En una decisión que provocó escalofríos en toda la profesión periodística de Estados Unidos, un tribunal federal falló hoy que no existe el derecho de mantener confidenciales las fuentes de reporteros en una investigación criminal federal. El fallo emitido hoy por tres jueces del Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos desechó el argumento de dos […]
En una decisión que provocó escalofríos en toda la profesión periodística de Estados Unidos, un tribunal federal falló hoy que no existe el derecho de mantener confidenciales las fuentes de reporteros en una investigación criminal federal.
El fallo emitido hoy por tres jueces del Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos desechó el argumento de dos periodistas -uno de la revista Time y otra de The New York Times– quienes se han negado a divulgar sus fuentes durante la investigación de un gran jurado sobre la filtración del nombre de una agente clandestina de la CIA por funcionarios del gobierno de George W. Bush. Revelar el nombre de un agente secreto federal puede ser un crimen si se determina que la acción fue a propósito y con pleno conocimiento de la identidad de un agente.
La decisión es un revés para una permanente batalla entre los medios y el sistema judicial estadunidense sobre lo que reporteros y editores siempre han argumentado como un principio de la libertad de expresión: el derecho de periodistas a proteger la identidad de sus fuentes.
Pero este derecho no está garantizado explícitamente en la Constitución, y siempre ha sido sujeto a la interpretación de jueces a lo largo de décadas. Varios periodistas han sido multados y encarcelados por su renuencia a cooperar con órdenes judiciales que los obligaba a revelar sus fuentes. En este caso, los dos periodistas -que ya han sido acusados por desacato de una orden judicial para declarar ante un gran jurado- ahora enfrentan una posible pena de hasta 18 meses de cárcel si no divulgan sus fuentes.
Matthew Cooper de la revista Time y Judith Miller del New York Times han rehusado divulgar sus fuentes en la investigación encabezada por el fiscal federal especial Patrick Fitzgerald sobre si se cometió un delito cuando personas identificadas como altos funcionarios del gobierno de Bush en varios reportajes revelaron la identidad de la agente de la CIA Valerie Plame en 2003.
Los jueces declararon hoy que «no hay un privilegio de Primera Enmienda (de la Constitución, sección que se refiere a la libertad de expresión) protegiendo la información que se solicita». Floyd Abrams, abogado de ambos reporteros, declaró que buscará revertir el fallo y dijo que «la decisión de hoy es un golpe pesado contra el derecho del público de ser informado sobre su gobierno», argumentando que esto inhibe cualquier cooperación entre fuentes oficiales y periodistas en el futuro, e intimida a la profesión periodística a buscar información más allá de la línea oficial.
Peor aún, ni Cooper o Miller tuvieron algo que ver con la divulgación de la identidad de Plame, sólo hablaron con sus fuentes después del hecho, y Miller investigó el tema pero nunca escribió una nota sobre el asunto. La identidad de Plame fue revelada en una columna sindicada del comentarista conservador Robert Novak publicada el 14 de julio de 2003, en la cual citó a dos altos funcionarios del gobierno de Bush como sus fuentes.
El origen de un escándalo
Todo empezó con 16 palabras (en la frase en inglés) en el informe del «estado de la nación» pronunciado por Bush el 28 de enero de 2003, cuando afirmó que «el gobierno británico se ha enterado de que Saddam Hussein buscó recientemente cantidades significativas de uranio de Africa». Eso desató una controversia sobre la veracidad de esa afirmación, y el debate se nutrió con varios reportajes.
El 6 de julio de 2003 el embajador (retirado) Joseph Wilson publicó un artículo de opinión en el New York Times donde informó que había sido enviado a Níger en febrero de 2002 por la CIA, a solicitud del vicepresidente Dick Cheney, para investigar si Irak estaba intentando comprar uranio de ese país, y que a su regreso reportó que no existían pruebas creíbles de tal esfuerzo del régimen de Hussein.
El artículo provocó una tormenta política, ya que Wilson dijo que se sentía obligado a revelar su viaje secreto porque estaba enojado pues la Casa Blanca había incluido la acusación en un discurso público nacional, a pesar de que sabía que no existían pruebas. En entrevistas subsecuentes en otros medios, Wilson advirtió que el gobierno de Bush posiblemente estaba engañando al público para justificar la guerra contra Irak. Acuso al gobierno de presentar mal los hechos y preguntó «¿en qué otras cosas podrían estar mintiendo?»
El 14 de julio de 2003, en medio de toda esta controversia, apareció la columna de Robert Novak, publicada en el Chicago Sun Times y otras publicaciones donde reveló: «Wilson nunca trabajó para la CIA, pero su esposa, Valerie Plame, es una operativa de la Agencia para temas de armas de destrucción masiva. Dos altos funcionarios del gobierno me dijeron que la esposa de Wilson sugirió que lo enviaran a Níger para investigar….».
Esta columna fue interpretada por algunos como una acto de venganza contra Wilson, ya que se eligió a Novak, gran defensor de este gobierno, para filtrar el nombre de la esposa de Wilson y con ello no sólo anular su carrera como agente clandestina de la CIA, sino poner en riesgo su vida y la de sus contactos. Peor aún, que altos funcionarios revelaran la identidad de Plame era, para observadores dentro y fuera del gobierno, casi un acto de traición a la patria.
Después de la publicación de la columna de Novak, otros medios reportaron que funcionarios del gobierno habían revelado que Plame trabajaba en la CIA, incluyendo una nota por Matthew Cooper en Time publicada en diciembre de 2003 sobre la aparente «guerra» contra Wilson por el gobierno de Bush. El Washington Post informó que dos altos funcionarios de la Casa Blanca se habían comunicado con por lo menos seis periodistas en Washington para divulgar la identidad de la esposa de Wilson.
Mientras tanto, el Departamento de Justicia comenzó una investigación para determinar si empleados del gobierno habían violado la ley al divulgar sin autorización la identidad de una agente clandestina. En diciembre de 2003, el procurador general John Ashcroft se vio obligado a apartarse personalmente de la investigación por sus vínculos cercanos con la Casa Blanca, y poco después se nombró al fiscal federal Fitzpatrick como el investigador especial. Con ello, se inició la investigación de un gran jurado para determinar si se cometió o no un delito federal, la cual sigue en curso.
La batalla
Poco después, el gran jurado y el fiscal convocaron a declarar a los dos reporteros y sus medios, solicitaron sus notas y documentos para sus reportajes relacionados con el caso de la divulgación de la identidad de Plame. Fueron meses de negociaciones sobre las cosas que estaban dispuestos a compartir y las que no. Finalmente, cuando ambos rehusaron entregar información compartida con sus fuentes confidenciales, el juez los declaró culpables de desacato a su orden de declarar, algo que implica un castigo de hasta 18 meses de cárcel.
Ambos apelaron el fallo argumentando el derecho constitucional de libertad de expresión para mantener en secreto sus fuentes confidenciales, como también el privilegio otorgado por el derecho común, entre otras cosas.
En tanto, el gran jurado y el fiscal han realizado una serie de interrogatorios al propio presidente Bush (quien cuando empezó a intensificarse este escándalo se vio obligado a declarar que la Casa Blanca haría todo lo posible para cooperar plenamente con la investigación), el vicepresidente Cheney, el entonces secretario de Estado Colin Powell y otros altos funcionarios en el gobierno.
También se ha interrogado a otros periodistas, incluidos algunos de NBC News y del Washington Post. Sin embargo, hay un misterio sobre el periodista con el que estalló todo esto. Nadie sabe, al parecer, si Novak ha declarado o no ante el gran jurado, y éste ha rehusado comentar los detalles del caso.
Ante todo estos sucesos se desató nuevamente el debate general sobre el derecho de los periodistas, y el principio en sí, de tener acceso y proteger a fuentes confidenciales al cumplir con sus tareas de informar al público. El fallo hoy es un nuevo revés en esta pugna histórica entre los medios y el gobierno.
Antecedentes
Esta disputa es antigua en este país. Como recuerda el reportero Mark Bowden en el Columbia Journalism Review, hay casos como el de 1848 cuando John Nugent, reportero del New York Herald, rehusó informar al Congreso quién fue la fuente que le entregó el borrador de un tratado secreto entre México y Estados Unidos, y fue encerrado en el Congreso durante un mes por desacatar la orden de revelar su fuente.
En 1957 Judy Garland demandó a una reportera por escribir que la estrella estaba deprimida y cuando rehusó revelar su fuente sufrió 10 días de cárcel. Time, Life, Newsweek y televisoras enfrentaron órdenes para revelar fuentes durante los años 60. Los defensores de libertades civiles siempre condenaron estos intentos como actos «autoritarios». Pero como señala Bowden, «aplicar órdenes judiciales por desacato contra periodistas necios ha sido auto derrotador» para las autoridades, ya que los convierten en «héroes» y eleva él numero de sus lectores.
A falta de una mención específica de este derecho en la Constitución, los medios han tenido que depender de la interpretación de los jueces de la ley, como la opinión disidente del juez William Douglas la única vez que la Suprema Corte ha considerado este tema en 1972. Señalando que no hay mayor función en el sistema constitucional que el de informar al público, y que esto implica que los medios a veces amenazan a la burocracia gubernamental, los periodistas deben disponer de lo necesario para cumplir con «el derecho del público a saber». Si eso queda limitado por la ley, argumentó Douglas, «entonces la función principal del reportero en la sociedad estadunidense será pasar al público los comunicados de prensa que los diversos departamentos del gobierno emiten».
Pero la opinión mayoritaria dio la razón al gobierno, y sus consecuencias fueron que unos 35 periodistas acabaron en la cárcel durante los ocho meses después del fallo en 1972. Para contrarrestar esto, varias legislaturas estatales, tribunales y otros han tratado de promover leyes para proteger a periodistas de posibles abusos contra ellos por fiscales, pero nadie desea enfrentar el asunto directamente ya que la base legal constitucional es muy tenue. Con el fallo de hoy, se debilitó un poco más.
Mientras, nadie sabe aún quién divulgó la identidad de Plame y los responsables logran mantener su impunidad mientras algunos reporteros enfrentan la posibilidad de estar detrás de rejas por cumplir con su obligación de informar al público.