Dos hechos gravísimos firmados por los responsables de las dos carteras que tienen a su cargo fuerzas armadas y puntuados con el mismo chivo expiatorio sucedieron durante los últimos días en nuestro país, al margen de la marea verde que afortunadamente bañó el Congreso consiguiendo la media sanción al proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo. […]
Dos hechos gravísimos firmados por los responsables de las dos carteras que tienen a su cargo fuerzas armadas y puntuados con el mismo chivo expiatorio sucedieron durante los últimos días en nuestro país, al margen de la marea verde que afortunadamente bañó el Congreso consiguiendo la media sanción al proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Ellos son la difamación pública de la organización social La Poderosa y el despliegue del Ejército en la zona de la Triple Frontera.
Una ministra superpoderosa
El viernes 8, tras un comunicado enviado a las redacciones convenientemente el día del Periodista, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich brindó una conferencia de prensa para «desenmascarar la mentira de La Garganta Poderosa», según ella. Esta publicación, editada por la organización social La Poderosa, había dado a conocer en sus redes sociales una denuncia por un operativo ilegal en la villa 21-24 de la capital porteña, que dejó un saldo de dos detenciones arbitrarias, torturas e incluso un abuso sexual perpetrado a una vecina del barrio por un prefecto. En su discurso del 8, la ministra mostró imágenes extraídas de una cámara de seguridad de un colectivo en la que se ve una pelea entre un prefecto y otras dos personas, yuxtapuestas con el audio de una entrevista que el referente del movimiento barrial, Ignacio Levy, dio el día de los hechos. Un pequeño detalle: la narración de Levy y la denuncia de La Poderosa no tenía nada que ver con la filmación mostrada. La organización habló de una razzia; la ministra de un prefecto supuestamente insultado y atacado unos minutos antes.
Siempre resulta perturbadora la escena de un alto funcionario de un gobierno mostrando públicamente imágenes de un civil para explicar algo que a todas luces es un problema estructural. Es perturbadora incluso más allá de la mentira, porque ese montaje siempre revela que el poder que tienen los gobiernos sobre su población emana de un lugar distinto del de la «representación del pueblo»: parecería el poder emana justamente de los artefactos de vigilancia y represión que los Estados utilizan para mantener su poder. La conferencia del viernes 8 no fue la excepción, y resultó más inquietante aún por la bizarra edición de video de un dirigente social que obviamente sólo buscaba ridiculizarlo más que mostrar algo específico de su discurso (la sucesiva repetición de un fragmento en el que Levy piensa su respuesta diciendo «ehhh» parece extraída de un episodio de Los Simpson). Más perturbadora aún es la torpe intransigencia demostrada por la ministra, apoyada en unas imágenes (en una sociedad imagen-céntrica) que de ningún modo desmentían nada de lo que había dicho la organización. «¿Qué más pruebas necesitan?», le respondió a un periodista que la increpó, antes de seguir asegurando que un video sin audio era evidencia suficiente para demostrar que los jóvenes habían insultado a un prefecto, o que esas mismas imágenes legitimaban a los prefectos a reprimir brutalmente a otras personas que no eran las que aparecían en esa filmación.
Pero si algo resultó por demás inquietante en todo aquello, fue la determinación de Bullirch en definir a La Poderosa como una organización que busca «liberar zonas para que entre el narcotráfico» a los barrios. La afirmación, ridícula por donde se la mire, es mucho más que la conclusión de una ministra que no ofreció ninguna prueba, real o imaginaria, que pudiera respaldar esto. Representa una orden a las fuerzas que ella comanda, como lo fue su cerrada defensa de la gendarmería en la desaparición de Santiago Maldonado, de la Policía Federal en el asesinato del joven Rafael Nahuel, de la Policía tucumana en el fusilamiento del niño Facundo Ferreira y de la policía de la Ciudad en la ejecución de Juan Pablo Kukok. Por cierto, este último hecho fue el que inauguró mediáticamente «la doctrina Chocobar» de disparar primero y preguntar después amparada en una ministra de Seguridad que siempre «banca» a las cuestionadas fuerzas a su cargo, una modalidad que en realidad llevaba mucho más tiempo vigente.
Acusar a La Poderosa, una organización territorial que realiza tareas comunitarias en 80 barrios de Latinoamérica, de complicidad con el narcotráfico es sumamente grave para una ministra acostumbrada a definir lineamientos para las fuerzas de seguridad por televisión. Significa una orden de ataque más o menos directa a una Prefectura que ya está alterada porque seis de sus miembros están siendo juzgados por las torturas que recibieran dos jóvenes, también de la villa 21-24, en el 2016 y que también fueran denunciados por La Poderosa.
Distintos tonos de verde
Por otro lado, el mismo día que la Cámara de Diputados hacía historia al aprobar el proyecto por la legalización del aborto, otra ola verde rompía en el país, pero esta vez al norte. Sin pasar por el Congreso, el presidente Mauricio Macri ordenó el envío de 1.000 efectivos del Ejército (que pronto llegarán a 4.000) a la zona de la Triple Frontera. La justificación a esta altura no debería sorprendernos: «combatir al narcotráfico».
La forma en que se construyó el discurso legitimador de esta política guarda algunas similitudes con aquella en que comienzan muchas de las medidas más polémicas del gobierno nacional. En primer lugar, durante el acto del día del Ejército, el presidente Mauricio Macri pidió por «Fuerzas Armadas que brinden apoyo a las fuerzas de seguridad para cuidar a los argentinos». Luego, declaraciones de funcionarios y el «debate» por todos los medios acólitos de la administración cambiemita. Finalmente, el no-anuncio de lo ya hecho, aprovechando un día intenso en el que todos los ojos estaban puestos en lo que sucedía en la Cámara Baja, a miles de kilómetros del lugar al que llegaban las tropas.
La utilización de las Fuerzas Armadas para temas de seguridad interior está prohibida desde el 2006, cuando la entonces Ministra de Defensa Nilda Garré limitó su uso a combatir «agresiones de origen externo perpetradas por fuerzas armadas pertenecientes a otros Estados». Sin embargo, y a pesar del rechazo del jefe del Ejército Claudio Pasqualini, ya se está decidido el envío de personal del Ejército y de Fuerzas Armadas a la franja norte del país, bien cerca del acuífero Guaraní.
La aparición del «factor narco» como ordenador de ciertas políticas gubernamentales tampoco es nuevo: basta con chequear las redes sociales del Ministerio de Seguridad para encontrar numerosas referencias a decomisaciones de sustancias ilegales, o con hacer una búsqueda rápida de las declaraciones de Bullrich. «Combatir al narcotráfico», incluso, formó parte de la plataforma que llevó a Cambiemos a la presidencia del país.
¿Narcoqué?
En febrero de este año, Bullrich acordó con la DEA (Administración para el Control de Drogas, por sus siglas en inglés) estadounidense la creación de un «task force» (escalofriante y literalmente, «grupo de tareas» en la lengua anglosajona) compuesto de fuerzas norteamericanas y nacionales para controlar el narcotráfico en el noreste argentino. Así, nuestro país termina de alinearse discursiva y políticamente a los designios de los Estados Unidos en esta materia, en la materia de construcción de enemigos internos. El otro gran cuco que les gusta a los yanquis, el del «terrorismo», tiene representantes en nuestro país como la Ley Antiterrorista aprobada durante la administración kirchnerista y la persecución a la RAM que fue un chivo expiatorio para deslegitimar la lucha de los mapuches.
El despliegue de las Fuerzas Armadas para combatir al narcotráfico o a grupos calificados de terroristas tiene actualmente dos principales practicantes en América Latina, en dos países que casualmente son «asesorados» por Estados Unidos en este tema. Se trata, ni más ni menos, de México y Colombia. En la nación azteca, tuvo un saldo de aproximadamente 30.000 desaparecidos o ejecutados, además de 42 periodistas asesinados desde el 2006. En Colombia, asesinan a un líder comunitario por semana.
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