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A cinco años del 19 y 20 de diciembre

Una puñalada al corazón neoliberal de América del Sur

Fuentes: APM

Los episodios de aquel diciembre de 2001 marcaron un punto de inflexión en el subcontinente. A partir de entonces, surgieron nuevas formas de lucha social y, sobre todo, la necesidad de cambiar el modelo hegemónico vigente. Durante doce años el gobierno argentino fue el mejor alumno del Consenso de Washington. Las reformas económicas que, mediante […]

Los episodios de aquel diciembre de 2001 marcaron un punto de inflexión en el subcontinente. A partir de entonces, surgieron nuevas formas de lucha social y, sobre todo, la necesidad de cambiar el modelo hegemónico vigente.

Durante doce años el gobierno argentino fue el mejor alumno del Consenso de Washington. Las reformas económicas que, mediante el terrorismo de estado, pudo introducir José Alfredo Martínez de Hoz le permitieron a Carlos Saúl Menem completar, en una década, el proceso depredatorio que la dictadura militar dejó a mitad de camino.

Menem siguió al pie de la letra cada una de las recetas del fundamentalismo de mercado que promocionaban el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), el Tesoro y la Reserva Federal norteamericanos y los «think tanks». Privatizaciones en masa, flexibilización laboral, ajuste fiscal, liberalización del mercado, desregulación, reforma impositiva, liberalización de las tasas de interés… nada quedó fuera de la órbita de Menem y del padre de la convertibilidad, el ex ministro de Economía, Domingo Cavallo.

«El presidente Bush (padre) tiene un afecto personal muy fuerte por el presidente Menem, como yo también lo tengo. Menem se ha mostrado como un líder muy valiente, que está trabajando muy duramente por reformar la economía, para que la población de ese país pueda tener una vida mejor», aseguró el entonces vicepresidente norteamericano, Dan Quayle, en una entrevista con el diario La Nación («América Latina es una prioridad», 9 de marzo de 1990).

Pero la mejor vida que predijo Quayle fue sólo aparente y pronto se reveló el carácter desigual e inhumano del menemismo. Fue a mediados de la década del ’90 cuando se manifestaron los primeros piquetes en Cutral-Có y Plaza Huincul (provincia de Neuquén) como forma de protesta contra el desempleo que ya crecía a pasos acelerados a raíz de las privatizaciones.

Cuando triunfó la Alianza (UCR-Frepaso) en las elecciones presidenciales de 1999, una gran parte de los argentinos pedía a gritos un cambio y entonces surgió el radical Fernando de la Rúa, quien había prometido encabezar la transformación a partir de un gobierno transparente y honesto, en contraposición con el despilfarro y la corrupción de la década anterior. Pero su gobierno fue más de lo mismo.

El escándalo de las coimas en el Senado para la aprobación de la Ley de Reforma Laboral del oficialismo, dejó en evidencia la continuidad de los vicios menemistas y quebró para siempre a la Alianza, esa coalición de cúpulas partidarias que había nacido sin base social.

De la Rúa también garantizó la continuidad del modelo neoliberal con las medidas de ajuste que exigía el FMI y la banca privada, mientras el desempleo, la pobreza y la indigencia seguían su ritmo ascendente. El regreso de Cavallo al escenario económico, con medidas ortodoxas como el nuevo recorte de gastos públicos que se llamó «Déficit Cero» y el famoso «corralito» sobre los depósitos bancarios, no hizo más que agravar las cosas, provocando la movilización de los ahorristas de la clase media.

Resultaba sorprendente escuchar, por entonces, consignas que impulsaban la unidad entre las cacerolas (elemento de protesta de los ahorristas) y los piquetes (método de lucha de los desocupados), si se tiene en cuenta que la clase media se irritaba cada vez que aparecía un nuevo corte de ruta. Pero en última instancia fueron dos sectores afectados por la misma crisis y sus reclamos, aunque de naturaleza diferente, se conjugaron para desembocar en el estallido popular del 19 y 20 de diciembre de 2001.

Saqueos, movilizaciones, piquetes y protestas en todo el país, sin dirección ni proyecto histórico, daban cuenta de que la situación política, económica y social era insostenible. De la Rúa respondió con el Estado de Sitio, pero las consecuencias de esa medida aceleraron su huida en helicóptero desde los techos de la Casa Rosada, cuando ya no contaba ni siquiera con el apoyo de su propia fuerza política.

Tras su renuncia, el radical dejó una estela de heridos y muertos. La policía usó artillería pesada para reprimir y asesinar bajo el Estado de Sitio. El saldo final: más de 200 heridos y 37 muertos en todo el territorio. Sin embargo, se estima que De la Rúa quedará libre de culpa y cargo en la causa en la que se investiga (lentamente) la represión del 19 y 20 de diciembre. Después de cinco años, sólo el policía Víctor Belloni se encuentra detenido por tentativa de homicidio.

Los hechos posteriores reflejaron una gran inestabilidad institucional. Entre diciembre de 2001 y enero de 2002, hubo tres presidentes interinos hasta que el Congreso designó a Eduardo Duhalde (Partido Justicialista) para completar el mandato inconcluso de De la Rúa. Con Duhalde llegó la devaluación del peso argentino y se impuso el «corralón» sobre los depósitos bancarios. Hubo más represión y muerte, con los asesinatos de los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, y tampoco recayeron responsabilidades sobre el poder político.

En esos primeros meses de 2002 surgieron las asambleas barriales, como fruto de la unión entre cacerolas y piquetes, en las que intentaron formas de democracia directa bajo la consigna de «que se vayan todos» los representantes de la vieja política. Pero la unión entre estos sectores sociales duró poco y no todos los personeros de los partidos tradicionales desaparecieron de la escena nacional. En realidad fueron muy pocos los que se fueron.

Sin embargo, algunas expresiones populares lograron perdurar en el tiempo y otras nacieron a partir de las experiencias que arrojó ese periodo convulsionado. Las fábricas recuperadas bajo control obrero, como Zanón (cerámicos) y Brukman (textil), son ejemplos del primer caso; mientras que las asambleas ambientalistas, como la de Gualeguaychú, que se manifiesta contra la instalación de las pasteras sobre el Río Uruguay, sirven como referencia del segundo.

Pero, por sobre todo, la revuelta tuvo una dimensión regional que no puede dejarse de lado. La Argentina no sólo fue el mejor alumno neoliberal de América del Sur, sino también la manifestación más evidente de la descomposición del modelo impuesto por Washington en el subcontinente. A partir del 2001, el pensamiento único quedó en jaque y se hizo necesario impulsar un proceso de revisión y cambio como cuestión de vida o muerte.

Algunos ejemplos: La defensa de las empresas estatales y el referendo contra la privatización del agua que impulsó el Frente Amplio en Uruguay; la resistencia del presidente Hugo Chávez y de las clases populares venezolanas frente al Golpe de Estado que llevó a cabo la oligarquía, con el apoyo del gobierno norteamericano y diversos medios de comunicación; la insurrección popular que logró la renuncia del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia; las movilizaciones de los maestros y asambleístas de Oaxaca en México; y los recientes triunfos electorales de partidos y candidatos progresistas en Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Brasil y Venezuela.

Antes del 2001 hubiese sido impensable la manifestación de fuerza que expresaron los países miembros del Mercado Común del Sur (Mercosur) en la IV Cumbre de las Américas de Mar del Plata, al rechazar el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA). Tampoco hubiese prosperado una integración regional fuera de los parámetros neoliberales.

Hoy, a cinco años de los episodios del 19 y 20 de diciembre, los desafíos en la región son enormes; el hambre sigue matando a miles de niños, hombres y mujeres; la salud y la educación aún son un privilegio, las diferencias y asimetrías entre las naciones sudamericanas no se terminaron… pero algunas cosas están cambiando con el fin de encontrar soluciones a estos y otros problemas. El proceso de transformación ya está en marcha. Su éxito dependerá del grado de integración de los pueblos latinoamericanos y de su compromiso en el diseño de un nuevo proyecto histórico que aniquile de una vez y para siempre los residuos neoliberales.

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