Parece que las fuerzas políticas españolas y, en general, europeas y americanas, del ámbito de la derecha no extrema ni golpista y de la izquierdas, sea cual sea su adscripción, han criticado el golpe militar en Honduras y exigen el inmediato regreso a la presidencia de Manuel Zelaya. Existe, pues, unanimidad. Es aparente. Los portavoces, […]
Parece que las fuerzas políticas españolas y, en general, europeas y americanas, del ámbito de la derecha no extrema ni golpista y de la izquierdas, sea cual sea su adscripción, han criticado el golpe militar en Honduras y exigen el inmediato regreso a la presidencia de Manuel Zelaya. Existe, pues, unanimidad.
Es aparente.
Los portavoces, o algunos portavoces cuanto menos, de la derecha española, critican lo sucedido pero añaden, inmediatamente, quitando podredumbre al golpismo, que Zelaya intentó romper o transgredir el orden constitucional.
La acusación es falsa. La votación propuesta, como se sabe, era meramente consultiva y es obvio que con ella el presidente hondureño pretendía acumular fuerza política para emprender un camino de reformas que la actual constitución, y las fuerzas que en ella se amparan, impide.
Como Ignacio Escolar ha señalado (Público, 30 de junio de 2009), el artículo 239 de la Constitución hondureña señala que el simple hecho de proponer una reforma que permita la reelección de la presidencia, actualmente limitada a cuatro años, será castigado con diez años de inhabilitación. Pero, ¿cuándo fue redactada la constitución hondureña? En 1982. ¿Tuvo alguna tutela? Sí, la mirada atenta de un poder militar omnipoderoso tras años y años de dictadura militar. Pero, ¿acaso una constitución es inalterable como pueda serlo la ley de la gravitación universal o el principio de conservación de la energía? No lo parece, sería un sinsentido. Los militares y oligarcas y terratenientes hondureños, el mismo padre del presidente secuestrado y violentado probablmente, así lo creen. Es su forma de dejarlo todo atado y bien atado.
En este intento político democrático, popular, de avance social, se basan los políticos e intelectuales de la derecha para, es cierto, después de denunciar el golpe, criticar la actuación de Zelaya y llamarle al orden, para señalarle su obligación de llegar acuerdos con los partidos tradicionales, con el poder legislativo y judicial hondureños, todos ellos en manos de la extremísima derecha o de la derecha poco civilizada.
Hay, sin embargo, otra línea de crítica. La encabeza Ridao, aquel célebre autor de aquella no menos célebre editorial de El País donde se ponía al Che Guevara a la altura de los truhanes y los mitos sesentayochescos sin sustancia ni alma. En su medio de persuasión preferido, Serprisa, Ridao apuntaba en la mañana del 30 de junio el siguiente argumento: el punto político esencial no es ya la crítica al secuestro y expulsión del presidente constitucional, sino ver quien hegemoniza la crítica democrática. No puede ser, señalaba con horror Ridao, que esa posición la encabece el chavismo, según su cuidada termonología, es decir, los presidentes de Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y Cuba. ¿Acaso Cuba, señalaba el periodista, diplomático y escritor, puede ser modelo para un frente democrático antigolpista? Es necesario, remarcaba, que el eje de la oposición crítica esté en manos de Obama, Clinton, Zapatero y las democracias occidentales y los países latinoamericanos no radicalizados que no han caído en las garras del populismo.
La crítica es aparentemente más sutil pero no va en dirección opuesta a la anteriormente explicitada. Negar los hechos, situar el ALBA, a la esencial alternativa bolivariana, en el baúl de las utopías totalitarias, quitar la sal de la tierra a los intentos de transformación democrático-social, lanzar los adjetivos intimidadores de siempre sobre gobiernos y países que intentan ir más allá de los límites marcados, esa es la cuestión, de eso se trata. Si para ello hay que negar, olvidar o no citar hechos tan destacables como la admirable actuación de los embajadores de Cuba, Nicaragua y Ecuador, se hace y ya está; si para ello hay que ocultar la decisiva intervención de los líderes de esos países ejemplares pues se opera de igual modo. Lo importante no son los procedimientos sino la meta. Y la finalidad es clara y nítida pero no distinta como quería Descartes: situar en el puesto de mando los que siempre deben mandar. No desaprovechar ocasión alguna para dejar bien claro quien tiene el poder en plaza y quien dicta el verdadero significado de palabras y hechos.
Burdo intento. En la memoria de las gentes quedará, está quedando ya, no sólo la abyección de un intento golpista, no sólo la ignominia de las fuerzas sociales que explícitamente lo están apoyando, sino la recta actitud solidaria de países y gobiernos que quieren construir democráticamente y con la fuerza de sus poblaciones un orden donde no reine el poder de la espada, del dinero y de los privilegios.