Cuántos han sido a lo largo de la historia los discursos que apelaron a la necesidad de integración social, y consecuentemente a la erradicación de los prejuicios y mecanismos discriminatorios en el mundo contemporáneo. Seguramente tantos como seres vivos sobre la tierra. Quizás uno de los ámbitos de mayor iniciativa en la concientización acerca de […]
Cuántos han sido a lo largo de la historia los discursos que apelaron a la necesidad de integración social, y consecuentemente a la erradicación de los prejuicios y mecanismos discriminatorios en el mundo contemporáneo. Seguramente tantos como seres vivos sobre la tierra. Quizás uno de los ámbitos de mayor iniciativa en la concientización acerca de estas problemáticas haya sido la práctica periodística sobre todo a través de sus editoriales o desde las llamadas notas de opinión.
Pero ¿qué pasa cuando es desde ese mismo lugar donde se comienzan a naturalizar nociones clasificatorias que evocan justamente lo contrario a esos supuestos valores éticos de ideologismo antirracista que se mencionaban al inicio?
Apenas la lectura de algunos de los titulares de un diario dan cuenta de éste fenómeno. En una de sus páginas el periodista elige llamar a su nota «Cada vez son más los menores que abandonan la escuela y salen a trabajar». En su reverso, en cambio se detalla «Las prácticas juveniles de hoy». Este último artículo refiere a las preferencias musicales, artísticas, educativas, literarias y sexuales (entre otras) de los adolescentes.
Pero, si hablamos de un rango de edad determinado ¿no son acaso los jóvenes también menores? ¿A qué se apela entonces cuando se marca esta distinción?
La aplicación extendida del término «menor» no solo en los medios masivos de comunicación, sino también en otros ámbitos institucionales, delata que al parecer éstos son los que están en las calles, los hogares e institutos. Para los niños y adolescentes, se desarrollan políticas universitarias, de escolaridad, estímulos artísticos y otros valores. Para los menores, en cambio, la solución radica en los sistemas de contención.
La experiencia de uno de los periodistas argentinos que más se dedicó a la indagación de la pobreza en las villas miserias y fundamentalmente de los llamados «pibes chorros» resulta pertinente para ilustrar el proceso mediante el cual se tiende a separar los estratos sociales adjudicando a la miseria rasgos de criminalización ausentes en discursos donde sus protagonistas son hijos de la clase media o alta.
Cristian Alarcón, periodista y autor del libro «Cuando me muera quiero que me toquen cumbia», aseguró en la revista La Pulseada conocer la historia del preso más joven del país en sus visitas y acercamientos a las villas miserias del Gran Buenos Aires. «Tenía solo 9 años, estaba detenido por haber sido encontrado dentro de una verdulería con un amiguito de 12 años comiendo bananas, aunque otra versión decía que había intentado robar 5 kilos de bananas a punta de pistola de juguete», cuenta el autodenominado «cronista de los márgenes».
Pero la indagación del caso, lo condujo a una realidad aún más incierta, además de recurrente en otros tantos casos de actores indigentes. El niño permanecía tras las rejas en un instituto de máxima seguridad, como si fuera un «apóstol de Sierra Chica [recluso de máxima seguridad]» ironiza Alarcón, «con guardias armados con palos, vestidos como policías».
Su madre tenía 17 hijos, trabajaba como cartonera en la estación Mitre, vivía en una villa de José León Suarez, en un barrio del Gran Buenos Aires, ganaba entre cuatro y siete pesos por día y su marido vendía verduras en un puesto durante 12 horas para ganar apenas cinco pesos.
Pensemos como sería un titular de una crónica que verse sobre este caso. ¿Acaso algo así como «Menor roba bananas»?.
La misma distinción terminológica excluyente se merece el uso lingüístico cuando la intención es referirse a una franja etárea superior. A menudo los autores de diversos hechos delictivos mayores a los 21 años de edad son llamados «delincuentes», «criminales», «asesinos», o «asaltantes» en el mejor de los casos. ¿Y cuándo los involucrados en hechos de este tipo son funcionarios públicos, dictadores militares, o incluso ex presidentes de la nación? En ese caso la situación es diferente. Muchas veces éstos apenas merecen la calificación de «corruptos», a pesar de que las malicias que los involucren dupliquen o más los prejuicios ocasionados en los primeros de los casos.
La lista sería interminable si mencionáramos cada delito perpetrado por ejemplo por agentes gubernamentales de nuestro país. Mencionemos entonces uno de ellos, el juicio al ex presidente justicialista Carlos Menem, quizás uno de los más emblemáticos por la proximidad de su mandato y la inmensidad de causas jurídicas en su contra. Entre las más importantes, figuran la acusación de ser jefe de una asociación ilícita que traficó armas a Croacia y Ecuador entre 1991 y 1995, la malversación e incumplimiento de sus deberes como funcionario público y el pago de sobresueldos durante su período, lo cual implica una pérdida nacional de millones y millones de dólares.
El volumen de estos fondos menemistas, no merece siquiera punto de comparación con el pequeño ladrón de bananas denunciado por Cristian Alarcón. Sin embargo, Menem cayó detenido en junio de 2001 por orden del juez Jorge Urso. Pero sólo cumplió con un arresto domiciliario (dada su condición de más de 70 años de edad) durante casi seis meses en una cómoda y lujosa casa quinta ubicada en la localidad de Don Torcuato, en los suburbios de Buenos Aires. Mientras tanto el primero cumplió condena en un instituto, cuidado por celadores como cualquier penitenciario, bajo llave y violentado por los guardias u otros niños mayores.
Por último, una reflexión acerca de dos de los eslabones fundamentales de la cadena que forma la realidad aquí planteada, resulta imperiosa. El planteo involucra inevitablemente al analfabetismo y la indigencia, como las derivadas directas de los internados en los institutos de menores. Porque sin un buen nivel educativo, sin niños que asistan a clase con la panza llena, la posibilidad de apertura y progreso social se vuelve nula. Y si esto sucede, deberíamos preguntarnos entonces ¿cuál es el futuro para el futuro?
Desde lo educativo, según los últimos relevamientos, 387 mil de la provincia de Buenos Aires de entre 14 y 21 años no estudian ni trabajan. En materia de pobreza, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), hay más de 12 millones de pobres en el país, sobre una población de 37 millones, y en el ámbito infantil seis millones de niños menores de 14 años son pobres y tres millones indigentes.
Este es el panorama. Quedan planteados además los pilares fundamentales a los cuales es necesario dirigir la mirada no sólo desde la perspectiva Argentina sino desde el contexto latinoamericano global. Porque como tantos otros peligros sociales compartidos, la problemática trazada anteriormente también se repite en nuestros países vecinos.
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La autora de esta nota es alumna del Seminario «Periodismo en Escenarios Políticos Latinoamericanos» que actualmente dicta la Agencia Periodística del Mercosur (APM) en la Facultad de Periodismo y comunicción Social de la UNLP.