Macri ya fue. Es difícil no empatizar con lo dicho por un joven del gran Buenos Aires que, entrevistado en el bunker del Frente de Todos, respondió «estoy feliz porque Macri se va, nunca la pasé tan mal como con este gobierno, ahora Alberto va a tener que cumplir». Tras las elecciones se vivió una […]
Macri ya fue. Es difícil no empatizar con lo dicho por un joven del gran Buenos Aires que, entrevistado en el bunker del Frente de Todos, respondió «estoy feliz porque Macri se va, nunca la pasé tan mal como con este gobierno, ahora Alberto va a tener que cumplir». Tras las elecciones se vivió una necesaria alegría y celebración, pero el pueblo no emitió ningún cheque en blanco.
Desde este punto de partida necesitamos comprender lo que se expresó en las elecciones y trazar hipótesis sobre los tiempos que se aproximan, para esbozar puntos de apoyo para transformar esta realidad.
Hay interrogantes que se revelan centrales y requieren mayores precisiones: el sorpresivo 40% que alcanzó el macrismo, el peronismo que viene, el difuso «fin del neoliberalismo» y, por último, las izquierdas y las perspectivas para los sectores populares.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida
Si en la PASO sorprendió la enorme diferencia con que perdió el oficialismo, en octubre lo que pareció incomprensible fue que el macrismo alcanzara casi el 41% de los votos. La confusión se acrecienta con las interpretaciones preocupadas por mantener el statu quo. Negocio redondo tanto para quienes aspiran a una nueva vuelta de las derechas más desembozadas, como para quienes necesiten un espantajo a su derecha para embellecer su propio rostro.
Pero por sí solas estas cifras no son novedad ni adquieren significación política más allá del contexto de la lucha de clases. Basta recordar que, en las elecciones del 2003, poco después de la inmensa rebelión popular, sorprendió que el repudiado Carlos Menem saliera primero con un 24,45% de los votos y López Murphy, ala derecha del gobierno de la Alianza, obtuviera un 16,37%, sumando entre ambos un 40,82%, exactamente la cantidad alcanzada por el macrismo. Y no sumamos como derecha al 14% que sacaron respectivamente Rodríguez Saa y Elisa Carrió, por entonces consideradas variantes populares o de centroizquierda. Sin embargo, esos electores de derecha no incidieron en el rumbo del país con los gobiernos de Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández, hasta que la relación de fuerzas entre las clases que dejó la rebelión popular del 2001 no cambió de signo.
Hasta entonces, el poder económico aterrorizado por la rebelión y esta masa de «ciudadanos» aceptaron -con agrado o a regañadientes- cada medida tomada para canalizar la «furia» popular y recomponer la autoridad estatal. Otras políticas, como la represiva que había intentado Duhalde junto a Felipe Solá (por entonces gobernador de Buenos Aires), se habían mostrado ineficaces para cambiar la relación de fuerzas entre las clases. El pueblo, con la movilización, había logrado disciplinar a los sectores patronales y financieros y confinó a ese 40% -que existía aún entonces- al silencio y la pasividad en el seno de sus grises hogares.
Pero su persistencia no es una mera cuestión de economía ni de «heladera», ya que el neoliberalismo -como fase actual del capitalismo- construye una subjetividad acorde con los puntos de vista del capital, que solo puede contrarrestarse con una activa política de organización popular, metas societales y reconstrucción de lazos comunitarios.
La apelación al consumismo y la profundización del extractivismo, junto a la ausencia de soluciones participativas, sociales y comunitarias, el progresivo agravamiento de los problemas de inseguridad y corrupción -así como los inicios de la crisis económica ya desde el 2011-, fueron caldo de cultivo para la articulación de las derechas en una alternativa unificada.
Todas estas cuestiones se subestimaron y opacaron por el sentido común «progresista», que sacó el eje de la lucha de las clases para colocarlo en personalidad proverbiales y en el juego institucional. Con ese sentido común, todo sorprende, nada se comprende.
Explicaciones que sobrevaloran el poder de los medios o insisten en una supuesta imbecilidad popular, son versiones interesadas en evitar autocríticas o en relegar a la lucha de clases al arcón de los recuerdos.
En la campaña electoral fue crucial la persistente orientación del progresismo de obturar el protagonismo popular. Las multitudinarias movilizaciones que ataron las manos y desgastaron al macrismo hasta diciembre del 2017, fueron desactivadas canalizándolas hacia misas y procesiones primero, y luego hacia la nada misma, porque «hay 2019». Tras las PASO se incrementaron los llamados a dejar las calles y levantar huelgas. La prioridad fue garantizar la «gobernabilidad» y tranquilizar y acordar con las cámaras empresariales y el FMI.
Fue el macrismo el que pudo entonces ganar las calles, logrando que 1.303.000 personas de ese sector conservador y pasivo, que ni siquiera había votado en las PASO o lo había hecho en blanco o nulo, esta vez se sintieran convocadas. El voto de formaciones de derecha que no habían pasado las PASO o aparecían sin perspectivas, junto al desinterés de sectores del PJ que ya habían asegurado sus feudos provinciales, aportó el resto.
De fondo, la consolidación y avance del complejo agro-sojero -política de Estado de todos los gobiernos- es la base de sustentación de este importante sector conservador de la población, explicando votaciones como la de la provincia de Córdoba y la región central de la Argentina.
La novedad y el peligro no es el 40% que votó al macrismo, sino que se imponga y consolide la política de abandonar las calles en nombre de una supuesta prudencia y postergar reivindicaciones, dejando libre las calles para estas derechas. O peor aún, que su mera existencia -que no es nueva- sirva como excusa o argumento para no movilizar o no tomar medidas imprescindibles, para «no hacerle el juego».
Asume el peronismo ¿cuál peronismo?
Una primera aproximación podría aseverar que, sea lo que sea el peronismo, se espera que de mínima sea algo mejor que un gobierno de chetos millonarios, lookeados por publicistas y estimulados por el odio al pueblo y la sed de ganancias. ¿Pero esto lo hace un gobierno del pueblo?
Lo primero a decir del nuevo gobierno es que no vuelve la «década ganada». No regresa porque ya no es factible gestionar el Estado y la sociedad bajo parámetros progresistas, repartiendo un poco mejor las cartas del mazo. Los dólares no sobran sino faltan y los capitales exigen mayores niveles de explotación en vísperas de una nueva crisis mundial. No casualmente, José Natanson, director del «progresista» Le Monde, recomienda, en su nota «La ESMA de Alberto», producir muchos hechos simbólicos porque poco y nada se dará en otros terrenos.
Aunque la postulación de Alberto Fernández fue una iniciativa de Cristina, no será el kirchnerismo el que asuma el gobierno sino será, en palabras del electo presidente, «un gobierno de un presidente y 24 gobernadores», es decir, del peronismo reunificado.
Pero el peronismo sufrió tantas transformaciones a través del tiempo que se hace necesario preguntarse qué cosa es. Peronistas fueron Cooke, Cámpora, López Rega, Herminio Iglesias, Menem, Kirchner y un largo etcétera que habilita que cada cual asuma como «verdadero» peronista al que prefiera, en una especie de «elige tu propia aventura». Como retrató el genial Osvaldo Soriano en su novela «No habrá más penas ni olvido», tanto el asesino como su víctima gritan al unísono, uno al morir y el otro al apretar el gatillo, «¡¡Viva Perón!!».
A vuelo de pájaro, existió el peronismo de los primeros gobiernos de Perón que, si bien nunca pretendió trascender al capitalismo, tuvo fuertes roces con el imperialismo yanqui, defendió la industria (deformada) nacional y colocó al movimiento obrero como la «columna vertebral» del movimiento. De este primer peronismo queda el recuerdo de que no sólo mejoró la vida, sino creo condiciones para la entrada a la escena política nacional de los trabajadores. Fue durante este primer peronismo también, que las clases dominantes lograron sedimente un componente del «sentido común» -que perdura, aunque perdió toda vigencia y realidad si es que alguna vez la tuvo- sobre una alianza virtuosa «entre el capital y el trabajo».
Pero fue recién con la «resistencia peronista» a la «revolución fusiladora», que un sector del peronismo desplegó su potencialidad clasista -que se radicalizó más aún bajo los influjos de la revolución cubana del 59- por la que sectores masivos construyeron su conciencia de clase desde este peronismo de los trabajadores. Este peronismo, de clase, acabó definitivamente con el aplastamiento y exterminio, primero a manos de la Triple A creada por el propio Perón y luego, de la feroz dictadura cívico-militar.
Fue con la «renovación peronista» de mediados de la década de los ’80 que el peronismo adquirió su fisonomía actual, semejante a la de cualquier partido liberal. Con un desarrollado aparato clientelar en manos de caudillos locales, una simbología de otros tiempos y un manejo del mismo lenguaje que los sectores populares, el peronismo se convirtió en un aceitado partido de poder de las clases dominantes, cuya práctica ya no se asentó en las clases populares, sino en el aparato del Estado. Al punto que, como escribió el compañero Guillermo Cieza, existe una «identidad Peronismo-Estado», semejante a la del PRI mexicano.
Ya en tiempos más recientes, los gobiernos kirchneristas consolidaron ese carácter de Partido de Estado, ahora apoyados esencialmente en sectores plebeyos de las clases medias urbanas. Su mensaje político y su práctica ya no hacían alusión a las clases subalternas como actoras de la realidad -apenas como espectadoras o receptoras de algunos bienes derramados desde arriba-, sino a la reconstrucción del Estado como factor y actor de cambio. Si el viejo peronismo se ubicaba desde el antagonismo pueblo / oligarquía, el kirchnerismo se paró desde un supuesto antagonismo Estado / mercado. Corporaciones y «oligarcas» (como Chevrón, Monsanto, Grobocopatel y tantos otros) podían ya estar indistintamente de uno u otro lado de esta línea divisoria. La «patria liberada» se devaluó como objetivo en «el Estado reconstruido».
Medidas progresistas e imprescindibles -por las que el pueblo luchó por décadas-, como el castigo a los genocidas o la ley de identidad de género entre otras, dieron soporte ideológico a la alianza con los sectores medios. Su base material es que la principal esperanza de movilidad social de las clases medias pasa por el Estado y su aparato administrativo.
Asimismo, acercó a los sectores dirigentes de gran parte de los movimientos sociales, apoyándose en que «El programa neoliberal progresista para alcanzar un orden justo de estatus no apunta a abolir la jerarquía social, sino a «diversificarla» mediante el «empoderamiento» de las mujeres, las personas de color y los integrantes de minorías sexuales «talentosos» para que llegaran a la cima». … «Con un aura de emancipación que lo envolvía todo, el nuevo espíritu aportó a la actividad económica neoliberal un entusiasmo único» (Nancy Fraser ¡Contrahegemonía ya!, 2019).
Con tantas capas identitarias superpuestas, sectores de las izquierdas se arriman al peronismo creyendo se aproximan a las clases populares, sin percatarse que ya sólo se arriman al Estado. De un Estado que, como un enorme agujero negro, termina deglutiendo a miles de compañerxs imprescindibles de nuestro pueblo, que acaban convencidxs y convenciendo de que algo se puede hacer desde ese Estado, aún sin acabar con el sistema del capital.
Si cuando en el peronismo emergían grandes potencialidades populares, hubo izquierdas que no supieron verlas, hoy, cuando éstas ya no son tales, algunas se colocan bajo su ala. Paradojas de la izquierda que no supo comprender, en su mayoría, al peronismo y llega a la estación cuando el tren ya ha partido. Como señala Miguel Mazzeo: «Es de una enorme candidez suponer que el peronismo se ha regenerado y ha retornado la senda histórica, dejando atrás las mutaciones de los años 80 y 90, y el «accidente» menemista. Es injustificable sostener que el peronismo se ha recuperado de su «final inglorioso», como decía Cooke. Es peronismo es hoy, de arriba a abajo, una realidad de «elites» autoreferenciales y competitivas; una realidad de opresión, desposesión y alienación que padecen las clases subalternas; una realidad caracterizada por la fragmentación, la falta de identidades liberadoras y de proyectos que les asignen protagonismo histórico«. (Reflexiones sobre algunos modos de no entender al peronismo, 2008)
El Frente de Todos ha recolectado a diestra y siniestra. Pero la «bolsa de gatos» (con perdón de la palabra) que gobernará, será la de los antiderechos como Manzur, socios de la megaminería como Gioja, hombres de Clarín y de la embajada yanqui como Massa, represores antiobreros como Arcioni, asesinos de nuestros compañeros como Solá y una larga lista de testaferros de los grupos económicos y sus dirigentes sindicales adictos.
Pero no todos son lo mismo dentro del Frente de Todos. Hay también muchxs valiosxs compañeros y compañeras de lucha dentro de él. Pero esto no lo transformará en un gobierno en disputa. Por el contrario, mantener la independencia será imprescindible para las clases populares y las organizaciones que pelean por una vida digna en una patria grande liberada.
¿Derrota macrista = posneoliberalismo?
La derrota macrista se asimila al fin del neoliberalismo. Pero ¿alcanza con la victoria del Frente de Todos -más allá de sus intenciones que queremos suponer como las mejores- para iniciar un rumbo posneoliberal? Responder a esta cuestión marca la diferencia entre dar por hecha una tarea o prepararse para encararla.
La historia oficial de la Argentina progresista supone que todo sucede según la ideología del gobierno de turno y da cuenta de una línea del tiempo en la que el neoliberalismo va y viene al ritmo que cambian los gobiernos. Se trataría, por ende, de un modelo que puede ser cambiado con solo reemplazar al gobierno. Desde esta mirada, la Argentina se aseguró un rumbo posneoliberal ya desde diciembre.
Pero el neoliberalismo no es sólo un modelo económico ni un plan de ajuste particularmente feroz. Mucho menos describe a un Estado supuestamente ausente o que no desarrolla política social. Basta comprobar que durante el gobierno macrista y más allá de la retórica «antichoriplanera», se entregaron más planes sociales que durante el kirchnerismo. O la cantidad de decretos de «necesidad y urgencia» con que desde el Estado se intervino en la economía y la sociedad.
Raúl Z ibechi lo planteó con claridad, «Entre muchos profesionales de la política y del pensamiento se ha difundido una idea que asocia al neoliberalismo a un tipo de gobierno fundamentalista de mercado, cuando su acepción debería apuntar en una dirección estructural: es el capitalismo en el período en el que la acumulación por desposesión se ha convertido en hegemónica» (Las vueltas del neoliberalismo, 2019).
Acumulación por desposesión -saqueo, para decirlo en criollo- que, si a veces prioriza la privatización de las empresas púbicas, como durante el menemismo, en otras se concentra en el extractivismo como apropiación de los bienes de la naturaleza para el mercado global, como sucedió en forma creciente desde los gobiernos kirchneristas en adelante. Hoy se proyecta hacia el país de «Vacas Muertas» que ansía Alberto, al punto que su fomento será uno de sus primeros proyectos de Ley, aunque esa actividad acabe de prohibirse en Inglaterra por generar sismos y sea la que llevó nuestras tarifas a las nubes, para crear condiciones similares a los yacimientos de los EE. UU.
En Nuestra América se suceden gobiernos ideológicamente muy diferentes, que comparten similar racionalidad política que prioriza las lógicas del capitalismo colonial y dependiente en su fase neoliberal, y que llegan en su implementación hasta donde permiten los pueblos.
Una racionalidad política para la que los deseos, ideas y prácticas populares no merecen valorarse como políticas, por estar fuera de los procedimientos rutinizados llamados «democracia». Cuando se considera al 2003 como el «regreso de la política» -olvidando o enterrando la productividad política de la rebelión popular del 2001- se avala relegar a lo social como terreno librado al mercado o a una mera conflictividad que la política debiera regular.
Esta racionalidad, esta forma de proyectar el país y la sociedad, se expresa en los de arriba, pero también en cada unx de nosotrxs, al punto que no lo vemos siquiera. Cuando el FMI nos ata con sus préstamos, no está sólo preparando ajustes y pagos eternos. Está también consolidando una lógica que recorre todo el cuerpo social, por el cual resulta aceptable, incluso progresista y «nacional», toda actividad que genere dólares «genuinos» para pagarle al FMI y mover la economía. Con esa lógica, nos alegra más una Pyme que logra exportar en dólares, que la construcción de un hospital en una barriada pobre, cuyos beneficios no podrán medirse en esa moneda. O que se abran nuevos mercados para la exportación agro-sojera a expensas de familias productoras que dejan de producir alimentos. O que millones de jóvenes -como proyecta el nuevo gobierno- se empleen en grandes empresas privadas, con sueldos miserables pagados por el Estado, para que «aprendan» a insertarse en el mercado.
La misma lógica y racionalidad que justifica un «pacto social» que necesita guardar en el freezer las urgentes necesidades populares, para generar las condiciones para esa entrada «genuina» de dólares. Cualquier similitud semántica entre dólares y dolores no es pura coincidencia.
Más que la apertura de un rumbo posneoliberal, lo probable es que con el gobierno de Fernández se profundicen importantes tensiones, antagonismos y confrontaciones.
Uno de ellos será entre las necesidades del capital que emergerán como prioridad del «pacto social» que se prepara, con las necesidades populares que será necesario levantar y defender. Conspirarán contra estos últimos los aparatos que, como la CGT y la Iglesia, ya se van posicionando del lado del capital y plantean bajar expectativas y dar tiempo. Pero también conspirará la desunión popular y el «sentido común» por el que al país lo levantamos entre todos o no lo levanta nadie. A este país sólo puede levantarlo su pueblo, organizado y disputando de forma colectiva y autónoma contra las lógicas del mercado. La situación actual de América Latina demuestra que no es pueblo lo que falta, sino unidad y alternativa política independiente.
Si se mantendrán como prioritarias las lógicas y necesidades del capital en su fase neoliberal, esto no significa que nada cambie. Probablemente ya no se intente satisfacer esas lógicas desde la pura imposición autoritaria del macrismo. Ya se anunció que no habrá ley de «reforma laboral» sino se aplicará, negociando convenio por convenio. La represión, que seguirá existiendo, ya no será con la «doctrina Chocobar» en mano (aunque la presencia de Massa o de Solá en el próximo gobierno no permite asegurar esto) sino «legalmente» y «tercerizándola», como sucedió en Chubut con la represión a los docentes a manos de la policía y de patotas de la cúpula del sindicato petrolero. La creación de un Ministerio de la Mujer y género, parece señalar que coexistirán anuncios de algunas medidas favorables junto a decididos intentos de institucionalizar, canalizar y fragmentar la potencia de este masivo movimiento de lucha que conmueve los límites y lógicas del capital.
Lo que se creyó era una derecha «moderna» que en América Latina gobernaría largo tiempo, reveló su real rostro y lo efímero de su fuerza ante las embestidas populares. Cuanta más fuerza muestran los pueblos, como en Chile, Ecuador, Haití, Panamá, Honduras y también la Argentina, no sólo retroceden las derechas, también los progresismos se vuelven más timoratos. Articulados en el grupo de Puebla, esta vez sin Cuba ni Venezuela para no molestar a Trump, ya no se plantea siquiera frenar los planes yanquis, como en su momento el ALCA, sino encarar con el imperialismo una «relación madura». Si el macrismo imagina «angustia» al momento de pelear por la independencia de España, los progresismos actuales integraron al grupo de Puebla a José Luis Rodríguez Zapatero, del PSOE, expresidente neoliberal de España.
Cantitos muy escuchado estos días fueron «Chau gato» y «se van, se van, y nunca volverán». Pero sin terminar con el neoliberalismo e iniciar un real rumbo poscapitalista, nada permite suponer que no regresarán, en el círculo infernal de las degradas democracias liberales y el mal menor.
Una «red grande» al final de túnel
Una constante del pueblo argentino es que no sólo lucha, sino continuamente está pariendo nuevos actores. Piqueterxs, empresas recuperadas, trabajadores combativxs, movimientos socioambientales, pueblos originarios y los masivos movimientos de mujeres y disidencias sexuales y de género, son parte de una cronología que no se pretende exacta ni completa.
Otra constante es que esos nuevos actores nunca se articulan, más allá de tímidos intentos. Marzo del 2017 fue una drástica constatación, con tres multitudinarias marchas los días 6, 7 y 8 de dicho mes. La primera por la educación, la segunda sindical -dónde surgió el «poné la fecha»-, la tercera de las mujeres contra las violencias y por el derecho al aborto. Cientos de miles de personas cada día, inexistentes articulaciones. La consecuencia es la pérdida de fuerza y, principalmente, la nula politicidad alternativa, lo que deja el poder y la iniciativa en manos de los de siempre.
La izquierda electoral encuentra su techo en que su construcción política transcurre ajena y por encima de las complejidades y riqueza del sujeto popular, al que concibe como mera lucha, aún su militancia participe a fondo de las mismas. Como resultado, tampoco puede articular entre sí, logrando apenas un frente que no trasciende lo electoral y que ha encontrado su techo, como parecerían indicar las recientes elecciones. Señalar como responsable a la gran polarización, es decir, a lo que votó el pueblo, no aportará a repensarse.
Valorar la productividad política del pueblo -no creerla una virtud encerrada en los muros del propio Partido- podría enriquecer las propuestas de izquierda, que no van mucho más allá de proponerse obtener más diputaciones para luchar «contra». Contra el ajuste, contra el FMI, contra el gobierno. Se deja a las derechas proponerle al pueblo otros horizontes sociales y nacionales.
La falta de propuestas se va haciendo aguda en las izquierdas. Frente al hambre que azota a nuestro pueblo, no alcanza ni sirve la abstención parlamentaria. Tampoco el seguidismo al progresismo que se conforma con alguna «ley de emergencia alimentaria». Bienvenidas las leyes que aporten a calmar siquiera en algo el hambre que hace estragos. Pero no habrá salida sin transformar de fondo la estructura agraria, alimentaria, económica de la Argentina. Es necesario ir por más, sin las miras corporativas que alientan mezquindades. Y eso no está en los horizontes de la derecha, del peronismo o de los progresismos. Solo podrá estar en nuestrxs campesinxs, en nuestros pueblos originarixs, en las mujeres y hombres de la agricultura familiar, en lxs trabajadorxs, en las izquierdas que creamos en nuestro pueblo y en construir política desde allí.
Es posible romper los techos (y muros que nos aprisionan) si tomamos seriamente en cuenta las palabras de Marichuy, vocera de los pueblos originarios en las últimas elecciones mexicanas, «si tenemos los mismos dolores podemos construir un espacio grande donde vayamos pensando juntos cómo vamos a ir acabando con este monstruo y que de eso se trata, de eso se trató el camino en el recorrer de ir invitando a que si no nos juntamos y nos ponemos de acuerdo para acabar el capitalismo éste nos va acabando de manera separada. Juntemos para ser más fuertes y que les cueste más trabajo que no tan fácil nos acaben. Da trabajo, pero es el llamado y el reto. Que juntos construyamos algo diferente y de muchos lados para que juntos vayamos tejiendo y haciendo una red grande«.
Una red grande que no está en los horizontes de nuestra izquierda. La lucha contra el neoliberalismo de los ’90 parió una nueva izquierda en la Argentina, como parte de las luchas de los pueblos de la América Latina. Inmadura, joven, se fue desgranando tras viejos cantos de sirena y más viejas organizaciones políticas. La nueva oleada de luchas en nuestro continente promete nuevas pariciones.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.