Desde el punto de vista etimológico, u-topía significa transcender el topos, ir más allá del entorno, de lo existente. En este sentido, la utopía sería su contrafigura. La situación ecológica del planeta, las desigualdades económicas y sociales entre las diferentes regiones del mundo, desde el Primero al Tercero o Cuarto, exigen cambios transcendentes en esta […]
Desde el punto de vista etimológico, u-topía significa transcender el topos, ir más allá del entorno, de lo existente. En este sentido, la utopía sería su contrafigura. La situación ecológica del planeta, las desigualdades económicas y sociales entre las diferentes regiones del mundo, desde el Primero al Tercero o Cuarto, exigen cambios transcendentes en esta forma de organización de la sociedad.
Como se sabe, la vida es cambio. Carecer de utopía, del deseo de transformación, equivale a la quietud de la muerte. Sí, las revoluciones del siglo XX no lograron sus metas. Ninguna transformó permanentemente las condiciones sociales. Ninguna creó el «hombre nuevo». La necesidad de crear otra organización social que permita el desarrollo de la naturaleza humana en vez de obstaculizarlo se mantiene más viva que nunca. Porque crear el «hombre nuevo» ha resultado ser una tarea mucho más difícil de lo que se creía. No es algo que surge automáticamente con la revolución, como han evidenciado los ensayos de la Unión Soviética y demás países del llamado «socialismo real». La creación de esta humanidad emancipada de explotación, el ideal de esta utopía que sería el fin de la historia con que soñaban nuestros clásicos, está todavía por realizar. La imposición del capitalismo a escala mundial a la que Fukuyama llamaba el final de la historia está muy lejos de haber introducido la emancipación de los seres humanos. Más bien ha ocurrido todo lo contrario, como cada cual puede apreciar. Se impone, pues, la necesidad de transcender esta formación social, bárbara, depredadora de los rasgos y valores más humanos, como son la solidaridad, la cooperación, la libertad, los derechos básicos de todos los seres humanaos a la vida y al bienestar material y espiritual.
Para eso se requiere la ampliación de conciencia necesaria para el conocimiento del entorno actual e que se desenvuelve la vida. Pues, como afirmaba el malogrado Faustino Cordón, la felicidad es el conocimiento de la realidad para dominarla.
Ahora bien, como ya hemos dicho en otra parte, el pensamiento dominante propaga la idea de que el desarrollo tecnológico equivale al progreso, entendido como velocidad, aceleración y acomodo rápido a lo «nuevo». Conceptos como «propiedad», «clase social», etc., han quedado anticuados, nos dicen. Ya no hay más que un mundo y una economía mundial. Y, claro, a una economía mundial le corresponde una conciencia también mundializada, un pensamiento único, uniforme, estereotipado, acrítico, mágico, falso. Puesto que la realidad es diversa y compleja.
Desde el triunfo de la Revolución Soviética en 1917, los dirigentes políticos, espirituales y económicos del mundo capitalista han mantenido una lucha a muerte con los países «comunistas» por la conciencia y la lealtad de los pueblos dentro y fuera de sus fronteras. Los ideólogos del capitalismo han estado siempre contra el ideal emancipador del comunismo.
El principal argumento, repetido hasta la saciedad, era el de que los trabajadores y las masas populares de los países capitalistas (de los pocos desarrollados, claro está, pues capitalistas son EE. UU. y Haití, Alemania y Tailandia) disfrutaban de un nivel de vida superior a los que vivían bajo el comunismo. Como si la sociedad comunista soñada por los clásicos se hubiese realizado ya. Se aducían estadísticas para demostrar que los ciudadanos soviéticos tenían que trabajar muchas más horas para adquirir diversos bienes de consumo, como automóviles, neveras, etc. Pero sin hacer ninguna comparación con lo que había que pagar en cada sitio por la asistencia médica, el alquiler de la vivienda, la educación a todos los niveles, el transporte, las vacaciones, y otros servicios fuertemente subsidiados por los gobiernos comunistas.
Durante la existencia de los países «comunistas», y a fin de dar la apariencia de un «capitalismo de rostro humano», los empresarios se vieron obligados a hacer concesiones considerables a los trabajadores. Todas las victorias se ganaron en los sectores mejor organizados de la clase obrera: jornada laboral de 8 horas, derechos de antigüedad en el empleo, salario mínimo, seguridad social, seguro de paro, vacaciones pagadas, asistencia sanitaria, permiso de maternidad, etc.
La preocupación por el comunismo favoreció también la lucha por la igualdad de derechos civiles en los propios EE. UU. y en la guerra (sobre todo fría) por las conciencias y los corazones de las poblaciones no blancas de Asia, África y América Latina. Había que mejorar la imagen de la explotación.
El desmoronamiento del ensayo comunista en la URSS y otros países de Europa Oriental lanzó al vuelo las campanas de los círculos dominantes del capitalismo en Europa y EE. UU. Salvo pequeños enclaves como Cuba, el capitalismo transnacional parece tener bien amarrado el globo.
Una vez desaparecido el adversario comunista, los medios de creación de opinión (libros, periódicos, revistas, emisoras de radio y de televisión, cátedras y tertulias) arreciaron en sus exigencias desreguladoras y privatizadoras. Si en los países ex-socialistas las conquistas sociales se hacían retroceder a formas de explotación inauditas, propias de épocas pretéritas, ya no había razón alguna para mantener las que se habían alcanzado con el capitalismo a lo largo de luchas seculares.
La mayoría de los conservadores tenía claro que había llegado la hora de dejarse de garambainas y sacudirles en serio a los trabajadores y a las masas populares. ¡Muera lo público y viva lo privado! reza el lema triunfal que se grita por doquier. Ya no hay que competir con nadie por el dominio de las conciencias. Ya no existe ningún sistema alternativo adonde volver los ojos y los corazones. Ante su victoria global, el gran capital ha decidido ajustar cuentas de una vez por todas con los movimientos emancipadores, sindicales, etc., dentro y fuera de casa. Se acabaron las componendas con los obreros, los profesionales, los funcionarios, e incluso con la clase media, que se considera demasiado amplia. Hay que precarizar, proletarizar y lumpenproletarizar.
Con el revés del comunismo, las minorías dirigentes ya no tienen por qué preocuparse de reducir el desempleo, como hacían en las décadas de la guerra fría. Más bien persiguen mantener una elevada tasa de desempleo a fin de debilitar a los sindicatos, someter a los trabajadores y conseguir crecimiento sin inflación.
Todo esto suena a música celestial. Pero, al mismo tiempo, presenciamos la tercermundialización de los países capitalistas ricos, esto es, la degradación económica de una población relativamente próspera. Los círculos dirigentes no ven ninguna razón para que millones de trabajadores y sus familias gocen de un nivel de vida similar al de la clase media, con cierto excedente de ingresos y un empleo seguro. Tampoco ven razón alguna para que la clase media sea tan numerosa. Ahí están los ejemplos de México, Brasil, Argentina, etc.
Los pocos que ya tienen mucho quieren más. En realidad lo quieren todo. Y les gustaría que la gente común, los muchos, reduzcan sus esperanzas, trabajen más y se contenten con menos. Pues, cuanto más tengan más querrán, hasta que se acabe en una democracia social y económica. ¡Y hasta ahí podían llegar las cosas! Mejor atarlos corto y tenerlos insatisfechos. Para los pocos que lo tienen casi todo es mejor volver a las condiciones del siglo XIX o del Tercer Mundo actual, esto es, disponer de masas de trabajadores sin organización, dispuestos a trabajar por la mera subsistencia; una masa de desempleados, de pobres desesperados que contribuyen a bajar los salarios e incluso provocar el resentimiento de los que están justo por encima de ellos (divide y vencerás, decían ya los antiguos esclavistas de Roma); una clase media cada vez más encogida; y una diminuta clase poseedora, escandalosamente rica, que lo tiene todo.
Durante la década de los 80 se abandonó la idea de que la prosperidad del Tercer Mundo se correspondía con los intereses capitalistas del Primero. En su lugar se ha dado marcha atrás a esos programas de desarrollo a fin de crear un «mundo libre» para maximizar los beneficios del capital sin tener en cuenta los costes humanos y medioambientales. Con esta mundialización de la explotación capitalista, esos países ya no pueden volver la vista a la alternativa comunista.
Por otro lado, la tremenda deuda que agobia a estos países y las medidas de ajuste impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a fin de poder conseguir más créditos y hacer frente, no ya a la deuda, sino a sus intereses, precarizan aún más la vida de la inmensa mayoría de sus poblaciones. La reducción de los programas sociales y de los salarios, la desregulación de las medidas protectoras, la privatización de las empresas públicas, incluidas la sanidad y la enseñanza, etc., se publicitan como «ajustes» necesarios para reducir la inflación, mejorar la situación financiera y aumentar la producción. Se supone que al consumir menos y producir más se estará en mejores condiciones de cumplir los compromisos internacionales, esto es, de seguir pagando las deudas y sus intereses. Es lo que eufemísticamente denominan eficiencia. En realidad, estas medidas se traducen en más explotación y mayores beneficios para el capital transnacional. Y, viceversa, en el consiguiente empobrecimiento de las economías y de las poblaciones de esos países. Filipinas, Zaire, Rusia y las repúblicas que antes integraban la URSS, Rumanía, etc. se deslizan rápidamente a lo que se llama Cuarto Mundo. Basta con mirar cómo se han reducido las expectativas de vida en estos países, por ejemplo. Así, mientras en la antigua URSS la edad media alcanzaba los 77 años, ahora se ha reducido a 62.
Pero no hay que irse tan lejos. También aquí, en nuestro propio país, al que nuestro gobierno quiere llevar a la primera línea de Europa, presenciamos este proceso de precarización. Y es que los automóviles no sólo tienen primera, segunda y más velocidades. También tienen marcha atrás.
Ante el empobrecimiento generalizado de la población surge la cuestión de quién va a poder comprar todos los bienes y servicios producidos. Uno tiende a pensar que los capitalistas están matando la gallina de los huevos de oro.
Para consentir esta situación se requiere, claro está, un esfuerzo enorme en mantener a la población desinformada, para persuadirla de que no hay alternativa, en suma, para tenerla material y espiritualmente sumisa. Los dirigentes espirituales, los formadores de opinión, desde la intelligentsia vendida hasta el Papa, saben perfectamente que es más fácil engañar a una población poco y mal informada que a otra ilustrada.
Así, por ejemplo, todo el mundo conoce los terribles daños causados por los EE. UU. en Vietnam, Laos, Camboya, Irak, América Latina, etc. Pero, como dice Michael Parenti[1], la mayoría de los ciudadanos estadounidenses se quedarían boquiabiertos si se enterasen de ellos. Les han enseñado que, a diferencia de otras naciones, su país no ha cometido las atrocidades de otros imperios, y sí que ha sido el adalid de la paz y la justicia. Esta brecha enorme entre lo que los EE. UU. han infligido al mundo y lo que sus ciudadanos creen que hacen es uno de los grandes logros de la propaganda y de la mitología dominantes.
Como se sabe, la propaganda recurre con frecuencia a la mentira, puesto que su papel es el de influir en las emociones y, sólo accesoriamente, el de informar. Recuérdese a este respecto la efectuada durante la época nazi por J. Goebbels, que tantos discípulos ha tenido después.
Cierto, se requiere un bombardeo intensivo de mentiras para justificar ante la población el bloqueo de Cuba o la carnicería de Irak con el argumento de que están en juego los intereses nacionales de los EE. UU. y la paz mundial. Es evidente que Cuba o Venezuela y los marxistas y revolucionarios de izquierdas que quedan en el mundo sólo constituyen una amenaza para los bancos y transnacionales que succionan la plusvalía de estos pequeños países, engordando aún más sus beneficios a costa de esquilmar sus riquezas y sus poblaciones. ¡Cómo recuerda este argumento de la defensa de los intereses nacionales el del Lebensraum (espacio vital) utilizado también por los nazis para justificar sus crímenes contra otros pueblos y contra la humanidad.
El problema no estriba en que los revolucionarios ocupen el poder, sino en que lo utilicen para llevar a cabo políticas inaceptables para los círculos dirigentes del capitalismo. Lo que preocupa a sus gerentes, banqueros y generales no es la falta de democracia política en esos países, sino sus intentos de construir la democracia económica, salir de la pobreza impuesta por lo que eufemísticamente se llama «mercado libre». Henry Kissinger se aproximó a la verdad cuando celebró el derrocamiento fascista del gobierno democrático de Chile en septiembre de 1973 al afirmar que, en caso de tener que salvar al economía o la democracia, había que salvar la economía. La capitalista, claro está. Lo intolerable es permitir que estos pequeños países encaminen sus esfuerzos a erigir un nuevo orden económico que cuestiona los privilegios de las transnacionales, en el que la tierra, el trabajo y los recursos ya no sirvan para aumentar las ganancias de esos pocos consorcios, sino que beneficien a todos.
El objetivo de todo el aparato ingente de propaganda y persuasión sigue siendo el mismo de siempre: dejar bien claro que no hay alternativa al capitalismo, a un mundo en donde los muchos trabajarán más por menos, a fin de que los pocos privilegiados acumulen más y más riquezas.
Ante el dominio de esta ideología, ante la omnipresencia de este «pensamiento único» como se dice ahora, no deja de ser curioso que quienes nunca se quejan de la unilateralidad de su educación política sean los primeros en acusar de unilateralidad a cualquier desafío a esa educación.
En la actualidad, este adoctrinamiento unilateral se efectúa en lo que M. McLuhan llamaba el «aula sin muros», esto es, a través de los llamados medios de comunicación de masas. El consumo de medios, sobre todo de televisión, constituye hoy un componente fijo de la vida cotidiana en la mayoría de la sociedad. Como se sabe, la cultura predominante es ahora la producida masivamente por estos medios. Esta «cultura de medios» se ha convertido en la experiencia cotidiana y en la conciencia común de la inmensa mayoría de la población. A ella pertenecen el trato cotidiano con los medios y sus contenidos, así como la forma de pensar y de sentir determinada por ellos, los hábitos de leer, oír y ver, de consumo y comunicación, las modas y una buena parte del lenguaje y de la fantasía.
Los diseñadores y promotores de esta cultura dedican cantidades ingentes de energías y dinero al estudio de la influencia y condicionamiento de las conciencias a través de los medios. El análisis de esta actividad revela que a través de ella se pretende crear el tipo de ser humano más conveniente para el sistema capitalista de producción y consumo. El objetivo ideal sería convertirnos a todos en apéndices del mercado. Es lógico, por tanto, que el reclamo comercial, la «publicidad», constituya uno de los componentes fundamentales de la cultura actual.[2]
Ahora bien, entre el orden cultural y el económico existe una relación de interdependencia. Así, y por limitarnos solamente a los orígenes más recientes, durante el siglo XIX, a medida que la industria atraía a un sector cada vez mayor de la población a su esfera de influencia, a su modo de producción y de consumo, los capitanes de la industria se preocuparon cada vez más de que la vida cultural coincidiese con sus objetivos económicos y políticos. Para ello no sólo trataban de imponer y administra la disciplina laboral de la fábrica, sino de inculcar también las actitudes, lealtades y comportamientos adecuados a esos objetivos. Pronto se dieron cuenta de que era más barato meter al guardia de la porra en las mentes que mantener un costoso aparato de represión. A éste se recurre únicamente en caso de necesidad, cuando falla el otro. Cuando una clase depende de las bayonetas, de la violencia física, de la fuerza bruta, para preservar su poder es que no está segura.
Pero con la represión de anarquistas, socialistas, comunistas, sindicalistas insumisos y toda clase de idealistas radicales, la clase capitalista, detentadora del poder económico, enrola a su causa a otras instituciones como la iglesia, la escuela, los medios de comunicación e incluso el entretenimiento. Si se echa una mirada retrospectiva se podrá observar que han desaparecido prácticamente las formas de entretenimiento y de cultura populares, los teatros, periódicos, novelas , etc., clara y conscientemente obreros. Todas esas formas han sido sustituidas por la producción industrial.
Para asegurar su hegemonía como capitanes de la industria y de los negocios, los ricos han aspirado siempre a convertirse en «capitanes de la conciencia». Los nombres son numerosos a lo largo de los siglos XI X y XX, desde Lord Nordcliffe o el yanqui Hearst hasta Axel Springer, Kirch, Berlusconi o Murdoch.
Hace unos 40 años, el barón de la prensa inglesa Lord Beaverbrook, nacido en Canadá, declaró ante una Comisión Real que publicaba sus periódicos «solamente por razones de propaganda¨(«purely for propaganda and with no other purpose»). Cuarenta años después, otro hijo de las colonias, esta vez de Australia, llegó a Londres a buscar fortuna y fama, y ha adquirido la misma que Beaberbrook, aunque incrementada a nivel mundial.
Puesto que la economía ya está mundializada, también debe estarlo la conciencia.
La historia enseña que la clase pudiente nunca está sola. Se arropa con la bandera de la religión, el patriotismo y el bienestar público. Pues sólo reconoce y proclama como bueno para todos lo que es bueno para ella. Tras el estado existe todo un entramado de doctrinas, valores, mitos, instituciones, etc., que sirven consciente o inconscientemente a sus intereses, John Locke decía ya en 1690 que «el gobierno fue creado para protección de la propiedad». Y casi un siglo después, en 1776, Adam Smith afirmaba que «la autoridad civil se instituyó en realidad para defensa de los ricos contra los pobres, o de los que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna».
Las instituciones políticas, religiosas y educativas contribuyen a crear la ideología que transforma el interés de la clase capitalista dominante en interés general, justificando las relaciones de clase existentes como las únicas que son naturales y, por tanto, perpetuas e inalterables. Todas ellas se conjuntan para crear una conciencia uniforme, para dar unidad al pensamiento.
Para preservar el sistema que es bueno para ellos, los ricos y poderosos invierten mucho en la persuasión. El control de la comunicación, del intercambio de informaciones y sentimientos, contribuye de modo eficaz a legitimar el poder de la clase propietaria. Y es en este marco general donde actúan los medios de comunicación de masas.
Estos medios son los vehículos o canales de distribución de los productos de esta comunicación. La comunicación de masas es, antes que nada, producción masiva de comunicación. Y, como tal, se rige por los mismos principios que el resto de las industrias: producción en serie, indiferenciada, a fin de reducir costes y aumentar beneficios. Pero como en la producción comunicativa se trata de productos del pensamiento, de contenidos de conciencia, esta simplificación y uniformidad tiene también algo que ver con la producción del pensamiento acrítico, indiferenciado, único.
No hay que olvidar que no son los medios los que reducen y simplifican, sino quienes los dirigen. Con un guión correcto y unas intenciones adecuadas se pueden ofrecer presentaciones intelectualmente ricas, ampliadoras del conocimiento, acerca de temas de vital importancia, como demuestran los documentales, por ejemplo.
Los medios sirven a muchos fines y desempeñan diversas funciones. Pero su papel principal, parejo con el de incrementar las ganancias de los pocos que los poseen, su indeclinable responsabilidad, estriba en reproducir una visión de la realidad que mantenga el actual poder económico y social de la clase dominante. Su objetivo no radica en producir una ciudadanía crítica e informada, sino el tipo de gente que vota G. Bush o a Aznar. Su meta es cerrar el clima de opinión marcado por la minoría que domina el mundo del dinero, los negocios, el gobierno, las iglesias, las universidades, etc., puesto que casi todos ellos comparten la misma concepción de la realidad económica.
Las técnicas para conseguir la uniformidad de las opiniones, el pensamiento acrítico, son muchas y muy diversas. Y, aunque no sea éste el lugar más apropiado para exponer los subterfugios utilizados en la manipulación de las conciencias, sí conviene recordar que son los propietarios de los medios de comunicación y los directores puestos por ellos los que tienen la capacidad de seleccionar y publicar, de dar a conocer a los demás los aspectos de la realidad más acordes con sus intereses. Los pocos tienen así el poder de definir la realidad para los muchos y de producir las informaciones que dificultan a la mayoría de los ciudadanos el conocimiento y la comprensión de su entorno, la sociedad en que viven, así como la articulación y expresión de sus necesidades e intereses.
En este sentido, los medios pueden dirigir efectivamente la percepción de la realidad cuando no se dispone de informaciones en contrario. Y, aunque los medios no puedan moldear cada opinión, sí pueden enmarcar la realidad perceptiva en torno a la cual se forman las opiniones. Aquí radica tal vez su efecto más importante: establecer el orden del día para todos, organizando el espacio de lo público, las cuestiones en qué pensar. En suma, los medios establecen los límites del discurso y de la comprensión del público, del pueblo. No siempre moldean la opinión de todos, claro está, pero tampoco tienen por qué hacerlo. Basta con legitimar ciertos puntos de vista y deslegitimar otros.
El resultado es un pensamiento único, uniforme, y, por consiguiente, la falsa conciencia.
Quienes creemos que la falsa conciencia existe realmente sostenemos que las preferencias de la gente pueden ser producto de un sistema económico, político y cultural contrario a sus intereses, y que éstos sólo pueden identificarse legítimamente cuando la gente sea plenamente consciente de su elección y libre y esté capacitada para elegir.
Negar la falsa conciencia como una imposición «ideológica» (léase «marxista») lleva a los sociólogos y otros formadores de opinión a la conclusión de que no se debe distinguir entre percepciones del interés e interés real u objetivo. Así, si admitimos que la preferencia expresada por un individuo es su interés real resulta que no se puede hacer distinción entre intereses percibidos (que pueden estar más informados) e intereses reales (cuya percepción puede resultar difícil por falta de información adecuada y accesible).
No obstante, se pueden constatar ejemplos de falsa conciencia en todas partes. Hay ciudadanos con quejas justificadas, como empleados, contribuyentes y consumidores, que dirigen su indignación contra los desvalidos que se aprovechan de la beneficencia y no contra las empresas que reciben miles y miles de millones en subvenciones. Están a favor de elevados presupuestos de defensa, de la industria armamentista y de las empresas contaminadoras, mientras denostan a quienes se manifiestan por la paz y contra la contaminación.
Expertos comentaristas conservadores se encarga de alimentar su confusión atacando, por ejemplo, a las feministas y a las minorías en vez de a los sexistas y racistas, a los pobres en vez de a los ricos que crean la pobreza. Para ellos, el problema son los pobres y los inmigrantes. Las víctimas y los efectos se toman por la causa.
La falsa conciencia existe, y en cantidades masivas. Sin ella, los de arriba no se sentirían nada seguros.
El principio de esperanza se concretará solamente cuando la mayoría de la población sea consciente de que sus condiciones de vida no se deben a ningún designio divino ni a ninguna ley natural, sino a la voracidad insaciable de un puñado de potentados, a la riqueza y al poder de los pocos que generan la pobreza e impotencia de los muchos.
Las revoluciones se hacen cuando grandes sectores de la población se animan unos a otros, al descubrir lo que tienen en común, y se rebelan contra un orden social insufrible. La gente tiende a soportar grandes abusos antes de arriesgar sus vidas en confrontaciones con fuerzas armadas muy superiores. Por eso no hay ninguna revolución frívola, sino que todas ellas son una tarea muy seria.
Por todo eso, romper con el liberalismo que penetra hoy todas las facetas de la vida, imponiendo en todas partes su pensamiento indiferenciado, acrítico, implica airear en público la crítica de los programas liberales. Significa hacer un esfuerzo serio y sostenido para aprovechar las lecciones aprendidas durante las últimas décadas en organización de comunidades, desarrollo económico, movilización en torno a cuestiones concretas, urbanismo, medioambiente, etc. y hacer una nueva síntesis.
Nada fácil, por supuesto, dado el control de los medios de producción, incluidos los de producción masiva de comunicación por nuestro adversario. Sí, vivimos tiempos difíciles, con el trardocapitalismo haciendo ostentación criminal de su fuerza y dominio, obstaculizando como nunca la difusión de la verdad. Mas, parafraseando a B. Brecht, también se puede escribir en los tiempos tenebrosos: acerca de los tiempos tenebrosos.
Permítanme concluir con el primer párrafo de su ensayo Cinco dificultades para escribir la verdad, escrito en los tiempos tenebrosos del nazismo, pero, en mi opinión, tan vigente como entonces.
«Quien hoy día quiera combatir la mentira y la ignorancia y escribir la verdad debe superar al menos cinco dificultades. Debe tener el valor para escribir la verdad, aunque se reprime en todas partes; la inteligencia para descubrirla, aunque en todas partes se oculta; el arte para manejarla como un arma; el juicio para elegir a aquéllos en cuyas manos sea efectiva; la astucia para difundirla entre éstos. Estas dificultades son grandes para quienes escriben bajo el fascismo, pero también existen para los que sufren persecución o huyen, e incluso para los que escriben en los países de la libertad burguesa.»
*Texto de la conferencia pronunciada en San Sebastián, el 22 de noviembre 2005 en el marco de las Jornadas organizadas por la Asociación Cultural Alfonso Sastre