Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
No podía haber mejor prueba de la revolución que tiene lugar -gracias a Internet- en la accesibilidad de información y comentario informado que la reacción de nuestros medios dominantes, corporativos.
Por primera vez, los públicos occidentales -por lo menos los que se pueden permitir un ordenador- tienen un camino para sortear a los guardavallas de nuestras democracias. Ahora es posible buscar datos que nuestros líderes solían mantener bien ocultos, así como los análisis de los que no son pagados para hacer caso omiso de la constante y convincente evidencia de hipocresía occidental. WikiLeaks, en particular, ha erosionado rápidamente los sistemas jerárquicos tradicionales de diseminación de la información.
Los medios -por lo menos sus componentes supuestamente de izquierdas- debieran estar vitoreando esta revolución, si no posibilitándola directamente. Y sin embargo, en su mayoría tratan de integrar, domar o subvertirla. Por cierto, locutores y escritores progresistas utilizan cada vez más sus plataformas en los medios dominantes para desacreditar y ridiculizar a los presagios de la nueva era.
Un buen caso para análisis es el Guardian, considerado el periódico más izquierdista en Gran Bretaña y que adquiere rápidamente estatus de culto en EE.UU., donde muchos lectores tienden a suponer que obtienen acceso a través de sus páginas a la verdad pura y a toda la gama de pensamiento crítico en la izquierda.
Por cierto, el Guardian incluye excelente información y ocasionalmente comentarios perspicaces. Posiblemente porque se encuentra alejado del corazón del imperio, puede proveer un antídoto parcial para la cobertura cobarde de los medios de las corporaciones en EE.UU.
No obstante, sería desacertado creer que por ello el Guardian sea un mercado libre de ideas progresistas o disidentes en la izquierda. De hecho, es todo lo contrario: el periódico controla estrictamente lo que se puede decir y quién puede decirlo en sus páginas, por motivos cínicos de los que hablaremos a continuación.
Hasta hace poco, era bastante posible que los lectores desconocieran totalmente que existen escritores y pensadores interesantes o provocativos que nunca son mencionados en el Guardian. Y, antes que los periódicos tuvieran versiones en línea, el Guardian siempre tenía la posibilidad de culpar a limitaciones de espacio para no incluir una variedad más amplia de opiniones. Eso, claro está, cambió con la aparición de Internet.
El Guardian vio muy temprano el potencial, así como la amenaza, planteado por esta revolución. Reaccionó creando un blog aparentemente libre para todos llamado Comment is Free [Comentario es libre] a fin de captar gran parte de la energía vital desencadenada por Internet. Reclutó a un ejército de escritores, activistas y propagandistas, en su mayoría no remunerados, a ambos lados del Atlántico para que ayudaran a establecerlo como el epítome de los medios democráticos y pluralistas.
Desde el comienzo, sin embargo, desde que apareció Comment is Free nunca fue tan libre -excepto en términos de coste financiero para el Guardian. Escritores importantes de la izquierda, particularmente los que eran considerados fuera de las normas comúnmente aceptadas en el antiguo paisaje mediático, no tuvieron acceso a esta nueva plataforma «democrática». Otros, incluido yo mismo, rápidamente descubrimos que había límites severos y aparentemente inexplicables para lo que se podía decir en CiF (sin relación con los temas de gusto o libelo).
Nada de esto sería importante. Después de todo, hay muchos sitios más que CiF para publicar y obtener una audiencia. En toda la red, escritores disidentes ofrecen análisis alternativos de los eventos de la actualidad, y llaman la atención a la importancia de información frecuentemente ignorada o marginada por los medios corporativos.
En lugar de alegrarse por esta competencia, o resignarse a la emergencia de un pluralismo mediático real, el Guardian volvió a ser el mismo de siempre. Volvió a convertirse en policía del pensamiento de la izquierda.
Esta vez, sin embargo, no pudo lograr que la «izquierda desafiante» simplemente no fuera tomada en cuenta. Internet elimina la opción de silenciar por exclusión. Por lo tanto, al parecer, utiliza sus páginas para calumniar a los escritores que, a través de sus propias ideas y análisis provocativos, sugieren la sumisión del Guardian.
La difamación de la «izquierda» por el Guardian -ya que la izquierda es un concepto que nunca ha sido definido por los escritores del periódico- está lejos de tener lugar en una lucha leal de ideas. No solo porque el Guardian está respaldado por los inmensos recursos de sus propietarios corporativos. Cuando ataca a escritores disidentes pocas veces, si en alguna ocasión, pueden encontrar una plataforma de la misma prominencia para defenderse. Y el propio Guardian ha resultado ser más que renuente a permitir a los que denigra un derecho adecuado de respuesta en sus páginas.
Pero también, muy en particular, casi nunca enfrenta las ideas de esos escritores disidentes. Evidentemente, prefiere atacar al hombre, no a sus ideas. En su lugar crea etiquetas, desde las simplemente denigrantes a las evidentemente difamatorias, que lanzan a esos escritores y pensadores al territorio de lo poco escrupuloso.
Un ejemplo típico de la nueva estrategia del Guardian fue evidenciado esta semana en un artículo en las páginas de comentario de la edición impresa -también disponible en línea y en una plataforma mucho más prestigiosa que CiF- en el cual el periódico encargó a un escritor socialista, Andy Newman, que argumentara que el músico israelí judío Gilad Atzmon forma parte de una tendencia antisemita discernible en la izquierda.
Jonathan Freedland, el columnista residente estrella del periódico y obsesionado por el antisemitismo, tuiteó a sus seguidores que el artículo es «importante» porque «insta a la izquierda a enfrentar el antisemitismo en sus filas».
No tengo la menor idea de si Atzmon ha expresado puntos de vista antisemitas – y sigo sin enterarme después de leer el artículo de Newman.
Como ahora es típico en este nuevo tipo de asesinato de la reputación del Guardian, el artículo no hace ningún esfuerzo por demostrar que Atzmon sea antisemita o para mostrar que existe algún motivo tópico o urgente de mencionar ese supuesto defecto en su carácter. (De pasada, el artículo hizo una acusación similar de antisemitismo contra Alison Weir de If Americans Knew, y contra el sitio en la red CounterPunch por publicar un artículo suyo sobre el papel de Israel en el tráfico de órganos.
Atzmon acaba de publicar un libro sobre la identidad judía: The Wandering Who?, que ha sido elogiado por personalidades respetadas como Richard Falk, profesor emérito de derecho en Princeton, y John Mearsheimer, distinguido profesor de política en la Universidad Chicago.
Pero Newman no criticó el libro, ni publicó alguna cita. De hecho, no presentó ninguna indicación de que haya leído el libro o conozca algo sobre su contenido.
En su lugar, Newman inicia su artículo, después de elogiar la maestría musical de Atzmon, con una referencia a sus «escritos antisemitas». A continuación siguen algunas antiguas citas de Atzmon, suficientemente largas como parar ser interesantes, pero demasiado breves y fuera de contexto para probar su antisemitismo -excepto presumiblemente para la policía del pensamiento del Guardian y sus lectores más respetuosos.
La pregunta que queda en la mente de cualquier persona razonable es ¿porqué dedicar un espacio de comentario en el periódico a Atzmon? No había ninguna sugerencia de un ángulo de interés periodístico. Y no se daba ninguna justificación que probara que Atzmon sea realmente antisemita. Simplemente se asumió que es un hecho.
Atzmon, incluso según su propia estimación, es un personaje inconformista que tiene una tendencia a enfurecer a casi todos con sus pronunciamientos provocativos, y frecuentemente ambiguos. ¿Pero por qué señalarlo en particular y luego sugerir que representa una tendencia discernible y depravada en la izquierda?
No obstante, el Guardian se complació en ofrecer su imprimátur a la difamación de Newman sobre Atzmon, quien fue descrito como teórico de la conspiración «empapado en desprecio de los judíos», a pesar de toda ausencia de evidencia que lo justifique. Verdaderamente digno de Pravda durante su apogeo.
El artículo sobre Atzmon apareció el mismo día en el que el Guardian publicó una feroz crítica similar, esta vez sobre Julian Assange, fundador de WikiLeaks. El periódico publicó una reseña del editor de investigaciones del Guardian, David Leigh de la «autobiografía no autorizada» de Assange.
Que haya podido considerar que Leigh sea una opción razonable para realizar una reseña del libro -que puso públicamente en la picota- demuestra lo poco que el Guardian está dispuesto a atenerse a los principios elementales del periodismo ético.
Leigh tiene su propio libro sobre la conexión del Guardian con WikiLeaks y Assange, que actualmente compite con la ‘autobiografía’ de Assange por las ventas en las librerías. No se puede decir que sea una parte desinteresada.
Pero asimismo, y es más importante, Leigh obviamente no es desapasionado sobre Assange, tal como no lo es el Guardian. El periódico ha estado librando una guerra casi declarada contra WikiLeaks desde que las dos organizaciones se disputaron respecto a la publicación del tesoro de WikiLeaks de 250.000 cables de las embajadas de EE.UU. La desavenencia, si se ha de creer a las réplicas en el periódico, incluso ha comenzado a poner a prueba la paciencia de algunos de los lectores más leales del periódico.
El punto más bajo en el papel de Leigh en esta saga tuvo lugar cuando divulgó en su propio libro una contraseña compleja que Assange había creado para proteger un archivo digital que contenía los cables originales y no censurados de las embajadas. Cada uno era cuidadosamente modificado antes de su publicación por diversos periódicos, incluido el Guardian.
Este acto de estupidez vulgar -en la interpretación más generosa de la conducta de Leigh-dio la clave para que cada agencia de seguridad del mundo pudiera abrir el archivo. Leigh ha acusado a WikiLeaks de negligencia al permitir que una copia digital del archivo estuviera disponible. Aunque sea así, su propio papel en el asunto es mucho más imperdonable.
Incluso en vista de su aparente ignorancia del mundo digital, Leigh es un periodista investigativo veterano quien tiene que haber sabido que la revelación de la contraseña era extremadamente imprudente. Además, demuestra claramente cómo Assange formula sus contraseñas, y suministraría pistas importantes para hackers que traten de abrir otros documentos protegidos de WikiLeaks.
Su imprudencia, y la del Guardian, al revelar la contraseña fue complicada por su decisión negligente de no contactar ni a Assange ni a WikiLeaks antes de la publicación del libro de Leigh para comprobar si la contraseña seguía siendo utilizada.
Después de este deshonroso episodio, uno de los muchos del Guardian en relación con Assange, se podría haber supuesto que Leigh sería considerado una persona inadecuada para comentar en el Guardian sobre asuntos relacionados con WikiLeaks. No fue así.
En su lugar, el periódico ha estado promulgando la versión de Leigh de la historia, resultante de su interés personal e impugnando regularmente el carácter de Assange. En un reciente editorial, el periódico recriminó al fundador de WikiLeaks de ser «absolutista de la información», «deficiente, volátil y errático», argumentando que había decidido poner en peligro a informantes nombrados en los cables estadounidenses al publicar el cache sin censurarlo.
Sin embargo, el periódico no hizo mención alguna ni del papel de Leigh al revelar la contraseña o del argumento de WikiLeaks de que, después de la incompetencia de Leigh, todas las agencias de seguridad y hackers en el mundo tuvieron acceso a los contenidos del archivo. Mejor sería, pensaba WikiLeaks, crear un campo de juego parejo y permitir que todos tuvieran acceso a los cables, lo que permitiría que los informantes supieran si habían sido nombrados y estaban en peligro.
El abuso de su posición por Leigh es solo un elemento en una sucia campaña del Guardian para desacreditar a Assange y, por extensión, al proyecto de WikiLeaks.
Parte de eso refleja claramente un choque de personalidades y egos, pero también parece de manera sospechosa como si el feudo derivara de una lucha ideológica más profunda entre el Guardian y WikiLeaks sobre cómo debiera ser controlada la información dentro de una generación. La filosofía implícita de WikiLeaks es promover una apertura y una igualación del acceso a la información cada vez mayores, mientras el Guardian, siguiendo sus imperativos comerciales, quiere asegurarse de que los guardavallas mantengan su control.
Cuesta no ver que Assange tiene por lo menos a su disposición a WikiLeaks, un destacado sitio en la web, para presentar sus propias posiciones y motivos. Otros objetivos del Guardian tienen menos suerte.
George Monbiot, considerado ampliamente el columnista más progresista del Guardian, ha utilizado su espacio para atacar a un grupo disímil en la «izquierda» que, por casualidad, también incluye a acerbos críticos del Guardian.
En una columna en junio, acusó a Ed Herman, destacado profesor de finanzas estadounidense y también colaborador en la crítica de los medios de Noam Chomsky, y al escritor David Peterson, de ser «negacionistas del genocidio» por su investigación de eventos en Ruanda y Bosnia. La evidencia se encuentra supuestamente en su libro conjunto
The Politics of Genocide, publicado en año pasado, y en un volumen en línea, The Srebrenica Massacre, editado por Herman.
Implicando que la negación del genocidio era ahora un problema serio de la izquierda, Monbiot también atacó al periodista John Pilger por apoyar el libro y a un sitio en la web llamado Media Lens que se dedica a denunciar las fallas de los medios corporativos, incluido el trabajo del Guardian y de Monbiot. El crimen de Media Lens fue que argumentó que se debiera permitir que Herman y Peterson presentaran su caso sobre Ruanda y Bosnia, en lugar de ser silenciarlos, lo que aparentemente prefiere Monbiot.
Monbiot también involucró a Chomsky en su crítica, reprendiéndolo por haber escrito un prólogo para uno de los libros.
Hay que recordar que Chomsky es coautor (con Herman) de Fabricando el consenso, un libro fundamental que argumenta que los medios corporativos, incluidos medios liberales como el Guardian, tienen el papel de distorsionar el entendimientos de los eventos mundiales por sus lectores a fin de promover los intereses de las elites occidentales. Desde el punto de vista de Chomsky, incluso periodistas como Monbiot son seleccionados por los medios por su habilidad de fabricar el consenso público a favor de la mantención de un sistema de dominación política y económica occidental.
Posiblemente es un resultado de estas ideas que Chomsky sea una pesadilla para el Guardian y su publicación hermana dominical, el Observer.
Fue vilipendiado notoriamente en 2005 por una cronista con futuro del Guardian, Emma Brockes – de nuevo sobre el tema de Srebrenica. El informe de Brockes distorsionó de un modo tan intencional los puntos de vista de Chomsky (con citas que no pudo sustanciar porque aparentemente sobregrabó su cinta de la entrevista) que el Guardian se vio obligado a una «disculpa parcial» muy renuente por presión del editor de sus lectores. Por sobre la oposición de Chomsky, el artículo fue también borrado de sus archivos.
Un periodismo tan abusivo debiera haber significado el fin de la carrera de una joven periodista en el Guardian. Pero ridiculizar a Chomsky es una actividad normal en el periódico, y la carrera de Brockes como celebridad entrevistadora floreció, tanto en el Guardian como en el New York Times.
Nick Cohen, otro columnista estrella, esta vez en el Observer, tuvo hace poco bastante tiempo para mencionar a Chomsky, desestimándolo junto a otros destacados pensadores críticos como Tariq Ali, el difunto Harold Pinter, Arundhati Roy y Diana Johnstone como «aborrecedores de Occidente». Culpó a liberales y a la izquierda por su «autoengaño chomskiano», y sugirió que eran apólogos de atrocidades».
El artículo de Monbiot siguió en la misma onda. Parecía tener una idea mínima de los detalles de los libros de Herman y Peterson. Gran parte de su argumento de que Herman es un «minimizador de genocidios» está condicionada por dudas planteadas por una serie de expertos en el libro The Srebrenica massacre sobre la cifra de 8.000 ejecuciones denunciadas de musulmanes bosnios por fuerzas serbias en Srebrenica. Los autores sugieren que la cifra no es corroborada por evidencia y podría, en los hechos, ser de solo 800.
El tema del artículo de Monbiot no es si el caso planteado por Herman y sus colaboradores es convincente o no. No estaba interesado en explorar sus argumentos sino en crear una zona intelectual prohibida de la cual son excluidos pensadores e investigadores críticos – un genocidio sagrado.
Para lograr ese fin, era necesario calumniar a dos escritores como negadores del genocidio y sugerir que cualquier otro en la izquierda que se aventure en el mismo territorio sería estigmatizado de la misma manera.
El tratamiento dado al trabajo de Herman y Peterson fue tan descuidado y arrogante que cuesta creer que haya sido él quien analizó sus libros.
Para tomar solo un ejemplo, parecería que de alguna manera Monbiot parece ser incapaz de apreciar la cuidadosa distinción que el libro de Herman hace entre una «ejecución» y una «muerte», una diferenciación vital en la evaluación de la masacre de Srebrenica.
En el libro, los expertos cuestionan si todos o la mayoría de los 8.000 musulmanes bosnios desenterrados de tumbas en Srebrenica fueron víctimas de un plan genocida de los serbios, o víctimas de encarnizados combates entre las dos partes, o algunos incluso víctimas de una operación de bandera falsa. Como señala el libro, un post-mortem puede lograr muchas cosas pero no puede discernir las identidades o intenciones de los que cometieron la matanza en Srebrenica.
Los autores no dudan del hecho de que una masacre, o masacres, hayan tenido lugar en Srebrenica. Sin embargo, creen que no debiéramos aceptar bajo palabra que se trató de un genocidio (un término definido de modo muy específico en el derecho internacional), o negarnos a considerar que las cifras pueden haber sido exageradas para corresponder a una agenda política.
No es un argumento fácil o inconformista. Como dejan en claro en sus libros, armar pieza por pieza lo que sucedió realmente en Ruanda y Bosnia es vital si no queremos ser engañados por dirigentes occidentales para aceptar más intervenciones humanitarias cuyos objetivos están lejos de lo que se afirma.
El hecho de que Monbiot haya desacreditado a Herman y Peterson en días en los que la información del Guardian vitoreaba en general la última intervención humanitaria, en Libia, es tanto más irónico.
¿Por qué, entonces, publican el Guardian y sus escritores esos artículos de propaganda haciendo alarde de preocupación moral sobre los valores supuestamente degenerados de la «izquierda»? ¿Y por qué, si la izquierda está en un estado tan envilecido, no puede el establo de talentosos escritores del Guardian enfrentar las ideas de sus oponentes sin recurrir a argumentos falaces, desorientación y calumnias?
Los escritores, pensadores y activistas atacados por el Guardian, aunque son todos de izquierdas, representan tendencias y enfoques rotundamente diferentes – y algunos de ellos se opondrían sin duda vehementemente a las opiniones de otros en la lista.
Pero todos comparten el talento de poner a prueba las fronteras del pensamiento permisible de maneras creativas que cuestionan y debilitan verdades establecidas y lo que he llamado en otro sitio el «clima de suposiciones» que el Guardian ha contribuido a crear y sustentar.
Poco importa si todos o algunos de estos pensadores críticos tienen razón. El peligro que plantean al Guardian es que argumentan convincentemente que la manera como se nos presenta el mundo no representa la manera como es en realidad. Su desafío en sí, enfrentado al peso del consenso fabricado, amenaza con empoderarnos a nosotros, los lectores, a mirar más allá de los confines restrictivos de la ortodoxia mediática.
El Guardian, como otros medios dominantes, está fuertemente interesado -financiera e ideológicamente- en el apoyo al actual orden global. Otrora pudo excluir y ahora, en la era de Internet, tiene que vilipendiar a los elementos de la izquierda cuyas ideas pueden cuestionar un sistema de poder corporativo y de control del cual el Guardian es una institución clave.
El rol del periódico, como el de sus primos derechistas, es limitar los horizontes imaginativos de los lectores. Aunque existe la cantidad precisa de debate izquierdista para hacer que los lectores crean que el periódico es pluralista, el tipo de perspectivas radicales necesarias para cuestionar los fundamentos mismos en los cuales se basa el sistema de dominación occidental no existe o es ridiculizado.
Al leer el Guardian, se puede creer que uno de los principales problemas que enfrentan nuestras sociedades -comparables a nuestras elites políticas comprometidas, autoridades policiales corruptas, y un sistema financiero depravado- es una serie de disidentes e intelectuales de izquierda, en su mayoría aislados.
¿Es Atzmon y su presunto antisemitismo más importante que AIPAC? ¿Representa Herman un mayor peligro que las corporaciones militares-industriales que matan a millones de personas en todo el globo? ¿Y es Assange una amenaza mayor para el futuro del planeta que el presidente de EE.UU. Barack Obama?
Al leer el Guardian, uno podría pensar que es así.
Jonathan Cook obtuvo el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Sus últimos libros son Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East (Pluto Press) y Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair (Zed Books). Su sitio web es: www.jkcook.net.
Fuente: http://www.counterpunch.org/