivaje sonaba un poco ajeno en una compleja sociedad como la Argentina de 2008.
Posteriormente, en 2009, la connotación de corporación sería adjudicada a un nuevo actor político, que ya había entrando en tensión con el gobierno a partir de la negativa cobertura realizada durante el conflicto agropecuario: los medios de comunicación masiva, representados por el Grupo Clarìn. Sería ésta una nueva disputa desplegada desde el poder presidencial, que generaría las condiciones para la aprobación en el Congreso de una nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Formaría parte de la nueva ofensiva del gobierno nacional frente al deterioro de su capital político, producido a partir de la derrota en el Congreso de su proyecto por la aprobación de retenciones móviles al sector agropecuario y cristalizado en las elecciones legislativas de 2009.
A partir de la muerte de Néstor Kirchner en Octubre de 2010, emergió con mayor densidad lo que Beatriz Sarlo llamó como la «superestructura cultural» del kirchnerismo, esto es: el grupo de intelectuales de Carta Abierta, que dotó de consistencia argumental y verbal el discurso de Cristina Kirchner, con el concepto de «clima destituyente» para enunciar a quienes buscaban desde ciertas fracciones concentradas del sector agropecuario y de los medios de comunicación provocar una desestabilización del gobierno, así como el programa de la Televisión Pública 678, que constituía un elemento innovador en ese entonces. Estos dos elementos, entre otros, como el aparato publicitario que comenzó a desplegarse a través del Futbol para Todos, comenzaron a configurar de forma consistente aquello que la oposición política a este gobierno denomina de forma despectiva como un «relato». En este sentido, resulta preciso señalar que toda experiencia política transformadora precisa de un «relato», de una interpretación de los acontecimientos que provea de densidad a las decisiones políticas y a la intervención de sus actores en el espacio público, así como tenga una función ordenadora para el reconocimiento de las disputas políticas pasadas y presentes. El problema quizás, sería cuando ese relato se torna una máscara infranqueable que comienza a resultar un límite para la posibilidad de reconocer las mutaciones en las expresiones de la sociedad de la cual se aspira a ejercer su representación. En cierta medida, la necesidad del kirchnerismo de sostener una fidelidad a los principios enunciados en ese relato, de reactivar de forma constante la épica fundacional, lo obliga a sobreactuar posiciones que de cara a la sociedad en su conjunto tienen un efecto contraproducente. Centra su discurso, como se ha dicho, en mantener viva la llama de la pasión militante de los propios y olvida hablar hacia sectores sociales más amplios sobre los cuales se requiere otro tipo de interpelación, más propia de la gestión pública y la eficiencia administrativa que de las grandes gestas de la política.
Finalmente, podemos señalar el interés de la nueva propuesta desplegada a nivel presidencial por Cristina Kirchner a partir de las inundaciones producidas en Abril de 2013 en La Plata. La campaña se llamaba «La Patria es el Otro», y fue reforzada a nivel retórico y en imágenes en el acto de conmemoración de los 10 años del kirchnerismo celebrado este 25 de Mayo en la Plaza de Mayo. En la medida en que el gobierno logre realizar un reconocimiento mayor de los opositores y los críticos, concibiéndolos como adversarios y no como enemigos -como ha denominado Chantal Mouffe: el paso del «antagonismo» al «agonismo»- se habrá producido un paso importante para reducir uno de los abusos del kirchnerismo que le resulta más perjudicial para su propio proyecto político de cara a las exigencias de la sociedad argentina: la polarización exagerada, la reducción de la pluralidad interna y el sectarismo que sobrevienen de forma necesaria de ella.
Ariel Goldstein. Sociólogo (Universidad de Buenos Aires). Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Iealc).
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