Pese a ser una tarea inherente y fundamental, la izquierda casi siempre olvida la autocrítica. Señalar y cuestionar los objetivos, formas y métodos de los movimientos que se reclaman de izquierda o progresistas no constituye acto alguno de desprecio o traición hacia el conjunto de sus luchas. Sin embargo, en los tiempos que corren, se […]
Pese a ser una tarea inherente y fundamental, la izquierda casi siempre olvida la autocrítica. Señalar y cuestionar los objetivos, formas y métodos de los movimientos que se reclaman de izquierda o progresistas no constituye acto alguno de desprecio o traición hacia el conjunto de sus luchas. Sin embargo, en los tiempos que corren, se ha instalado paulatinamente una especie de autocensura en toda la izquierda que a la par de ir fortaleciendo discursos y prácticas que en apariencia son progresistas y libertarias (pero que en el fondo son profundamente reaccionarias, conservadoras y autoritarias) también ha ido perdiendo su capacidad de crítica al no querer, intencionalmente, cuestionar lo que se ha impuesto como el criterio último y absoluto de lo políticamente correcto. De tal manera que, cuando de analizar una situación concreta se trata, no se hace una lectura crítica, coherente y detenida para comprender dicha situación, pues, ya sea por miedo, cobardía o interés, se teme quedar expuesto, señalado y/o excluido por no hacerle comparsa a la moda dominante de lo políticamente correcto. Es ahí, entonces, en donde del análisis crítico se pasa a la apología o al silencio cómplice.
Uno de los discursos que ha ido ganando terreno y poder, no sólo en el ámbito mediático, sino también y, sobre todo, en los espacios académicos y estudiantiles es el denominado radical feminism o radfem. Esta corriente del feminismo proveniente de Estados Unidos, nacida en el clima de efervescencia social de la década de los sesenta del siglo pasado y a pesar de haber tenido cierta influencia de corrientes socialistas o marxistas, se distanció de las mismas y comenzó a basar su crítica y análisis en lo que se denominó «politics of ego», en donde se sostenía que la dominación masculina sobre la mujer no se basaba en una cuestión política o económica, sino en una cuestión estrictamente psicológica, en la que el hombre lo único que quería obtener de dicha dominación era una satisfacción psicológica de su ego.[1] Si bien surgieron posteriormente muchas otras interpretaciones y corrientes, el radfem basa su crítica y fundamento en considerar a las mujeres como víctimas de los hombres y, por consiguiente, en considerar la lucha feminista como una lucha en contra de los hombres al ser los agentes de su opresión, de ahí que el problema si bien es político, social y cultural, la práctica y lucha inmediata de este tipo de feminismo siempre apunta a considerar al hombre como enemigo y a la mujer como una potencial víctima y aliada. Un debate detallado sobre este punto, sus implicaciones teóricas, así como sus implicaciones políticas puede verse en el recientemente publicado (e inmediatamente denostado sin ser leído) libro de Marta Lamas.[2] No nos detendremos sobre este punto porque no es el objetivo de nuestro artículo, simplemente hacemos mención del mismo porque es este radfem y sus diferentes corrientes las que se han ido imponiendo en el horizonte de lo políticamente correcto a partir de las campañas del #MeToo, #YoSiTeCreo, etcétera. Campañas que logran tener fuerza y aceptación, en el caso de México, en los espacios estudiantiles y académicos, porque expresan una situación de violencia estructural de género en un contexto de extrema violencia social y pauperización económica, pero que, por otra parte, no solamente han terminado en algunos casos en formas de disciplinamiento laboral, moral o social, sino que el contenido mismo del feminismo que promueve esas campañas está ya comprometido con una interpretación de las cosas que resulta, cuando menos, altamente problemático y, en algunos casos incoherente, conservador y autoritario, y, aún más, que es, al igual que el dominante anarquismo insurreccionalista de las últimas décadas, instrumentalizado por otros sectores con intereses reaccionarios que no quieren perder sus privilegios y que usan estos movimientos en contra de procesos, proyectos y/o organizaciones progresistas.
La UNAM no es ajena a este tipo de dinámicas, muestra ejemplar de ello ha sido la toma sostenida por más de 19 años del Auditorio Che Guevara por parte de un grupo de anarquistas que, como modus vivendi, se dedica al comercio ilegal y al tráfico de drogas con la permisividad de las autoridades universitarias y que ha sido denunciado en múltiples ocasiones a propósito de asesinatos, enfrentamientos y feminicidios.[3] Es decir, un «grupo de estudiantes» y de colectivos que se adueñan de un espacio público para sus fines personales bajo la mascarada de ser los nuevos sujetos de la historia, pero siempre protegidos, como también fue ya denunciado y evidenciado, por autoridades no solamente de la misma UNAM, sino también por agentes externos allegados a órganos de inteligencia o del gobierno (CISEN, SEGOB, SEDENA).
Y es que el problema de acoso, hostigamiento y violencia de género es una realidad social que forma parte de la UNAM y de muchas otras universidades mexicanas. Es un hecho indudable que existen múltiples casos comprobados en donde el chantaje y la posición de autoridad que ostentan algunos académicos, trabajadores y administrativos ha propiciado casos de abuso, hostigamiento o violación. Sin embargo, a pesar de existir protocolos de atención a dichos eventos, se ha denunciado que estos no han funcionado a cabalidad y, por tanto, se ha exigido su transformación, así como la no contratación a profesores en los casos probados de acoso. A decir de los comunicados y posicionamientos de otras asambleas de colectivos feministas de Ciudad Universitaria, como es el caso de la Asamblea de mujeres de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, las demandas, disculpas públicas y propuestas han sido atendidas por las autoridades correspondientes y el diálogo se ha privilegiado y mantenido.
Del mismo modo que la violencia de género, así como el problema del tráfico de drogas o de influencias, forma parte de la realidad nacional, incluida la misma UNAM, los intereses, cotos de poder y privilegios de partidos políticos y grupos de poder también existen dentro de la misma. Quizá haya que recordar que la UNAM siempre fue una institución que, a pesar de su autonomía formal, albergó en sus más altas esferas institucionales a personajes vinculados con los gobiernos priistas, baste recordar al ex rector Jorge Carpizo McGregor, quien fuera titular de la extinta Procuraduría General de la República (PGR) y de la SEGOB durante el gobierno de Ernesto Zedillo, o al ex rector «Porro Perfumado», de nombre José Ramón Narro Robles, titular de la Secretaría de Salud durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.
La plataforma política y económica que representa la UNAM, con presupuestos muchas veces mayores a los concedidos a algunos estados de la república, que, dicho sea de paso, son administrados de manera opaca porque, como es sabido, se alimentan redes de corrupción impresionantes que terminan en las manos del PRI o de empresas privadas vinculadas a ellos mismos, es un botín que los grupos priistas que existen y han gobernado la Universidad no quieren perder fácilmente. Sobre esta base se entiende, por ejemplo, lo ocurrido el 3 de septiembre del año pasado cuando activistas estudiantiles, que protestaban frente a Rectoría, fueron salvajemente reprimidos por grupos porriles frente a las cámaras de los principales medios de comunicación que fueron convocados para registrar dicha atrocidad. En su momento, el rector Enrique Graue y AMLO, a diferencia de otros tiempos, dieron un comunicado conjunto, en donde a través de un video se expresó:
[…] Coincidimos; hay tanta madurez y responsabilidad de los jóvenes que no va a ser fácil que quieran, intereses de otro tipo, montarse en el momento para desestabilizar, porque no tendrían base ni sustentación.[4]
Es decir, el ataque porril que vivieron los activistas estudiantiles el año pasado respondió a una clara provocación de ciertos grupos por crear una situación de desestabilización, precisamente en un contexto de cambio de gobierno en donde el PRI, a escala nacional, salió totalmente derrotado.
La Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM lleva en paro 1 mes y 14 días, quizás no se recuerde paro más largo desde la huelga de 1999-2000, pero a pesar de las diferentes ofertas de diálogo promovidas por las autoridades de la misma Facultad, como por Rectoría, no se ha llegado a ningún acuerdo y las instalaciones permanecen cerradas y tomadas por un reducido grupo de estudiantes mujeres que, bajo el discurso del separatismo feminista, se niegan a encontrar una salida democrática y coherente a sus demandas.[5]
La estrategia que han seguido, junto a sus demandas y sus modos de actuar, muchas veces guiadas por la nula disposición al diálogo o, a veces, con la franca intención de reventarlo,[6] indican que muy probablemente haya grupos de intereses que se han montado sobre estas demandas tan delicadas y sentidas por las mujeres y que lo que buscan es, posiblemente, crear un escenario de inestabilidad, confrontación y/o violencia que decanten en la exigencia de renuncias a favor de los grupos de poder a los que se les ha ido desplazando con la administración de Graue. Por ello, es altamente paradójico que personajes como el abogado y presidente del Tribunal Universitario, Eduardo López Betancourt, priista y acérrimo opositor a la 4T, se convirtiera en un aliado feminista al tachar a las autoridades universitarias, a las que él mismo pertenece, de mafiosas y de obstruir la procuración de justicia en los casos de acoso y violencia de género, al mantener negociaciones con los sindicatos de la Universidad, además de haber recibido presiones para renunciar a su cargo por parte de la Abogada General. Un claro golpe, sin duda, a la administración en turno muy cercana al proyecto que preside AMLO. En México, país surrealista, la ultraderecha se ha convertido en ecologista, demócrata, feminista y nacionalista, a un mismo tiempo.
En cuanto a la estrategia seguida por las mujeres que tienen tomada la facultad, es interesante observar que, a diferencia de otros colectivos, movimientos o coyunturas, el discurso y la práctica del feminismo radical separatista ha servido para poder segregar a la comunidad estudiantil de las formas históricas y democráticas que ha tenido el movimiento estudiantil de organizarse en asambleas abiertas con voz y voto para todas y todos.
En dicho sentido es muy probable que la exclusión de otras organizaciones feministas, de corte no radical o separatista como las troskistas de Pan y Rosas[7] y la incomparecencia e inactividad de otros colectivos estudiantiles, quienes asumen que los problemas estudiantiles deben ser discutidos por toda la comunidad, es decir, por hombres y mujeres conjuntamente, haya servido para monopolizar y concentrar el poder de decisión en este grupo. De esta manera, se garantizó la exclusión de otros actores, colectivos o individuos que o bien fuesen hombres, o que bien no fueran afines al feminismo radical y separatista. De esta forma, la comunidad en su totalidad quedó excluida al no permitírsele decidir o participar, so pena de ser tachada de «encubridora», «aliada del patriarcado» o de inventársele cualquier acusación anónima de acoso o violación que sería tomada como incuestionable y sin la posibilidad de ser verificada, porque el simple hecho de dudar o cuestionarla sería considerado como un acto machista, patriarcal y tildado de enemigo. El silencio, entonces, quedaba explicado y la crítica excluida. No todo lo que brilla es oro, o, en otras palabras, no todo lo que se viste de progresismo es progresista. ¿Qué sigue?
Notas
[1] Véase el manifiesto: Politics of the Ego: A Manifest for N.Y Radical Feminists, 1969, New York.
[2] Lamas, Marta. Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización?, Fondo de Cultura Económica, México, 2018.
[3] Recuérdese el lamentable y triste feminicidio de la activista estadounidense Marcela Salli Grace a manos de un integrante del Auditorio Che Guevara, alias el Franky, en el año 2008. Véase: https://www.jornada.
[4] Véase: http://www.cronica.
[5] Profesores de la facultad que se han solidarizado con las activistas en paro, como Pietro Ameglio, incluso reconocen que las mismas autoridades han cedido y que son las chicas que tienen tomada la FFyL las que no han querido reconocer sus mismos logros y que también pierden, cada día que pasa, legitimidad y fuerza. Véase: https://
[6] Así lo muestran diferentes videos que circulan en Facebook en donde las mujeres paristas convocan a las autoridades para después desconocerlas y/o sacar denuncias anónimas creadas ex profeso contra algún miembro de la comisión de diálogo para invalidar cualquier posibilidad de diálogo, o, por otra parte, cuando directamente se niegan a dialogar por considerar la invitación como «patriarcal» y, por ende, sospechosa y enemiga.
[7] Bajo el argumento de que, entre otros señalados, uno de sus integrantes, de nombre Sergio Moissen, aprovechó la vulnerabilidad psicológica de la que fuese su novia para mantener relaciones sexuales, y que la organización Pan y Rosas, sección femenil del troskista-oportunista MTS, lo había encubierto. Organización que, sea dicho de paso, siempre ha querido arrogarse también, como hoy las radfem, la representatividad de las luchas estudiantiles por medio de las mismas tácticas tramposas y excluyentes.
Andrea Noriega Méndez. Estudiante de Sociología de la FCPyS de la UNAM
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