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O cómo volver de lo electoral a lo político

Sobre lo nuevo e inexplorado

Fuentes: Argenpress

La sociedad argentina vive un año, el 2007, signado por múltiples procesos electorales, que culminarán con los comicios que elijan nuevo presidente de la Nación, allá por el mes de octubre. Los preparativos para esas elecciones revelan al menos tres rasgos ampliamente predominantes: 1) La virtual descomposición del conjunto de los partidos políticos, con bases […]

La sociedad argentina vive un año, el 2007, signado por múltiples procesos electorales, que culminarán con los comicios que elijan nuevo presidente de la Nación, allá por el mes de octubre.

Los preparativos para esas elecciones revelan al menos tres rasgos ampliamente predominantes: 1) La virtual descomposición del conjunto de los partidos políticos, con bases desmovilizadas o directamente ausentes, quiebra acelerada de la disciplina partidaria y ausencia o disolución de identidades ideológicas o al menos de culturas políticas más o menos definidas. Categorías tan elementales como gobierno u oposición aparecen difíciles de asir si se pretende incluir las fuerzas políticas en uno u otro término, y lo que operan son coaliciones de ocasión, de integración variopinta hasta lo sorprendente. 2) El predominio de un pensamiento que atraviesa a todos los conglomerados políticos en cuánto a lo intangible de la organización de libre mercado y de la democracia representativa tal cual las conocemos. Ocasionalmente se acusa a los oponentes de no respetar lo suficiente alguno de esos elementos «intocables», pero se proclama sin cesar la adhesión propia a los mismos. 3) Aun dentro de los límites que marca el punto anterior , el debate político se halla muy empobrecido, con todas las corrientes con peso electoral tratando de ocupar de alguna manera un espacio al que bautizan «centroizquierda» o «centroprogresismo», sea en exclusividad o admitiendo que sus respectivas coaliciones contienen también componentes de «centroderecha», y por tanto eludiendo definiciones tajantes en cuestiones centrales.

Los que juegan a la oposición tienden a endilgar al gobierno un supuesto «autoritarismo» indistinguible de la universal y prolongada tendencia a concentrar facultades en los órganos ejecutivos de gobierno, y ensayan un discurso liberal republicano, que en no pocos se ve desmentido por sus trayectorias anteriores. Quiénes practican el oficialismo magnifican las discontinuidades realmente existentes entre el gobierno Kirchner y sus antecesores, tentando presentarse como partícipes de una épica labor de renovación, mientras tejen múltiples acuerdos con rancios representantes del establishment económico, sindical y cultural, además de recoger las adhesiones del grueso de un Partido Justicialista que supo apoyar a Menem y luego a Duhalde, durante más de una década.

A esta altura se preguntará el lector qué hay a la izquierda de este panorama, y acaso quiera indagar también acerca de qué ha ocurrido con el clima de protesta social y movilización generalizada de unos pocos años atrás. La respuesta más directa y obvia sería exhibir una vez más el cuadro de unos partidos de izquierda que en absoluto han escapado al proceso de debilitamiento y fragmentación que afectó a fuerzas más conservadoras. Allí se ve a quiénes procuran, en ocasiones con piruetas algo patéticas, reubicarse en el mapa político tradicional, y brindan su apoyo a algunas de las variantes «centristas» por default que describíamos al comienzo. Agrupaciones políticas y movimientos sociales contestatarios tienden a entibiarse al calor de la capacidad de cooptación del actual gobierno, con las facilidades que para ello otorgan tanto el sostenido crecimiento económico como los arrestos «progresistas» de la gestión Kirchner, o buscan espacio en fuerzas de oposición que nada tienen que ver con lo que sostuvieron hasta ayer nomás. Otra buena parte de la izquierda rechaza de plano cualquier cooptación o alianza con la mera administración de lo existente, pero a la hora de hacer política sólo atina a repetir las consignas y liturgias de siempre, ampliamente ineficaces más allá de sus respectivos (y reducidos) núcleos de partidarios. Su discurso y sus prácticas siguen empantanados en un «marxismo-leninismo» que pierde significado, al hallarse asfixiado en pequeñas sectas que no parecen registrar las modificaciones de la realidad circundante.

Entonces, si la mirada se limita a lo ya más o menos habitual, a lo más frecuentemente reflejado por los medios de comunicación, no registrará más que estímulos para la desolación y la apatía; salvo que opte por el apasionamiento por cuestiones tan raigales como el modo de medir el índice de inflación o la mejor manera de administrar las relaciones entre gobierno e Iglesia en un momento no particularmente cordial del desarrollo de las mismas.

Un examen más atento, menos ligado al juego político convencional, puede encontrar fenómenos de interés, representados por una multiplicidad de grupos, en especial juveniles, que intentan construir un significado nuevo para la acción social y política, a partir de la impugnación práctica y concreta de las prisiones trazadas por la concentración de capital y la representación política. Desde las bases, en procura de una concepción tan amplia como directa de la democracia, cuestionando la idea de partido revolucionario en búsqueda de nuevas respuestas a preguntas a su vez renovadas sobre los sujetos de la transformación social, sólo un observador superficial puede confundirlos con una resurrección pura y simple del anarquismo, o con un mero rechazo juvenil a toda práctica que incluya organización y disciplina. Poseen ambas a su manera, y entre ensayos, errores y discusiones, intentan incluso su propia mirada internacionalista, atenta sobre todo a procesos latinoamericanos que, como los de Venezuela y Bolivia, les merecen una reflexión crítica diferenciada tanto del rechazo adocenado como del apoyo indiscriminado. No rechazan toda concepción del poder, sino que intentan pivotar sobre una práctica de construcción de poder popular, que por fuerza entraña plantearse la «guerra de posiciones» y abandonar ensoñaciones de «asaltos» exitosos a unas relaciones sociales cuyas sedes múltiples impiden el pensar en «tomarlas» como paso previo a su destrucción rápida y definitiva. No por eso dejan de pensar en términos de emancipación humana incompatible con la persistencia, no sólo del capitalismo, sino de una trama de relaciones opresivas que exceden el campo de las de producción. Se proponen, en definitiva, la revolución, por otros medios que los del imaginario revolucionario tradicional.

No en vano algunos de ellos comienzan a denominarse nueva-nueva izquierda, lo que los relaciona indirectamente con los años sesenta, al referirse tanto a la necesidad de superar de nuevo a una izquierda envejecida, que ya no es sólo la tradicional, sino la que aun blasona de «nueva» desde las páginas de La Nación y/o la comodidad de los despachos oficiales.

Cabe hacer el ejercicio de vincular la existencia del anodino campo de la política tradicional, incapaz de desplegar confrontaciones sustantivas, con estos emprendimientos novedosos, casi no registrados por aquéllos (salvo, a veces, para intentar descubrir sectores «integrables» que permitan oxigenar un sistema político con señas de raquitismo). Los múltiples y heterogéneos grupos que buscan desplegar «poder popular» necesitan, tal vez, de mayor articulación que no equivale a simplista «unidad» , de hacer sentir con más fuerza su voz impugnadora del entierro de la política en aras de las fanfarrias comiciales públicas, y el gerenciamiento de negocios privados.

Pero allí están, crecen, traen la voz de las rebeliones latinoamericanas que signaron el cambio de siglo, recuperan la contestación al capitalismo en particular, y a la sociedad de clases en general. No se conforman con una sociedad «algo más equitativa», no apuestan a fortalecer las «instituciones republicanas». Comisiones internas, movimientos de desocupados, organizaciones barriales, centros culturales, agrupaciones estudiantiles; las formas que adoptan en la base pueden ser muchas. Tal la pluralidad debería tornarse una riqueza a desarrollar, no una traba a superar, las formas de asociarlas no pueden ser reductibles a pactos de dirigentes o encuadramientos de manual.

No se llenan la boca con las viejas y venerables palabras: «revolución», «socialismo», sino que tantean el esfuerzo intelectual y político de encontrarles un significado acorde a los tiempos que vivimos, sin ceder por ello un tranco en el empeño de transformar radicalmente el orden existente.