Cambiemos venció al peronismo con el 40,59% de los votos a escala nacional en las elecciones legislativas, sin computar abstención, votos en blanco y anulados. Significado y perspectivas. Es la hora de la «reforma permanente», dijo Mauricio Macri en su primer balance de las elecciones legislativas del 22 de octubre. Novedoso y significativo concepto del […]
Cambiemos venció al peronismo con el 40,59% de los votos a escala nacional en las elecciones legislativas, sin computar abstención, votos en blanco y anulados. Significado y perspectivas.
Es la hora de la «reforma permanente», dijo Mauricio Macri en su primer balance de las elecciones legislativas del 22 de octubre.
Novedoso y significativo concepto del presidente argentino, lanzado al impulso de su apabullante victoria nacional: la heterogénea coalición Cambiemos encabezada por Macri obtuvo mayoría en seis distritos clave: Buenos Aires, Capital Federal, Santa Fe, Córdoba, Mendoza y Entre Ríos, además de provincias emblemáticas como Santa Cruz, gobernada por Alicia Kirchner y Salta, cuyo mandatario aspiraba a encabezar la reorganización del peronismo, antes de perder por nueve puntos en su provincia. Con todo, el éxito mayor de Cambiemos fue vencer por más de cuatro puntos a Cristina Fernández en la provincia de Buenos Aires, la más rica del país y con poco menos de la mitad de la población nacional. Para colmo, el candidato que venció a Fernández, Esteban Bullrich, era al comenzar la campaña un perfecto desconocido con escasos atributos de líder popular.
Semejante resultado hirió de gravedad al peronismo, pulverizó el Frente para la Victoria que acompañó los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, extinguió a La Cámpora, agrupación artificial en algún momento presentada como cauce para la voluntad política de millones de jóvenes, y redujo la figura de la ex Presidente a unos pocos municipios del Gran Buenos Aires.
El momento fue oportuno para realizar un ajuste de rumbo. Hasta ahora Macri y sus ministros apelan con extraña insistencia al concepto de revolución para definir sus políticas de gobierno (revolución educativa, revolución fiscal, revolución previsional, en la vivienda, en el transporte, en la infraestructura e incluso en la cultura, entre otras muchas alegadas transformaciones de fondo). Ese supuesto acúmulo revolucionario se convierte en la nueva etapa en «reforma permanente».
Si la contradicción es estridente, tiene en cambio sólidos fundamentos. Y no es arbitrario suponer que ese juego retórico ha sido un ingrediente para nada menor en la para muchos sorprendente victoria electoral oficialista.
Aunque la sola mención de la palabra revolución saca de quicio tanto a ultraliberales como a socialdemócratas que componen su gobierno, Macri insistió en ella porque en la nueva modalidad de hacer política con encuestas, las empresas consultoras que pululan en torno al Gobierno y la oposición registran un sentimiento arraigado -aunque preponderantemente inconsciente- en buena parte de la población argentina, la más politizada y activa, genéricamente en contra del imperialismo estadounidense y en favor de una indefinida transformación política y social. Numerosas consultoras suelen decir que Argentina es el país más antiestadounidense de la región. Al menos en las encuestas.
Ideas y fuerzas en lucha
«Cuando penetran en las masas, las ideas son una fuerza material», decía Marx. Con el nuevo siglo Argentina ingresó a Latinoamérica. Después de 2001 ese difuso sentimiento tomó cuerpo en el proceso de convergencia latinoamericano, en el ejemplo de la Revolución Bolivariana y la figura de Hugo Chávez, que llegó a tener peso significativo en amplias franjas de los trabajadores, las juventudes e incluso núcleos militares en Argentina.
Con la misión de revertir ese proceso, en los dos últimos años Macri hizo una concesión retórica a aquella demanda sorda de la población. Ahora, lograda una apabullante victoria electoral frente a un peronismo fragmentado y sin liderazgo (para no mencionar a las izquierdas), pasó a explicar con énfasis que, de ahora en más, se trata de aplicar la «reforma permanente».
Si Macri es la contrafigura del presidente venezolano Nicolás Maduro, Argentina el polo opuesto al ejemplo Bolivariano y el empresario exitoso contraparte del obrero al mando en Venezuela, la «reforma permanente» es la alternativa a la formulación con la que Chávez acostumbraba resumir su propuesta: la «revolución permanente».
En otras palabras: la Argentina gobernada por Macri-Cambiemos es el faro de la reforma en la región, frente a la propuesta de revolución representada por Venezuela y el Alba. ¿Excesiva sutileza atribuida a un empresario gobernante? A tal conclusión puede llegar quien desconoce el río de lava que desde la profundidad de las clases oprimidas pugna por salir a la superficie. Con certeza no quienes desde los centros de poder real del capitalismo mundial trazan sus estrategias de supervivencia. Allí se tiene en claro que Argentina vive una crisis estructural de insondable profundidad, prolongación del colapso de 2001, con la totalidad del entramado institucional capitalista corrompido hasta extremos indecibles, todo presidido por la mayor tragedia de la burguesía contemporánea: la total ausencia de Partidos para ejercer el poder de manera estable y duradera. Le cupo a Cambiemos, epítome del no Partido, y al presidente Macri, símbolo de la no política, asestar el mazazo final al peronismo y completar la ausencia perfecta de estos instrumentos clásicos para la conquista y sustentación del poder.
Reformas por venir
Sin partidos, entonces, como en todo y cualquier economía capitalista actual, en Argentina urge sanear las bases del sistema. Tal objetivo requiere aumentar la tasa de plusvalía y esto supone reformar las relaciones laborales, cambiar la ecuación entre trabajadores activos y pasivos mediante una drástica reforma previsional, dar vuelta como un guante las relaciones entre provincias y Estado nacional para llevar a cabo una reforma a la vez política y fiscal, así como reformar las relaciones entre Estado, sindicatos y empresariado. Es inaplazable la necesidad de eliminar el déficit, frenar el endeudamiento descontrolado, lo cual requiere un ajuste económico de enormes proporciones, so pena de que la crisis se desate con mayor violencia a la conocida en estallidos anteriores. Y todo esto sin despertar al león de su largo letargo.
Es notable el vuelo del discurso post electoral de Macri para instar a la población a alcanzar grandes objetivos históricos aunando fuerzas por sobre cualquier distinción de clase o ideología. Se trata de la fase superior de la retórica previa, con predominancia de la palabra revolución. Ahora es la hora de la unidad, del Gran Acuerdo Nacional, con la misma denominación incluso del propósito buscado casi medio siglo atrás por los jefes de dos partidos entonces todavía existentes y sus respectivos líderes: Juan Perón y Ricardo Balbín.
Es sabido cómo terminó aquella engañifa del capital desesperado tras la caída de la dictadura de Juan Onganía. Pero esta vez será diferente. A falta de partidos, Macri apelará a corporaciones: liga de gobernadores, sindicatos sin bases, cámaras empresarias fragmentadas e impotentes, iglesias más débiles y carentes de genuino arraigo en la conciencia popular cuanto más denominaciones pululan en detrimento de la desprestigiada estructura vaticana.
A eso marcha, con rapidez, el gobierno fortalecido con estas elecciones. ¿Cuánto tiempo demorará alguna voz liberal para denominar fascismo a este experimento corporativo? ¿O callarán definitivamente como contribución a la afirmación de un poder burgués que, sin desafiante corpóreo y visible, no logra mantenerse en pie?
Puede haber un Partido
Sólo el marco latinoamericano permite aprehender la dinámica nacional. Ya se ha afirmado en estas páginas que no basta nutrirse de una ideología fascista para imponer un gobierno fascista. Cabe reiterarlo ahora. Al compás del ineluctable fracaso del alegado proyecto pseudo desarrollista del ala hegemónica de Cambiemos, más tarde o más temprano fracasará este nuevo intento de reorganización burguesa y recomposición capitalista.
Llegado a ese punto, estarán frente a frente las clases principales de la sociedad. Conscientes o no. En una confrontación sin retorno por definir el rumbo y el futuro del país. En simultáneo se habrá librado el combate de Washington, acompañado por el patético Grupo de Lima, contra la Revolución Bolivariana y el Alba.
El neoreformismo ultraizquierdista es el otro gran derrotado por Cambiemos el 22 de octubre. Aspiraba a dar un salto cualitativo sumando diputados hasta romper el corsé de la marginalidad. Para lograrlo no trepidó en condenar a Venezuela con pareja virulencia a la empleada por el gran capital. Y se rompió los dientes contra la pared. Militantes entregados a una causa anticapitalista fueron llevados a este callejón sin otra salida que el corrupto e impotente parlamentarismo burgués. Otra franja militante, esta sí abrazada a la causa latinoamericana, vio igualmente frustradas sus esperanzas de aunarse con las masas en un proyecto común, que no era el propio.
Mientras Macri encara su «reforma permanente», el contingente de militantes antimperialistas y anticapitalistas que suma cientos de miles en Argentina, tiene la oportunidad de buscar un camino para edificar el único Partido hoy con espacio estratégico en el país: aquel nutrido por el grueso de la clase obrera, el estudiantado consciente, los sectores marginalizados y superexplotados que en esta oportunidad, al igual que amplias capas de trabajadores y jóvenes desnortados, dieron el voto a Cambiemos.
Tal organización de masas, plural democrática y sin rodeos confrontadas con el sistema, es la única capaz de frenar el deslizamiento hacia el fascismo en Argentina. Implica un frontal combate teórico, ideológico y político, comenzado el día mismo de la victoria electoral de Macri y seguramente dominante en el próximo período.
@BilbaoL
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